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septiembre
1999
Nº 57

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reflexión
¿A quién pertenece Auschwitz?
Un superviviente del holocausto ante la película
'La vida es bella'
IMRE KERTÉSZ
La polémica película sobre Auschwitz
de un director que nació años después de los acontecimientos
sirve de pretexto a esta reflexión sobre la pertenencia del Holocausto.
Kertész es húngaro, superviviente de Auschwitz, y ha escrito
la más terrible novela sobre el tema, Sin destino. Publicará
en breve Un instante de silencio en el paredón (Herder), excepcional
ensayo del que procede este texto.
Los sobrevivientes tienen que resignarse:
con el tiempo, Auschwitz se les escapa de las manos cada vez más
débiles. Pero ¿a quién pertenecerá? No cabe
la menor duda, a la próxima generación y luego a la siguiente...
mientras lo reivindiquen, claro está.
Hay algo ambiguo y estremecedor en
los celos con que los sobrevivientes insisten en ser los únicos
propietarios de los derechos intelectuales sobre el holocausto. Como si
poseyeran un secreto enorme y singular. Como si preservaran un tesoro
inaudito. Preservarlo de la decadencia depende única y exclusivamente
de ellos, de la fuerza de su memoria; pero ¿cómo enfrentarse
al deterioro, o sea, a la enajenación, a la falsificación
y a las manipulaciones de todo tipo, y sobre todo al enemigo más
poderoso, a la transitoriedad? Miradas temerosas se aferran a cada línea
de las obras dedicadas al holocausto, a cada centímetro de cualquier
película que mencione el holocausto. ¿Es creíble
la descripción, es exacta la historia, dijimos realmente eso, sentíamos
realmente así, se hallaba el cubo precisamente en aquel rincón
del barracón, era efectivamente así el hambre, la lista,
la selección? Etcétera. . . Pero ¿qué es esta
obsesión por los detalles embarazosos y torturantes, en lugar de
intentar olvidarlos lo más pronto posible? Parece que al desaparecer
gradualmente los sentimientos vivos, el dolor y el duelo inimaginables
sobreviven en la persona como un valor al que uno no sólo se aferra
con más fuerza que a otros, sino que también debe ser reconocido
y aceptado de forma generalizada.
La liberación de la memoria
Y aquí reside la ambigüedad
de que hablé al comienzo. Porque a cambio de convertir el holocausto
con el tiempo en parte de la conciencia pública europea de
la europea occidental al menos, había que pagar el precio
que la opinión pública exige necesariamente. Casi al mismo
tiempo empezó, por así decirlo, una estilización
del holocausto que hoy en día ya adquiere dimensiones insoportables.
La propia palabra "holocausto" ya es en sí una estilización,
una abstracción remilgada de palabras de sonido mucho más
brutal, tales como "campos de exterminio" o "solución
final". Tal vez no deba extrañar que, mientras se habla cada
vez más del holocausto, su realidad el día a día
del exterminio humano se sustrae cada vez más al ámbito
de lo imaginable. Yo mismo me vi obligado a escribir en mi Diario de la
galera: "El campo de concentración sólo es imaginable
como literatura, no como realidad. (Tampoco cuando lo vivimos, que es
cuando resulta menos concebible.)" La necesidad de sobrevivir nos
acostumbra a falsificar todo el tiempo posible la realidad asesina en
que tenemos que imponernos, mientras que la necesidad de recordar nos
seduce a introducir de contrabando en nuestro recuerdo una suerte de satisfacción,
el bálsamo de la autocompasión y la autoglorificación
de la víctima. Y mientras nos entregamos a las olas tibias de la
solidaridad tardía (o a la apariencia de solidaridad), dejamos
pasar junto a nuestros oídos la pregunta real que no prescinde
en absoluto de todos los sufrimientos y que puede oírse tras los
tópicos de los discursos fúnebres de carácter oficial:
¿cómo debe el mundo liberarse de Auschwitz, del peso del
holocausto?
No creo que esta cuestión
pueda plantearse únicamente por motivos turbios. Es más
bien un anhelo natural, pues los sobrevivientes tampoco anhelan otra cosa.
No obstante, las décadas me han enseñado que el único
camino practicable hacia la liberación pasa por la memoria. El
artista confía en llegar a través de la descripción
precisa, que vuelve a conducirlo por los senderos letales, a la forma
más noble de la liberación, la catarsis, de la que quizá
también pueda hacer partícipe a su lector. Pero ¿cómo
se crearon estas obras en las últimas décadas? Podría
contar con los dedos de las manos a los escritores que crearon una literatura
verdaderamente importante a partir de la experiencia del holocausto. Un
Paul Celan, un Tadeusz Borowski, un Primo Levi, un Jean Améry,
una Ruth Klüger, un Claude Lanzmann o un Miklós Radnóti
son fenómenos sumamente escasos.
Con mucha más frecuencia ocurre
que se sustrae el holocausto a los encargados de su custodia y se producen
productos baratos a partir de él. O que se institucionaliza, se
erige un ritual moral-político a su alrededor y se constituye un
lenguaje a menudo falso: se imponen a la opinión pública
ciertas palabras que de forma casi automática generan en el lector
u oyente el reflejo del holocausto: de todas las maneras posibles e imposibles,
el holocausto es enajenado a los seres humanos. Al sobreviviente se le
instruye cómo debe pensar sobre aquello que vivió, con independecia
de si tal pensamiento coincide con sus experiencias reales; el testigo
auténtico pronto se convierte en escollo, hay que apartarlo como
un obstáculo y al final se confirman las palabras de Améry:
"Nosotros, las víctimas, apareceremos como los verdaderamente
incorregibles e irreconciliables, como los reaccionarios, en el sentido
estricto de la palabra, opuestos a la historia y el hecho de que algunos
de nosotros sobreviviéramos se presentará por último
como una avería."
Se desarrolló un conformismo
del holocausto, un sentimentalismo del holocausto, un canon del holocausto,
un sistema de tabúes del holocausto y el correspondiente mundo
lingüístico ceremonial; se desarrollaron los productos del
holocausto para los consumidores del holocausto. Se desarrolló
la negación de Auschwitz. Pero también surgió la
figura del embustero del holocausto. Entretanto conocemos a un gurú
del holocausto colmado de premios de literatura y derechos humanos, que
relató de primera mano sus indescriptibles experiencias en el campo
de exterminio de Majdanek, vividas, según él, cuando tenía
tres o cuatro años; otros, sin embargo, descubrieron que entre
1941 y 1945 no se movió de la casa de su familia burguesa en Suiza,
salvo quizá en un cochecito de bebé con el fin de dar un
paseo propicio para su salud. Hoy en día vivimos en medio del kitsch
estilo dinosaurio de Spielberg y de la algarabía absurda de la
estéril discusión en torno al monumento berlinés
dedicado al holocausto.
¿Cómo narrar el Holocausto?
Vendrá un momento, ya veremos,
en que los berlineses y también los extranjeros llegados allí
(se me aparecen ante los ojos sobre todo los grupos de diligentes turistas
japoneses) se pasearán, sumidos en cavilaciones peripatéticas
y rodeados por la batahola del tráfico berlinés, en el parque
del holocausto provisto de un parque infantil, mientras los 48.239 entrevistados
de Spielberg les susurran ¿o gritan? a los oídos
su propia historia individual del sufrimiento. (Cuando pienso en los juegos
que podría haber en ese parque infantil del holocausto, que, según
una interpretación propuesta hace unos meses en la Frankfurter
Allgemeine Zeitung, sería un regalo de los niños judíos
asesinados a sus anónimos compañeros berlineses, enseguida
se me ocurre, sin querer y seguramente por culpa de asociaciones corrompidas
por mi estancia en Auschwitz, el columpio de Boger. Es un aparato conocido
a raíz del proceso de Auschwitz celebrado en Francfort, al que,
jugando, su constructor, el ingenioso Boger, suboficial de las SS, ataba
a sus víctimas con la cabeza hacia abajo para convertir los traseros
que de este modo se le presentaban en los juguetes idóneos para
desfogar su locura sádica).
Sí, el sobreviviente contempla
con impotencia cómo le quitan su única posesión:
las experiencias auténticas. Sé que muchos no coinciden
conmigo cuando califico de kitsch la película de Spielberg La lista
de Schindler. Dicen que Spielberg prestó un gran servicio a la
causa por cuanto su película atrajo a los cines a millones de personas,
muchas de las cuales no mostraban normalmente interés por el tema
del "holocausto". Puede ser. Pero ¿por qué debo
yo, sobreviviente del holocausto y poseedor de otras experiencias del
terror, alegrarme de que sean cada vez más las personas que ven
estas experiencias en la pantalla... de manera falsificada? Es evidente
que el norteamericano Spielberg, quien, por cierto, aún no había
nacido en la época de la guerra, no tiene idea ni puede tenerla
de la auténtica realidad de un campo de concentración nazi.
¿Por qué se esfuerza entonces por plasmar en la pantalla
un mundo para él desconocido de tal manera que cada detalle parezca
auténtico? Veo el mensaje más importante de su cinta en
blanco y negro en la multitud victoriosa que al final de la película
aparece en color; pero considero kitsch cualquier descripción que
no implique las amplias consecuencias éticas de Auschwitz y según
la cual el ser humano escrito con mayúscula y con él,
el ideal de lo humano puede salir intacto de Auschwitz. Si fuera
así, hoy ya no hablaríamos del holocausto, o a lo sumo como
de un lejano recuerdo histórico, cual es, por ejemplo, la batalla
de El-Alamein. Considero también kitsch cualquier descripción
incapaz o no dispuesta a comprender que existe una relación orgánica
entre nuestra forma de vida deformada tanto en el plano de la civilización
como en el de lo privado y la posibilidad del holocausto; es decir, considero
kitsch cualquier descripción que procura tratar el holocausto de
una vez para siempre como algo ajeno a la naturaleza humana y expulsarlo
del ámbito de experiencias del hombre. Además, considero
también kitsch degradar Auschwitz a un simple asunto entre alemanes
y judíos, o sea, algo así como una incompatibilidad fatal
entre dos colectivos; prescindir de la anatomía política
y psicológica de los totalitarismos modernos; no concebir Auschwitz
como una experiencia universal, sino como algo limitado a los directamente
afectados. Por otra parte, considero kitsch todo cuanto es kitsch.
Tal vez no haya mencionado hasta
ahora que hablo desde el comienzo de una película: de La vida es
bella de Roberto Benigni. En Budapest, donde escribo estas líneas,
la película (¿aún?) no ha sido estrenada. Y si se
estrena, no provocará, a buen seguro, las discusiones que, según
he oído, ha despertado en Europa occidental; aquí el holocausto
se calla de otra manera, se comenta de otra manera (cuando es inevitable
hablar de él) que en Europa occidental. Aquí, el holocausto
se considera desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el día
de hoy un tema delicado, protegido por barreras de tabúes y eufemismos
ante el proceso brutal que supone descubrir la verdad.
Así pues, vi la película
con ojos inocentes, por así decirlo (en vídeo). Como no
he oído las objeciones ni he leído los textos críticos,
no atino a imaginar, para ser sincero, qué le discuten a la película.
Supongo que vuelve a sonar el coro de los puritanos del holocausto, de
los dogmáticos del holocausto, de los usurpadores del holocausto:
"¿Puede uno hablar así del holocausto?" Pero ¿qué
significa, bien mirado, este así? Así de divertido, utilizando
los recursos de la comedia, dirán sin duda aquellos que vieron
la película con las anteojeras de la ideología (o, para
ser exactos, no la vieron) y no entendieron ni una palabra, ni una escena.
Se les escapó, sobre todo,
que la idea de Benigni no es cómica, sino trágica. Sin duda,
la idea, como también el personaje protagonista, Guido, se despliega
con suma lentitud. En los primeros veinte o treinta minutos de la película
nos sentimos entre los bastidores de una farsa pasada de moda. Sólo
más tarde entendemos hasta qué punto esta introducción
aparentemente ilógica es parte orgánica de la dramaturgia
de la película, y de la vida. Cuando empezamos a percibir cada
vez más como insoportables las bufonadas del protagonista, poco
a poco aparece el mago tras la máscara del payaso. Levanta su varita,
y a partir de ese momento cada palabra, cada centímetro de película
se transfigura. En el folleto informativo que se adjunta al vídeo
leo que los creadores de la película prestaron suma atención
a la autenticidad de los objetos, a los accesorios, etcétera. Por
fortuna no lo consiguieron. La autenticidad reside en los detalles, pero
no necesariamente en el parecido material. En la película, la puerta
del campo se parece a la entrada principal del campo real de Birkenau
como el buque de guerra en La nave va de Fellini al buque insignia real
de un almirante austrohúngaro. Aquí se trata de otra cosa:
el espíritu, el alma de la película es auténtico.
La película nos afecta con la fuerza de la magia más antigua:
la magia del cuento.
Benigni frente a Spielberg
Sobre el papel y a primera vista,
el cuento parece bastante torpe. Guido miente a su hijo Giosuè
diciéndole que Auschwitz es un simple juego: que se valora por
puntos cómo supera cada uno las dificultades y que el vencedor
ganará un "tanque de verdad". ¿No reconocemos
en esta mentira una característica esencial de la realidad vivida?
El hedor de la carne quemada nos revolvía el estómago y,
sin embargo, no podíamos creer que fuera cierto. El hombre prefería
entregarse a pensamientos más optimistas, a aquellos que lo incitaban
a sobrevivir, y un "tanque de verdad" es precisamente una promesa
seductora de este tipo para un niño.
La película incluye una escena
de la que supongo que se hablará mucho. Pienso en el momento en
que el héroe de la cinta, Guido, asume el papel de intérprete
y traduce a los habitantes del barracón y sobre todo, por supuesto,
a su hijo, las órdenes introductorias del suboficial de las SS,
con las cuales éste comunica el reglamento del campo a los prisioneros.
La escena abarca contenidos imposibles de describir en un lenguaje racional
y, sin embargo, expresa todo sobre el absurdo de ese mundo horrible y
sobre la fuerza anímica a pesar de todo inquebrantable de las personas
impotentes y falibles que se oponen a la locura. Nada de gigantomanía,
de obsesiones torturantes y sentimentales por el detalle, de flechas rojas
indicativas sobre fondo gris. Todo es tan claro, sencillo, todo se dirige
de forma tan directa al corazón, que uno siente las lágrimas
asomarse a los ojos. La dramaturgia de la película funciona con
la precisión simple de las buenas tragedias. Guido debe morir,
y debe morir cuándo y cómo muere. Antes de su muerte ya
sabemos qué hermosa y valiosa es para él la vida ejecuta
todavía algunas bufonadas chaplinescas para dar fe y fuerza al
muchacho que observa desde su escondite. Habla a favor del gusto seguro
y del estilo irreprochable de la película el hecho de que no veamos
la muerte: pero los disparos de ametralladora que se oyen brevemente también
poseen una función dramatúrgica y contienen un mensaje importante
y aplastante. El muchacho ve por fin acercarse el premio del "juego":
el "tanque de verdad". En ese momento, sin embargo, la historia
ya está dominada por la tristeza de un juego que se ha echado a
perder. Este juego, según entendemos, se llama en otros sitios
civilización, humanidad, libertad, todo cuanto el ser humano ha
considerado desde siempre un valor. Y cuando el hijo, en brazos de la
madre reencontrada, grita: "¡Hemos ganado!", esta palabra
equivale a un doloroso poema fúnebre por la fuerza de aquel momento.
Benigni, el autor de la película,
nació en 1952, según he leído. Es el representante
de una nueva generación que lucha con el fantasma de Auschwitz
y que tiene el valor y la fuerza de reivindicar esta triste herencia.
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