
|

octubre
2000
Nº 70

Suplemento especial
Cuentos mexicanos
home
|
Nacionalismo
Algo más que un panfleto
EUGENIO TRÍAS
Desearía que el lector advirtiera el trasfondo
de la argumentación que esgrime Javier Ruiz Portella en este texto.
Una argumentación que se explicita sobre todo en los párrafos
finales del texto. Éste no es un simple alegato en contra de los
nacionalismos; ni siquiera lo es en relación al que más
directamente le concierne (o nos concierne): el nacionalismo en su forma
de manifestarse en Cataluña en estos últimos años.
Es, más bien, un correctivo y una advertencia a los modos habituales
de combatirlo. Y un esfuerzo serio por asumir algunos aspectos que el
nacionalismo (o nuestro nacionalismo más cercano) integra en su
peculiar ideología, aunque torciendo hacia sus propios meridianos
intelectuales lo que, en principio, podría concebirse de otro modo.
Con buen tino Ruiz Portella polemiza con el marco ideológico
desde el cual, a veces de modo impremeditado, otras de manera plenamente
consciente, se intenta combatir el nacionalismo en su expresión
más próxima (catalana). Polemiza decididamente con dos orientaciones
que desvirtúan, a su modo de ver, el peso de los argumentos con
que ese nacionalismo suele combatirse. Y en ello, creo, anda muy acertado
el autor de este texto en su diagnóstico. Cuestiona, en efecto,
el utilitarismo con que se asumen, de manera acrítica, temas tan
sensibles para todos como la lengua. Y asimismo el marco individualista
mediante el cual se intenta construir, de manera harto reductiva, cierta
idea, por lo demás irrenunciable, de ciudadanía.
Rebate, en primer lugar, la idea de que la lengua sea
un simple medio o instrumento de comunicación. Lo problemático
de esta idea no estriba tanto en la comprensión comunicativa de
la lengua. Pues todo depende del alcance que demos a lo que por "comunicación"
entendemos. Lo grave de esta comprensión de la lengua consiste
en concebirla como medio o como instrumento. La lengua no es tal cosa.
Es algo inherente a nuestra realidad, a nuestro "ser en el mundo";
es una cualidad propia (como dirían los estoicos) que constituye
nuestro ser persona. La lengua es comunicación, ciertamente, en
la medida misma en que es la expresión de un modo de ser y de sentir.
Sin llegar a configurar una "concepción de mundo", como
creen algunos antropólogos (siguiendo en esto la estela de las
filosofías del lenguaje románticas, las de Herder y Humbold),
sí es un a priori que esquematiza y formaliza el modo en el cual
la realidad del mundo y de nuestra experiencia de vida se produce. Es,
desde luego, comunicación; pero sólo si se comprende que
en esa comunicación tiene lugar la expresión más
genuina de lo que somos.
La erótica del lenguaje
La lengua no sirve sólo, instrumentalmente, para
comunicarnos en la "era de la comunicación". Es, sobre
todo, un modo propio de expresión (erótica, poética,
novelística, filosófica). Y esto atañe a todas aquellas
lenguas que nos conciernen en nuestra sociedad (catalana) marcada por
el bilingüismo. Este solo hecho confiere gravedad y urgencia a la
necesidad de asumir esa doble realidad entrecruzada de la expresividad
(poética, filosófica) de la lengua como la definición
propia y ajustada de una identidad localizada en su mismo carácter
complejo.
El error del nacionalismo no consiste en insistir en lo
local en la era de la globalización. Más bien debe verse
en ello su inexpugnable virtud. El error consiste en concebir lo local
de modo simple; o en no advertir la mediación e incidencia de esa
globalidad, a través de instancias intermedias, en esa misma localidad,
de manera que ésta comparezca en su verdad: como un lugar marcado
por la complejidad (en términos lingüísticos y en términos
de pertenencia o de conciencia de identidad).
Llevo insistiendo en que esa articulación es más
bien un sentir común; y no un lugar de necesario conflicto. Es
erróneo y demagógico extrapolar a este importante y trascendental
terreno la canción de Antonio Machín, cuyo contexto es conocido:
la de una doble amante: por un lado, su esposa, madre de sus hijos; y
por otro, quien le proporciona placer sexual. No, no es lícito
proyectar, chistosamente, la duplicidad de la canción bolero a
un tema tan serio y complejo como la articulación dialéctica
de nuestra doble identidad lingüística y de pertenencia. Se
puede ser catalán y español sin demasiado problema (las
estadísticas muestran que eso es más bien la regla que la
excepción). Y se debería vivir en plenitud "en catalán",
asumiendo, sin excesivo costo, esa doble lengua que, según los
casos, implica un predominio del catalán o del castellano. Lo local
lo es como lugar de complejidad; no de una esencia simple que se define
por exclusión de una sombra a la que se da el valor de un chivo
expiatorio.
El segundo punto cuestionado es el individualismo. No
somos individuos; simples átomos flotantes agregados que formamos
por pura asociación contractual una sociedad. Somos más
bien complejas realidades personalizadas, o personas, que componen una
comunidad que lo es no sólo de los vivientes; formamos comunidad
con la tierra y con la atmósfera, o con el aire que respiramos
(como muy bien señala Ruiz Portella); formamos asimismo comunidad
entre los vivos y los muertos. Obviar esto es equivocado. Magnificarlo
es terrible. Lo primero sucede en las ideologías abstractas, liberales
e individualistas. Lo segundo es propio de los nacionalismos melancólicos.
Llevo tiempo insistiendo en ese carácter personal
que define nuestra realidad existencial propia. No hace mucho lo expresé
con rotundidad en un artículo titulado "Persona y comunidad".
Y no puedo menos que alegrarme de que esa prioridad dada a lo personal
haya sido, en la última campaña electoral, asumida radicalmente
por uno de los partidos mayoritarios.
Estamos ante una reflexión necesaria que quiere
profundizar en un debate que, con excesiva frecuencia, se limita a repetir
grandes tópicos estériles por ambos frentes. El texto de
Ruiz Portella se esfuerza, y consigue, transcender esos tópicos
(y el tedium vitæ que acaban produciendo).
|
|