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octubre
2000
Nº 70

Suplemento especial
Cuentos mexicanos
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Nacionalismo
¿España es sólo un símbolo?
JAVIER RUIZ PORTELLA
Señoras y señores, ¡España
existe! Ésta es la tesis que Javier Ruiz Portella se atreve a defender
en este artículo. Un texto que, sin duda, ha venido a sembrar la
guerra y no la paz. En boca del escritor y editor barcelonés, los
conceptos sagrados del armazón nacionalista patria, raíces,
esencia, identidad nacional se reducen a simples "¡Monsergas!".
Qué mueve al hombre nacionalista, a ese hombre
que, por un lado, comulga con los valores universales razón,
consumismo, utilitarismo, productividad y que, por otro, se aferra
con todas las fuerzas de su ser a algo aparentemente irracional, a un
trozo de tierra, a un pasado, a una lengua, a esas cosas con las que nadie
va a hacer dinero alguno, esas cosas tan manifiestamente inútiles,
tan imprácticas desde el punto de vista de los valores que rigen
a nuestra época? [...]
Páginas valientes
Porque la realidad a la que nos enfrenta el nacionalismo
se desparrama en diversas direcciones a la vez; porque nos va a enfrentar
a toda una inmensa paradoja; porque estas páginas visceralmente
opuestas tanto al nacionalismo en general como al catalanismo en particular
deberán no obstante reconocerle como un aliento en el que no deja
de anidar un cierto tipo de grandeza: por todas estas razones, el presente
ensayo no pretende ni puede pretender bajar a la arena política
propiamente dicha.
Y sin embargo, estas páginas se mojan, se enzarzan
en la contienda, pero lo hacen sin pretender zanjar propiamente nada;
es decir, sin definir proyectos, soluciones, remedios encaminados a resolver
de tal o cual forma los conflictos, a organizar de tal o cual modo la
vida de un país sometido a la vorágine nacionalista. [...]
¡No estoy solo!
El naufragio del pasado entre las aguas del presente;
la ruptura dicho más concretamente con lo que siempre
había significado la tradición, deja al hombre moderno irremediablemente
solo, desarraigado, perdido como rayo fugaz que surge y se desvanece en
el tiempo. Y ésta es precisamente la soledad que no conoce que
intenta no conocer el hombre nacionalista. Es éste el desarraigo
frente al cual se alza con todo su ser. Tal es su paradoja y su grandeza:
la de un hombre que, profundamente imbuido de todos los valores de la
modernidad, se lanza sin embargo a la búsqueda insaciable de su
pasado: un pasado que es llevado a la palestra, actualizado en presente,
reactivado en la afirmación de la identidad nacional.
Da igual que esta rememoración del pasado sea imaginaria
o real; o que constituya, más probablemente, una mezcla de fantasía
y realidad. No estamos contemplando ahora el contenido resentido
o altanero de lo que el hombre nacionalista afirma respecto a la
historia. Estamos contemplando lo que late por debajo de semejante afirmación;
es decir, este gesto mediante el cual se intenta dar sentido a una comunidad
de hombres anclados en el tiempo y el espacio; este gesto con el que,
buscando a tientas entre las sombras de la historia, unos mortales que
como modernos que son, se saben tales; es decir, perecederos y fugaces
intentan de algún modo borrar la fugacidad, hallar algo como una
perennidad, entroncarse con quienes ya se fueron para siempre, engarzarse
en lo que éstos hicieron y fueron.
Semejante entroncamiento tiene un nombre: nación.
¿Qué otra cosa significa afirmarse, saberse miembro de una
nación, sino sentirse unido a la comunidad de los vivos y de los
muertos que constituye la nación? Claro está que tal entroncamiento
es heterogéneo. Por supuesto que quienes nacionalistas o no
experimentamos el sentimiento de pertenecer a una nación sabemos
que poco tienen en común nuestras andanzas de hoy con las de quienes
llevaron ayer nuestro mismo nombre: ambas son formas distintas si
es que no opuestas de responder al estupor de los hombres ante la
vida, de afrontar el acerado desafío de existir y morir. Por supuesto
que, al encarar como hoy encaramos tal desafío, nos hallamos infinitamente
más cerca de cualquier contemporáneo que habite en las antípodas,
que de aquellos antepasados que, siglos atrás, ocuparon acaso esta
misma vivienda en la que hoy habitamos.
Por supuesto que formar parte de una nación significa
saber o intuir la heterogeneidad infranqueable que representa
el tiempo. Pero también significa saber que, pese a tal heterogeneidad,
una especie de aliento común nos une a todos aquellos que han constituido
durante siglos nuestra comunidad, nos hermana a todos aquellos que han
ocupado nuestra misma tierra, respirado este mismo aire, hablado nuestra
misma lengua, gozado de esta misma intensidad de la luz, paladeado este
mismo aroma de las cosas. Formar parte de una nación significa
saber o mejor dicho: sentir que las hazañas y gestas,
las ruindades y vilezas, las grandezas y miserias cometidas a lo largo
de los tiempos por los hombres de una cierta comunidad, no me son indiferentes,
no son intercambiables con las realizadas por los hombres de cualquier
otra comunidad.
¿Por qué no serían intercambiables?
¡Por supuesto que lo son!, exclama el hombre moderno, el hombre
que afirma la unidad indiscriminada del género humano, aquel que
defiende el predominio del individuo reducido a su estricta individualidad.
¿Qué me puede importar añade este hombre
un pasado con el que, en el fondo, nada tengo que ver? ¿Qué
es este "aliento común", qué es esa cosa basada
en algo tan insustancial como una luz, una tierra, una lengua? Todo eso
no son sino accidentes, curiosidades ¡Monsergas! ¿Qué
más da comunicarse en tal o cual idioma, vivir en tal o cual tierra?
¿Qué sentido, qué utilidad hay en ello?
No hay en ello, en efecto, sentido alguno siempre que
presupongamos que "sentido" significa "utilidad";
siempre que afirmemos como afirma el hombre utilitario que el
sentido sólo radica en aquello de lo que se desprenden beneficios
materiales, o en aquello que se justifica mediante analizables razones.
No, es cierto: ni la razón ni la utilidad es lo que mueve a los
hombres de una nación nacionalistas o no a sentirse partícipes
del pasado de su país. La razón no tiene nada que ver con
ello: estamos ante un asunto en el que sólo imperan los sentimientos,
la sensibilidad, la emoción. [...]
Sociedad bilingüe
Nadie, es cierto, parece tener conciencia de ello, pero
lo que en el fondo se debate hoy en Cataluña es nada menos que
esta cuestión: la posibilidad la voluntad también
de llevar a cabo (o no) algo que significaría una extraordinaria
creación, una auténtica innovación social-his-tó-ri-ca
[:la consecución de una auténtica sociedad bilingüe].
[...]
Todo está ahí para conseguirlo, todo apunta
a que sí, a que semejante milagro no constituye ninguna utopía:
es posible, es realizable, si se quiere (en los dos sentidos de la palabra
querer: si se desea hacerlo y si se ama aquello que se podría conseguir).
¿Cómo, en efecto, no sería posible que el aire mismo
de Cataluña estuviera tejido por sus dos lenguas, atravesado por
ellas en condiciones de igualdad? ¿Cómo no sería
posible cuando semejante aire es el que todos y cada uno de nosotros respiramos
cada día?
Pensemos pues en este país por el que basta hoy
pasearse por sus calles para sentir la constante presencia de estas dos
lenguas que con la mayor naturalidad del mundo impregnan con su luminosidad
el aire. []
Pero semejante impregnación no basta para hacer
que un país sea bilingüe en el sentido que hemos apuntado.
Semejante impregnación que es de carácter factual;
que constituye la consecuencia de toda una serie de condicionantes históricos
y sociológicos sólo significa que Cataluña tiende
hacia un bilingüismo auténtico; sólo significa que
puede alcanzarlo o lo podría, si así lo quisiera el querer
mayoritario de su gente.
Pero no lo quiere; he ahí toda la dificultad. Lo
que quiere la inmensa mayoría de la gente genuinamente catalana,
como ya dijimos, es una especie de "bilingüismo cojo",
una situación en la que el catalán fuera la lengua dominante,
la única que latiera y viviera auténticamente, por más
que se siguiera usando el castellano en aquellos ámbitos en que
resulta inevitable usarlo. Es el propio Estatut de Catalunya el que plasma
tal sentir con inequívoca claridad cuando proclama al catalán
como única "lengua propia de Cataluña" para, acto
seguido, inclinarse ante el principio de la cooficialidad de ambos idiomas.
[...]
Darle un sentido a la vida
La necesidad de llenar el vacío que se abre bajo
los pies del hombre moderno; la sed de descubrir algo algo por fin
noble, grande, enaltecedor que dé sentido a nuestras vidas;
el ansia por envolverse en el calor de una comunidad, por alejarse de
la vociferante y promiscua soledad moderna; el afán por tender
un hilo entre los muertos y los vivos, por no dejarlos tan muertos, tan
solos (tan muertos y tan solos como la ausencia de pasado nos dejará
a nosotros un día): he ahí lo que, soterrado en el alma
del hombre nacionalista, le mueve sin duda y permite comprender su gesto.
Es más, he ahí lo que permitiría incluso admirar
ese gesto si, para afirmar las cosas que afirma, el hombre nacionalista
no considerara necesario negar las muchas otras que niega.
¿Por qué las niega? ¿Por qué
reniega de España el hombre nacionalista catalán (o el vasco)?
¿Qué sentido tiene hacerlo si lo que se quiere es afirmar
las raíces vascas o catalanas? ¿No salta a la vista que
tales raíces son simultáneamente españolas? ¿Por
qué, en una palabra, todo este delirio en pos de la unicidad cuando
se tiene entre las manos la más profunda dualidad?
Sin duda porque algo se opone visceralmente, en el ser
profundo de los hombres, a que éstos asuman la dualidad. Sin duda
porque el imperio de lo Uno siempre ha regido la vida del hombre, y aún
más la del hombre-masa de hoy. Sin duda porque el hombre teme los
vértigos y recela de las alturas, rehúye lo sinuoso, evita
lo complejo, busca cobijo en lo plano, se conforta con lo unívoco
y se complace con lo sencillo.
Para decirlo con la máxima concreción: porque
es infinitamente más cómodo y sencillo hablar una lengua
que expresarse en dos, reconocerse en una única identidad que asumir
simultáneamente dos.
Y puestos a elegir una sola, se elige la más cercana,
la más íntima, la más familiar. Todo el espíritu
del nacionalismo victimista de hoy está envuelto en la exaltación
de lo íntimo y familiar, de lo pequeño y recoleto.
Sólo así el hombre nacionalista se siente
en el ámbito de lo propio, "en casa", entre los suyos,
sumido en la emoción que depara lo colectivamente entrañable,
lo íntimo. Sólo "aquí". Nunca "allí",
tan lejos, entre "los otros". [...]
O lo uno o lo otro
Lo que pierde al hombre nacionalista no es alzarse frente
al uniforme gris del hombre globalizado. Lo que le pierde es su maniqueísmo,
su incapacidad de asumir a la vez dos cosas distintas. O lo uno o lo otro,
exclama desde lo hondo de su alma el hombre nacionalista. O bien soy catalán
(o vasco, o gallego), o bien soy español. Y como nuestro hombre
es afortunadamente catalán (o vasco, o gallego), la conclusión
cae entonces por su propio peso: el hombre nacionalista se cierra ensimismado
en su especificidad; todo su pasado y su presente español queda
deshecho, reducido a ese vínculo puramente externo que es la pertenencia
jurídico-política a un Estado. La vieja piel de toro queda
reducida, para él, a su mero pellejo. España se convierte
en puro envoltorio, mera cáscara. [...]
Javier Ruiz Portella, España
no es una cáscara, Áltera, Barcelona, 2000.
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