nº 124
ABRIL 2005
 
 
Debates
 

La reseña en conflicto
El caso colombiano
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

En el cuarto round de nuestro debate sobre la crítica literaria, cambiamos el escenario sin alterar la pregunta. ¿Cuál es su estado en Latinoamérica? El escritor Juan Gabriel Vásquez analiza aquí el caso concreto de Colombia.

En el prólogo de La guerra contra el cliché, Martin Amis recuerda el tiempo en que la gente se tomaba en serio la crítica literaria. En pubs y en cafés, nos cuenta, se hablaba “de W. K. Wimsatt y G. Wilson Knight, de Richard Hoggart y Northrop Frye, de Richard Poirier, Tony Tanner y George Steiner”. Y luego: “Puede haber sido en uno de esos locales que mi amigo y colega Clive James formuló por primera vez la noción de que, mientras la crítica no es esencial para la literatura, ambas son esenciales para la civilización”. Sin perjuicio de que la idea de civilización que puede tener Martin Amis no está muy cerca de la Colombia del siglo xxi, no he podido leer ese prólogo sin algo de melancolía. Con cierta frecuencia se oye o se dice que la crítica en Colombia es inexistente, está muerta o carece de trascendencia; que los pocos críticos de alto nivel habitan en la clandestinidad, o tienen que pelear a brazo partido por cada línea de espacio en sus medios y acaban dándose por vencidos, o son directamente marginados por el peso de la actualidad noticiosa. Entre todas estas opciones, ustedes escogerán la que mejor les parezca, o tal vez las desprecien todas. El asunto es: ¿Tiene esto alguna importancia? Sobre todo, ¿la tiene para nosotros, quienes escribimos y publicamos en ese ambiente?
Para evitar otros malentendidos diré de una vez por todas que me refiero a la crítica de novedades –alias la reseña–, que en mi país tiene tan poco peso, entre otras cosas, debido la conspiración de tres hechos asesinos: no hay suficientes medios que la publiquen, no hay suficientes críticos que la escriban y no hay suficientes lectores que la lean. O lo que es lo mismo: no hay suficientes personas convencidas de que ese ring de boxeo civilizado que es un suplemento de libros tenga algún efecto material en el mundo externo, el mundo, por llamarlo de algún modo no escrito; no hay suficientes personas convencidas de que el oficio más antiguo del mundo, comentar lo que otro ha dicho, sirva realmente para algo. Steiner dice que los críticos son como esos peces que nadan en frente de un tiburón o de una ballena, advirtiéndole a los demás: “Ahí viene”. Un buen crítico, según Steiner, le dice al público: “Esto es de verdad. La razón es ésta. Por favor, léalo.” Por supuesto que la otra tarea del crítico es decir: “Esto es una falsedad, una impostura. La razón es ésta. Por favor, sépalo.” Los mejores reseñistas cumplen otra función, más indemostrable pero cuya discusión es también más interesante. Cuando uno lee las reseñas de Frank Kermode, por ejemplo, o las de escritores-metidos-a-críticos como John Updike, se da cuenta de que se esfuerzan, en cada línea, por demostrar que la reseña puede, a su humilde manera, ser una pequeña obra de arte; pero, sobre todo, por ejercer de guías dentro del libro reseñado. Aceptemos que es verdad lo que decía Nabokov: que no es posible leer un libro, sólo releerlo, pues en la primera lectura nuestra mente está demasiado ocupada en el proceso dificilísimo de pasar los ojos sobre el papel y al hacerlo construir imágenes, cronologías, personajes; en la segunda lectura, ya conocemos todo eso y podemos fijarnos en los placeres menos evidentes de la sonoridad y la retórica y las resonancias estructurales, de ese juego de pequeñas satisfacciones auditivas y
geométricas que es el texto de un buen estilista. Pues bien, siempre me ha gustado pensar, aunque no sea comprobable ni rigurosamente cierto, que la mejor crítica de novedades pone al lector en condiciones de leer un libro casi como si lo estuviera releyendo. Es decir, la mejor crítica de novedades hace sonar la alarma acerca de esos aspectos del libro que son de interés o de importancia y que el lector corre el riesgo de perderse si alguien no se los señala de antemano. El reseñista es un guía de museo que reúne a su grupo a la entrada y dice: “Cuando lleguemos a ver Los embajadores de Holbein —es un ejemplo: ustedes pueden escoger el cuadro que les plazca—, fíjense en la figura que hay en el piso, que vista de frente es incomprensible, pero vista de lado es una calavera.” Luego uno puede hacer con la calavera lo que le venga en gana, decidir que es lo más importante del cuadro o que en realidad no podía importarle menos, pero generalmente agradecerá hasta el fin de sus días que un alma caritativa le haya hecho caer en cuenta de su presencia.
El problema, como se imaginarán ustedes, es que no es fácil encontrar en todos los mu-seos guías tan informados como elegantes, tan corteses con el espectador como con el cuadro. En cierta ocasión, Ferdinand Mount, editor del Times Literary Supplement, me dijo que una de las curiosidades de su carrera era haber descubierto lo difícil que es encontrar buenos reseñistas. “Suena como si fuera una tarea muy fácil”, me dijo, “pero sorprende ver cuánta gente es simplemente incapaz de llevarla a cabo, o la lleva a cabo de manera muy deficiente. Hay con frecuencia escritores muy buenos, quizás novelistas muy buenos, que simplemente no pueden llevar a cabo la tarea tan sencilla de construir una reseña coherente, tal vez porque les resulta difícil concentrarse en el libro de otra persona. Hay algo de altruismo en la escritura de una reseña que simplemente está fuera del alcance de ciertas personas.” Me gusta la palabra altruismo asociada a la crítica, tal vez por la infrecuencia con que eso sucede. Sí: el buen crítico siempre escribe para beneficio de otro. Pero entonces surge otra pregunta, cuya respuesta es más sutil de lo que puede parecer a simple vista: ¿quién es el otro? ¿A quién va dirigida una crítica, para quién se escribe? Cuando escribo una reseña, suelo tomarme en serio las órdenes de Cyril Connolly, que no por nada publicó un libro titulado Noventa años reseñando novelas: “Al hacer la crítica de un libro que te gusta, escribe para el autor; al hacer la crítica de cualquier otro, escribe para el público.” Como lector de reseñas, en cambio, siempre me ha importado menos de qué autor, de qué libro se trate: es el nombre del reseñista lo que importa, porque la firma es la única línea de toda la reseña que puede indicarme si su contenido es valioso. La firma es el lugar donde toma cuerpo el contenido del texto; donde, por virtud de lo que esa firma ha sostenido en otras oportunidades, por virtud de la inteligencia o la estupidez con que la hemos asociado antes, su elogio o su repudio adquieren sustancia. Todos tenemos en mente una o dos firmas cuyo elogio de un libro es razón suficiente para no comprarlo, cuyo desprecio nos propulsa de inmediato a las librerías.
En cualquier caso, no sé si a ustedes les sorprende el hecho de que en la literatura colombiana después del “boom”, que es al fin y al cabo lo que hemos venido a discutir, no haya demasiado interés por la practica de la crítica literaria (el desinterés de los escritores por la práctica de la crítica es otro de los clichés que campean en las lenguas latinas, y suele olvidarse que R. H. Moreno-Durán y Andrés Hoyos, por citar un par de nombres de generaciones distintas, han practicado el ensayo crítico, o bien la reseña larga, con buena fortuna) Creo, a pesar de todo, que hay razones de peso para que eso sea así. En efecto, es lícito preguntarse por qué iba a interesarle a un escritor –que constantemente concede entrevistas y aparece en los medios y cuyos libros se venden– que se haga o no buena crítica en su país, ya no digamos practicarla él mismo. El primero en contestar es Baudelaire, que decía que cada vez es más difícil ser artista sin ser crítico. Y el último, o uno de los últimos, es Amis, nuevamente, cuya respuesta es más práctica y casi materialista: “Por razones de interés propio, uno quiere mantener los estándares altos, de manera que, cuando su próximo libro aparezca, sea más probable que la gente sepa por dónde cogerlo”. En un país sin crítica, o de crítica escondida, los estándares corren el riesgo de confundirse ineluctablemente. La crítica trae constantemente a colación esa pregunta terrible: ¿Qué es la literatura? Piglia dice que el escritor escribe para saber qué es la literatura. Pero lo que me interesa ahora no es esa respuesta larga y compleja que es un libro de ficción, sino el hecho de que esta pregunta, como es apenas evidente, lleva implícita otra, aún más terrible: ¿Qué no es literatura? En un país sin crítica, esta última pregunta no es respondida nunca, de manera que pasa por literatura lo que no lo es. Y lo que resulta aún más grave: en un país sin crítica, la presencia de los autores en los medios tiende, por alguna razón, a reclamar la importancia que debería tener su obra. Dicho de otra forma: su obra se transforma en un apéndice sin trascendencia, algo accesorio a sus gestos, a su imagen, a sus opiniones, a todo lo que es banal en un escritor. Hay en mi generación escritores que han hecho del protagonismo banal su bandera, que han desviado la atención del público hacia sus entrevistas, quizás conscientes de que sería suicida permitir que el público se concentre en su prosa. Pero en los medios masivos no hay un aparato crítico que señale esa falsedad. Tanto peor para nosotros.
En su conferencia ¿Qué es un clásico?, Coetzee concluye diciendo: “La función de la crítica está definida por el clásico: la crítica es aquello cuya tarea es interrogar al clásico.” Según Coetzee, los clásicos se van volviendo clásicos a través de la superación de los retos que la crítica les va poniendo en el camino; así, la crítica, y de hecho la crítica más escéptica, es la mejor aliada del clásico. Yo quisiera ir más allá y recordar que todo clásico fue en su tiempo una novedad: fue interrogado como novedad, y sobrevivió a ese interrogatorio. Madame Bovary sobrevivió al dictamen según el cual “el señor Flaubert no es un escritor”; el Ulises de Joyce sobrevivió a la reseña negativa de Virginia Woolf. Tal vez podamos entonces imaginar que la crítica sea un rito de paso necesario para el libro que pretende sobrevivir en el tiempo; tal vez podamos imaginar que un país sin crítica priva a sus propios libros de una vida larga y medianamente saludable. Claro, tal vez sea una redomada ingenuidad de mi parte creer que una crítica saludable asegura la supervivencia del más apto; pero no lo es tanto pensar que la mera existencia del ring eleva la calidad del boxeo. Uno de los grandes reseñistas de los años veinte, Henry Louis Mencken, escribió una vez lo siguiente en una carta dirigida a Dreiser (que, en tanto que mal escritor pero buen novelista, se volvía carne de reseña con cierta frecuencia): “En todo ataque, por deshonesto que sea, hay siempre una cierta cantidad de verdad… Yo he aprendido más de los ataques que de los elogios. Aun en los más despiadados hay un toque de plausibilidad. Siempre hay algo embarazoso en los elogios incondicionales. Uno sabe, en el fondo de su corazón, que no se lo merece.” Cuando el que escribe es Mencken, claro, podemos estar de acuerdo. Pero no hay demasiados “Menckens” escribiendo hoy en día en las páginas culturales colombianas. Tanto peor para nosotros.

 




JUAN GABRIEL VÁZQUEZ. (Bogotá,1973). Es autor del libro de cuentos Los amantes de Todos los Santos (Alfaguara, 2001) y de la novela Los informantes (Alfaguara, 2004).
© ‘El Malpensante’, abril de 2004
     
   
 
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