La reseña en conflicto
El caso colombiano
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
En el cuarto round de nuestro debate sobre
la crítica literaria, cambiamos el escenario sin alterar
la pregunta. ¿Cuál es su estado en Latinoamérica?
El escritor Juan Gabriel Vásquez analiza aquí
el caso concreto de Colombia.
En el prólogo de La guerra contra
el cliché, Martin Amis recuerda el tiempo en que la
gente se tomaba en serio la crítica literaria. En pubs
y en cafés, nos cuenta, se hablaba “de W. K.
Wimsatt y G. Wilson Knight, de Richard Hoggart y Northrop
Frye, de Richard Poirier, Tony Tanner y George Steiner”.
Y luego: “Puede haber sido en uno de esos locales que
mi amigo y colega Clive James formuló por primera vez
la noción de que, mientras la crítica no es
esencial para la literatura, ambas son esenciales para la
civilización”. Sin perjuicio de que la idea de
civilización que puede tener Martin Amis no está
muy cerca de la Colombia del siglo xxi, no he podido leer
ese prólogo sin algo de melancolía. Con cierta
frecuencia se oye o se dice que la crítica en Colombia
es inexistente, está muerta o carece de trascendencia;
que los pocos críticos de alto nivel habitan en la
clandestinidad, o tienen que pelear a brazo partido por cada
línea de espacio en sus medios y acaban dándose
por vencidos, o son directamente marginados por el peso de
la actualidad noticiosa. Entre todas estas opciones, ustedes
escogerán la que mejor les parezca, o tal vez las desprecien
todas. El asunto es: ¿Tiene esto alguna importancia?
Sobre todo, ¿la tiene para nosotros, quienes escribimos
y publicamos en ese ambiente?
Para evitar otros malentendidos diré de una vez por
todas que me refiero a la crítica de novedades –alias
la reseña–, que en mi país tiene tan poco
peso, entre otras cosas, debido la conspiración de
tres hechos asesinos: no hay suficientes medios que la publiquen,
no hay suficientes críticos que la escriban y no hay
suficientes lectores que la lean. O lo que es lo mismo: no
hay suficientes personas convencidas de que ese ring de boxeo
civilizado que es un suplemento de libros tenga algún
efecto material en el mundo externo, el mundo, por llamarlo
de algún modo no escrito; no hay suficientes personas
convencidas de que el oficio más antiguo del mundo,
comentar lo que otro ha dicho, sirva realmente para algo.
Steiner dice que los críticos son como esos peces que
nadan en frente de un tiburón o de una ballena, advirtiéndole
a los demás: “Ahí viene”. Un buen
crítico, según Steiner, le dice al público:
“Esto es de verdad. La razón es ésta.
Por favor, léalo.” Por supuesto que la otra tarea
del crítico es decir: “Esto es una falsedad,
una impostura. La razón es ésta. Por favor,
sépalo.” Los mejores reseñistas cumplen
otra función, más indemostrable pero cuya discusión
es también más interesante. Cuando uno lee las
reseñas de Frank Kermode, por ejemplo, o las de escritores-metidos-a-críticos
como John Updike, se da cuenta de que se esfuerzan, en cada
línea, por demostrar que la reseña puede, a
su humilde manera, ser una pequeña obra de arte; pero,
sobre todo, por ejercer de guías dentro del libro reseñado.
Aceptemos que es verdad lo que decía Nabokov: que no
es posible leer un libro, sólo releerlo, pues en la
primera lectura nuestra mente está demasiado ocupada
en el proceso dificilísimo de pasar los ojos sobre
el papel y al hacerlo construir imágenes, cronologías,
personajes; en la segunda lectura, ya conocemos todo eso y
podemos fijarnos en los placeres menos evidentes de la sonoridad
y la retórica y las resonancias estructurales, de ese
juego de pequeñas satisfacciones auditivas y
geométricas que es el texto de un buen estilista. Pues
bien, siempre me ha gustado pensar, aunque no sea comprobable
ni rigurosamente cierto, que la mejor crítica de novedades
pone al lector en condiciones de leer un libro casi como si
lo estuviera releyendo. Es decir, la mejor crítica
de novedades hace sonar la alarma acerca de esos aspectos
del libro que son de interés o de importancia y que
el lector corre el riesgo de perderse si alguien no se los
señala de antemano. El reseñista es un guía
de museo que reúne a su grupo a la entrada y dice:
“Cuando lleguemos a ver Los embajadores de Holbein —es
un ejemplo: ustedes pueden escoger el cuadro que les plazca—,
fíjense en la figura que hay en el piso, que vista
de frente es incomprensible, pero vista de lado es una calavera.”
Luego uno puede hacer con la calavera lo que le venga en gana,
decidir que es lo más importante del cuadro o que en
realidad no podía importarle menos, pero generalmente
agradecerá hasta el fin de sus días que un alma
caritativa le haya hecho caer en cuenta de su presencia.
El problema, como se imaginarán ustedes, es que no
es fácil encontrar en todos los mu-seos guías
tan informados como elegantes, tan corteses con el espectador
como con el cuadro. En cierta ocasión, Ferdinand Mount,
editor del Times Literary Supplement, me dijo que una de las
curiosidades de su carrera era haber descubierto lo difícil
que es encontrar buenos reseñistas. “Suena como
si fuera una tarea muy fácil”, me dijo, “pero
sorprende ver cuánta gente es simplemente incapaz de
llevarla a cabo, o la lleva a cabo de manera muy deficiente.
Hay con frecuencia escritores muy buenos, quizás novelistas
muy buenos, que simplemente no pueden llevar a cabo la tarea
tan sencilla de construir una reseña coherente, tal
vez porque les resulta difícil concentrarse en el libro
de otra persona. Hay algo de altruismo en la escritura de
una reseña que simplemente está fuera del alcance
de ciertas personas.” Me gusta la palabra altruismo
asociada a la crítica, tal vez por la infrecuencia
con que eso sucede. Sí: el buen crítico siempre
escribe para beneficio de otro. Pero entonces surge otra pregunta,
cuya respuesta es más sutil de lo que puede parecer
a simple vista: ¿quién es el otro? ¿A
quién va dirigida una crítica, para quién
se escribe? Cuando escribo una reseña, suelo tomarme
en serio las órdenes de Cyril Connolly, que no por
nada publicó un libro titulado Noventa años
reseñando novelas: “Al hacer la crítica
de un libro que te gusta, escribe para el autor; al hacer
la crítica de cualquier otro, escribe para el público.”
Como lector de reseñas, en cambio, siempre me ha importado
menos de qué autor, de qué libro se trate: es
el nombre del reseñista lo que importa, porque la firma
es la única línea de toda la reseña que
puede indicarme si su contenido es valioso. La firma es el
lugar donde toma cuerpo el contenido del texto; donde, por
virtud de lo que esa firma ha sostenido en otras oportunidades,
por virtud de la inteligencia o la estupidez con que la hemos
asociado antes, su elogio o su repudio adquieren sustancia.
Todos tenemos en mente una o dos firmas cuyo elogio de un
libro es razón suficiente para no comprarlo, cuyo desprecio
nos propulsa de inmediato a las librerías.
En cualquier caso, no sé si a ustedes les sorprende
el hecho de que en la literatura colombiana después
del “boom”, que es al fin y al cabo lo que hemos
venido a discutir, no haya demasiado interés por la
practica de la crítica literaria (el desinterés
de los escritores por la práctica de la crítica
es otro de los clichés que campean en las lenguas latinas,
y suele olvidarse que R. H. Moreno-Durán y Andrés
Hoyos, por citar un par de nombres de generaciones distintas,
han practicado el ensayo crítico, o bien la reseña
larga, con buena fortuna) Creo, a pesar de todo, que hay razones
de peso para que eso sea así. En efecto, es lícito
preguntarse por qué iba a interesarle a un escritor
–que constantemente concede entrevistas y aparece en
los medios y cuyos libros se venden– que se haga o no
buena crítica en su país, ya no digamos practicarla
él mismo. El primero en contestar es Baudelaire, que
decía que cada vez es más difícil ser
artista sin ser crítico. Y el último, o uno
de los últimos, es Amis, nuevamente, cuya respuesta
es más práctica y casi materialista: “Por
razones de interés propio, uno quiere mantener los
estándares altos, de manera que, cuando su próximo
libro aparezca, sea más probable que la gente sepa
por dónde cogerlo”. En un país sin crítica,
o de crítica escondida, los estándares corren
el riesgo de confundirse ineluctablemente. La crítica
trae constantemente a colación esa pregunta terrible:
¿Qué es la literatura? Piglia dice que el escritor
escribe para saber qué es la literatura. Pero lo que
me interesa ahora no es esa respuesta larga y compleja que
es un libro de ficción, sino el hecho de que esta pregunta,
como es apenas evidente, lleva implícita otra, aún
más terrible: ¿Qué no es literatura?
En un país sin crítica, esta última pregunta
no es respondida nunca, de manera que pasa por literatura
lo que no lo es. Y lo que resulta aún más grave:
en un país sin crítica, la presencia de los
autores en los medios tiende, por alguna razón, a reclamar
la importancia que debería tener su obra. Dicho de
otra forma: su obra se transforma en un apéndice sin
trascendencia, algo accesorio a sus gestos, a su imagen, a
sus opiniones, a todo lo que es banal en un escritor. Hay
en mi generación escritores que han hecho del protagonismo
banal su bandera, que han desviado la atención del
público hacia sus entrevistas, quizás conscientes
de que sería suicida permitir que el público
se concentre en su prosa. Pero en los medios masivos no hay
un aparato crítico que señale esa falsedad.
Tanto peor para nosotros.
En su conferencia ¿Qué es un clásico?,
Coetzee concluye diciendo: “La función de la
crítica está definida por el clásico:
la crítica es aquello cuya tarea es interrogar al clásico.”
Según Coetzee, los clásicos se van volviendo
clásicos a través de la superación de
los retos que la crítica les va poniendo en el camino;
así, la crítica, y de hecho la crítica
más escéptica, es la mejor aliada del clásico.
Yo quisiera ir más allá y recordar que todo
clásico fue en su tiempo una novedad: fue interrogado
como novedad, y sobrevivió a ese interrogatorio. Madame
Bovary sobrevivió al dictamen según el cual
“el señor Flaubert no es un escritor”;
el Ulises de Joyce sobrevivió a la reseña negativa
de Virginia Woolf. Tal vez podamos entonces imaginar que la
crítica sea un rito de paso necesario para el libro
que pretende sobrevivir en el tiempo; tal vez podamos imaginar
que un país sin crítica priva a sus propios
libros de una vida larga y medianamente saludable. Claro,
tal vez sea una redomada ingenuidad de mi parte creer que
una crítica saludable asegura la supervivencia del
más apto; pero no lo es tanto pensar que la mera existencia
del ring eleva la calidad del boxeo. Uno de los grandes reseñistas
de los años veinte, Henry Louis Mencken, escribió
una vez lo siguiente en una carta dirigida a Dreiser (que,
en tanto que mal escritor pero buen novelista, se volvía
carne de reseña con cierta frecuencia): “En todo
ataque, por deshonesto que sea, hay siempre una cierta cantidad
de verdad… Yo he aprendido más de los ataques
que de los elogios. Aun en los más despiadados hay
un toque de plausibilidad. Siempre hay algo embarazoso en
los elogios incondicionales. Uno sabe, en el fondo de su corazón,
que no se lo merece.” Cuando el que escribe es Mencken,
claro, podemos estar de acuerdo. Pero no hay demasiados “Menckens”
escribiendo hoy en día en las páginas culturales
colombianas. Tanto peor para nosotros.
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