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enero 2001
Nº 73

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Entrevista

Ricardo Piglia
"El arte es extrañamiento: una manera nueva de mirar lo que ya vimos"

Entrevista de JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Ricardo Piglia (Adrogué, Provincia de Buenos Aires, 1941) es uno de esos casos curiosos: autor experimental pero, al mismo tiempo, intensamente legible. La droga, el dinero, la esquizofrenia y la homosexualidad forman parte de su novela más reciente, Plata quemada, que narra el robo a un furgón blindado por parte de tres delincuentes y su enfrentamiento final con la policía. A pesar de ser considerado desde hace varios años un autor fundamental de la literatura argentina, Piglia era, hasta ahora, un casi desconocido en España. Eso ha cambiado estrepitosamente. Además de Plata quemada (Premio Planeta Argentina, 1997), Anagrama ha publicado los ensayos de Formas breves y Lengua de Trapo se ha encargado de los relatos de Prisión perpetua.

Usted nació en Adrogué, pero se mudó a Mar del Plata debido a una historia de "rencores y odios barriales", según se cuenta en uno de sus libros. ¿Qué quiere decir esto?

Hay un momento de corte en la historia política argentina: el derrocamiento de Perón en 1955. El peronismo, que había sido un gobierno con características complejas ­cierto autoritarismo, cierto culto a las personalidades de Perón y de Eva Perón­, había dividido a la sociedad en dos. Mi padre era peronista; cuando cayó Perón, nosotros empezamos a sentir la presión del cambio político. Vivíamos en Adrogué, un suburbio de Buenos Aires donde los lazos familiares y de amistad se entreveran y los conflictos políticos y personales se potencian. Nos fuimos a Mar del Plata y mi padre empezó de nuevo. Fue un cambio que yo viví de un modo muy dramático. Tenía 16 años y era una especie de Holden Caulfield bonaerense: todo lo vivía rabioso y con la sensación de que tenía que escapar. Pero fue muy benéfico, porque Mar del Plata es una ciudad con una vida cultural muy intensa. Y ahí empecé a escribir.

Al llegar a Mar del Plata pude inventarme otra personalidad. En Adrogué todos me conocían desde que había nacido; en Mar del Plata, en cambio, podía decir que quería ser un escritor, podía asumir un perfil que yo mismo me construía. Entonces me ligué a la gente de un cine club histórico, y a los aspirantes a escritores, estudiantes crónicos, periodistas que hacían la bohemia de la ciudad. Mar del Plata es fantástica porque es un sitio de veraneo que en invierno queda convertido en una especie de lugar desprotegido, un pueblo que tiene todas las características de una gran ciudad: muchos cines, muchos bares que están vacíos siete meses por año. Había uno al cual iba la gente que jugaba en el casino: Ambos Mundos. Estaba abierto toda la noche. Ahí, como jefe de la mesa de discusión, estaba este norteamericano que contaba una historia muy extravagante sobre sí mismo. Decía que era un escritor importantísimo que había publicado varios cuentos en el New Yorker. Pero se contaban otras cosas. ¿Por qué ese hombre tan culto, tan refinado, que vivía sin trabajar, estaba ahí? Porque había venido siguiendo a una mujer, una novia de Nueva York casada con un empresario de la pesca que había sido trasladado a Mar del Plata. Lo cierto es que él fue un gran maestro para mí: él me hizo conocer esos libros de literatura norteamericana que no circulaban fácilmente. Después yo me fui; él murió al poco tiempo. Entonces traté de recobrar el clima, la emoción que me había provocado ese encuentro, en Prisión perpetua.

 

¿Cuáles fueron esas lecturas?

Fitzgerald. Él consideraba, y tenía razón, que El gran Gatsby era uno de los libros importantes que se habían escrito. Alrededor de Fitzgerald había una discusión ­que hoy se ha hecho muy tensa y que en ese momento era menos perceptible­ entre novelas más comerciales y otras más europeas, en el sentido de tradición de alta cultura. En ese momento había escritores norteamericanos que eran grandes artistas y, sin embargo, estaban relacionados con un mercado amplísimo. Fitzgerald, Faulkner, Hemingway. Grandes escritores que vivían de la literatura. Ellos fueron los últimos de una gran tradición: lectores y admiradores de Joyce, hombres que estaban en sincro con las pequeñas revistas a pesar de vender mucho. Esa tensión mató a Fitzgerald; a Hemingway lo convirtió en una especie de fantoche pegado a la figura que la cultura de masas le pedía ­cazador de leones, guerrero­, y que fue la que arruinó la obra de la segunda mitad de su vida. Plata quemada podría ser una respuesta mía a esa problemática: una novela escrita con todos los instrumentos de una técnica narrativa experimental pero que parte de una historia popular. ¿Cómo podemos hacer que una novela responda a las exigencias artísticas más rigurosas ­fluidez en los puntos de vista, circulación de los narradores, lengua experimental­, y mantener sin embargo un núcleo temático de melodrama y de excesos que habitualmente pertenecen a los géneros populares?

 

La voz narradora de Plata quemada es una de las virtudes de la novela. En ella se mezclan hábilmente registros tan distintos como el periodístico, el policial, el psiquiátrico y el monólogo interior. ¿Necesitó de mucha experimentación consciente para llegar a este resultado?

La novela tuvo muchas versiones. La empecé a escribir en 1968, después de terminar mi primer libro. Por una serie de azares, le había mandado unas cajas con manuscritos a mi hermano, y de pronto él tuvo que arreglar su casa y me las mandó de vuelta. Cuando abrí la primera caja me encontré con la novela. Ya la había olvidado, y creo que fue un milagro: si abro otra caja y me encuentro con cartas viejas, las tiro todas. El narrador no surgió como una decisión determinada, sino como un intento de hacer una narración coral, porque para mí la clave del libro era esa especie de tragedia que tiene. Pensé en el coro de la tragedia griega: el periodista, las versiones que iban comentando el destino trágico de los personajes. Las voces que el Gaucho Dorda, ese personaje esquizofrénico, escucha en su cabeza, son la metáfora del Narrador, con mayúscula. Eso fue lo que hizo que tuviera sentido escribir esta novela: la búsqueda de cómo contarla. O, por ejemplo, el invento ­es obvio que es un invento­ del policía que escucha. Es un artificio técnico, necesario para contar lo que pasa en el departamento sin tener que acudir a un narrador omnisciente. ¿Cómo hacer para poner los diálogos del departamento si uno no confía en la omnisciencia? Es una especie de protocolo Henry James.

 

¿Qué pasó entre 1968 y la escritura final de Plata quemada?

Hubo una serie de libros importantes. Leí sobre todo esos libros periodísticos de los setenta que comenzaban a incorporar una novedad importante: se utilizaba un grabador para recopilar las historias. Los libros de Oscar Lewis, por ejemplo: Los hijos de Sánchez y La vida, un libro sobre las prostitutas portorriqueñas en Nueva York. En ellos aparecían las voces vivas de los narradores, y esto produjo un corte en relación con los sistemas de representación de la voz y de la narración. Lo que me interesó fue hacer esto ficcional: decir que estaba utilizando un grabador y reconstruir inventando, que es lo que hago en la novela y lo que hice en un relato, "Tajares 55". Decir: "Este libro está hecho con la técnica de grabar las varias historias, y yo no he intervenido", cuando en realidad soy yo el que inventa cada una de las historias. Era una declaración: los escritores estamos dispuestos a resistir el embate de este instrumento que me parecía, por otra parte, muy productivo. En eso también estoy con Brecht: hay que estar atento a las renovaciones técnicas. Ese camino produjo después una serie de textos en Argentina y en todos lados: los libros de Elena Poniatowska, por ejemplo. Ése es el contexto en el que yo imagino este libro. Es un intento por trabajar con las convenciones del relato verdadero que usa grabadores, pero ficcionalizando esas convenciones. En lugar de grabar la historia, producir uno mismo las voces. En una primera versión, toda la novela sucede en el departamento donde los asaltantes están sitiados por la policía. En una segunda versión, empieza en el momento en que alguien los denuncia en Montevideo, porque los han visto cambiar la chapa de un auto. Ellos matan a un policía y quedan desconectados. Y luego, por fin me di cuenta de que tenía que empezarla donde empezaba: con el robo. La estructura de los hechos tenía que ser fiel, y era en el trabajo con los personajes donde yo tenía que ser libre.

 

Quisiera que habláramos un poco de Brecht, un escritor que usted cita mucho y que el mundo contemporáneo no tiene en demasiada estima.

Claro, él ha quedado muy ligado a cierta lectura de la tradición socialista que es un poco esquemática. Yo lo leo más bien en la tradición de la vanguardia. Me interesan mucho su prosa, sus relatos, sus piezas breves y también sus reflexiones, que son extraordinarias. Entre ellas, hay una muy sugerente: la idea de que hay una gestualidad y un uso del lenguaje que condensan sentidos sociales. Como si uno fuera extranjero y se moviera dentro de una realidad, percibiendo el funcionamiento de esa nueva sociedad desde afuera, solamente por el uso del lenguaje y de cierto tipo de posturas, de sistemas de organización de las redes sociales: cómo se saluda la gente, cómo se sienta, etcétera. Eso me ayudó mucho a darle al trabajo de Plata quemada un sentido que no fuera solamente naturalista o costumbrista. ¿Cómo trabajar un mundo cerrado, cuyo lenguaje parece una lengua extranjera, sin hacer de esto una mera reconstrucción antropológica o una visión costumbrista del habla de ciertos sectores? Para Brecht, ahí se deben encerrar sentidos que hablen del conjunto de la sociedad y no solamente de ese sector. De inmediato surgieron dos o tres cuestiones que excedían el ámbito de la novela: la droga, la sexualidad y el dinero, que para mí serían signos nítidos de esto que se llama el gesto social.

La droga es la mercancía por excelencia, el lugar donde la sociedad condensa esta relación entre consumidor y producto: todas las otras mercancías aspiran a construir adictos. La droga, repudiada por toda la sociedad, es al mismo tiempo su metáfora más perfecta. Pero, más allá de esa mirada moralizante, aparece la noción de que ahí existe una metáfora de la sociedad.

Lo mismo en relación con las identidades sexuales. ¿Qué quiere decir que hombres que exhiben los gestos más visibles de la virilidad y del machismo, hombres que viven en situaciones extremas, que son héroes, tengan entre sí relaciones sentimentales? También eso me pareció muy interesante. Me permitía discutir el esquematismo de la cultura gay, esa exigencia del derecho a ser una pareja. La cultura gay tiende por momentos a ser un espejo de lo que la sociedad estabiliza como un tipo de relación normalizada. Los individuos de la novela no tienen nada que ver con eso, no pertenecen a esa cultura. Creo que la película subrayó demasiado ese costado de la historia.

Finalmente, el dinero, que también tiene un sentido literario, metafísico y metafórico. En algún momento me di cuenta de que el dinero funcionaba como el mal, que era una versión contemporánea del demonio. Poner estos elementos ­que son básicos en la construcción del relato­ me permitió contar de nuevo esta historia lisa que se ha contado mil veces y lograr que se abriera hacia un significado añadido.

 

¿Cómo opera en Plata quemada esa otra idea de Brecht, la del efecto distanciador del lenguaje?

Rodrigo Fresán señalaba el otro día algo muy interesante: el uso del lenguaje que hace Anthony Burgess en La naranja mecánica: un lenguaje que funciona no enfriando la relación, sino estableciendo un vidrio a través del cual se ve. Para mí también era importante manejar la óptica Henry James en relación con el distanciamiento de Brecht. El distanciamiento, diría Henry James, es móvil: la distancia no es siempre la misma, pero siempre existe. Uno tiene que encontrar un movimiento que le permita acercarse y luego alejarse, estar adentro y luego afuera. Por momentos, narra alguien que no sabe lo que está pasando; por momentos, alguien que conoce toda la historia. La hipótesis del distanciamiento es importante, porque implica mirar la vida cotidiana como si la viéramos por primera vez. El distanciamiento es desfamiliarización. El arte es extrañamiento: una manera nueva de mirar lo que ya vimos. En cuanto a estilo, había que trabajar con una lengua que no arrastrara los clichés de lo que suponemos estilo literario. Es decir, construir un estilo que surgiera de la propia masa verbal y de la anécdota.

 

¿Qué tanto de la anécdota aparecía en los documentos que usted consultó?

Una parte aparecía en los documentos, una parte fue ficcionalizada. El epílogo forma parte de la novela, por supuesto. Es una convención de verosimilitud. El epílogo menciona el viaje en el que yo conozco a la concubina del Cuervo Mereles, y se dice que ése es el punto de partida de mi interés por la historia. Pues bien, yo nunca hice ese viaje, ni me encontré con esa mujer. Pero tenía que respetar las reglas y plantear las cosas como si todo hubiera sido de esa manera. No hubo tantos documentos jurídicos ni hubo un fiscal en Uruguay que me llevó a conocer las cosas. Pero eso era lo que había que decir. Aquí estamos hablando de cómo un escritor estructura sus materiales. No creo que eso influya en la lectura del libro. A mí me interesaba que la gente leyera esta historia como si fuera toda real, y los lectores la leen así. Después podemos hablar y publicar críticas, pero el marco teórico está definido de esa manera. Y me costó mucho tiempo encontrarlo.

 

Usted tiene una especie de filiación con los novelistas que tardan muchos años en escribir un libro.

Quisiera escribir más rápido. Pero al mismo tiempo los admiro mucho, y uno tiene que tener cuidado con lo que admira y con lo que lee. El síntoma de Don Quijote o Madame Bovary, ¿no? Yo he admirado a Musil, a Lowry, a Joyce Esto no es un consejo para nadie, pero si uno deja pasar el tiempo al escribir una novela, el tiempo queda en ella. Es una decantación y una apertura de redes narrativas que en la primera versión no está. En mi caso, la primera versión es más directa, y las versiones siguientes van creando pequeños núcleos que estaban apenas insinuados. Quizás haya escritores que pueden hacer eso con poco tiempo. Yo necesito que el tiempo pase. Lo que sucedió en este caso ­terminé una primera versión del libro en 1970 o 1971­ es que yo había trabajado mucho y el libro aún no me convencía. Sabía que el libro estaba mal y no sabía por qué. Entonces, cerré todo y me fui de viaje. Estaba muy decepcionado, porque había trabajado tres años en esa novela. Cuando volví, me puse a escribir los relatos de Nombre falso.

 

Hablemos de sus relatos. Una de las reflexiones más lúcidas sobre el género es su primera "Tesis sobre el cuento", que aparece en Formas breves.

Esto surgió de mi propia experiencia y de la lectura de otros relatos: esa idea de que es preciso manejarse con dos anécdotas simultáneamente porque el texto es breve. Si un texto tiene la posibilidad de una marcha más dilatada, uno puede trabajar una sola historia. Ésa es la paradoja: como el relato es breve, el escritor necesita otra historia. Parece al revés, pero es así. Uno necesita una historia de base para poder contar lo secreto; uno necesita aprender a contar una cosa como si estuviera contando otra. Hay siempre una escisión: por ejemplo Hemingway en "Los asesinos", que es un cuento fundador. Él cuenta una simple conversación en un restorán y, sin embargo, lo que está contando es una historia de violencia increíble, porque hay una escisión entre la escena y el lenguaje usado para contarla.

 

Es una estrategia distinta a la de otro gran relato de Hemingway, "El gran río de los dos corazones", donde la segunda historia está extirpada.

Por supuesto. Yo empecé con esa frase de Chéjov: "Un hombre va al casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida." Si perdiera el dinero, el suicidio sería lógico y haríamos la novela de un jugador. Pero, si se mata por otro motivo, hay que ver por qué se mata. El juego es la superficie de un problema que va debajo. A partir de ahí empecé a trabajar ejemplos, y usé ese método de volver a contar ciertas historias según los modelos de construcción de varios escritores. Esto me ayudó a discutir ciertas cuestiones ligadas al final de un relato, porque el problema es cuándo emerge esa historia que está escondida, y el registro de sorpresa que tiene la historia. Hay narradores clásicos que trabajan con la sorpresa, hay otros que no trabajan con la noción de que el final deba hacer cumplir la historia. Son distintos modos de estructurar ese relato que viene debajo.

 

Hay toda una tradición de cuentistas que han escrito textos de poética.

Poe, para empezar. También Flannery O'Connor, Hemingway, Cortázar y Borges. Entre los novelistas no es tan común; el hecho de que los cuentistas reflexionen tanto sobre su oficio prueba que el cuento tiene una exigencia artística que a primera vista no se ve.

 

No existen los cuentistas espontáneos.

Hay un momento en que todo cuentista se para a pensar cómo es que se ha producido esta pequeña maravilla. ¿Por qué he logrado que la historia tenga vida en un fragmento tan limitado de lenguaje? Yo también pensé ese texto en la tradición de estos escritos, y por eso no lo desarrollé, lo mantuve como tesis, le di una forma acorde con su tema: un texto sobre el cuento tiene que ser breve. En Argentina, por lo demás, hay una gran tradición. Los escritores jóvenes comienzan habitualmente publicando cuentos, cosa que no es habitual en otros lados donde los cuentos que se publican son de escritores consagrados. Y me parece que eso tiene que ver con que Borges ha delimitado un espacio y una posibilidad para utilizar la forma. Es esa rara especie del narrador que nunca escribió una novela.

 

En alguna parte cuenta usted lo que decía su padre: narrar es como jugar al póker, el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad. Es una idea que se puede aplicar en particular al arte del cuentista.

Mi padre era un hombre muy culto, en el sentido de una cultura ligada a ciertas experiencias que para mí eran seductoras. Tenía una gran capacidad de construir explicaciones acerca de lo que estaba haciendo, lo cual lo convertía en alguien muy cercano a un narrador. Una frase suya, "todos los paranoicos tienen enemigos", es para mí un punto de referencia. Lo maravilloso del póker, por otro lado, es que es un juego indeciso: uno nunca sabe cómo hacer para que el otro le crea. Y hay un despliegue de tácticas para eso: la cara de póker, el tipo de apuesta. La literatura también tiende a construir la creencia del otro. En mi padre, eso también es una reflexión política: él veía la política como un modo de hacer creer, como la construcción de un discurso encaminado a que el otro creyera una mentira. Pero a mí me pareció que era una buena lección de arte narrativo.

En esto de hacer creer, Nabokov era un maestro. Hoy en día, cuando alguien intenta hacer una literatura sencilla o parecer un escritor que está fuera del universo intelectual, se dice de él que es un contador de historias. Nabokov dice: un escritor no es un contador de historias; si es sólo eso, no es interesante. Un escritor es un mago, un encantador. Mucha gente puede contar historias; el problema es cómo hacer creer esa historia. Ahí surgen artificios y juegos de manos secretos que se pueden descifrar en una conversación literaria como la que tenemos ahora, pero que forman parte del sistema de construcción que tiene la literatura. Él es un ejemplo del uso del nombre propio y de la autobiografía para hacer verdadero un texto. Por ejemplo en Pnin, donde aparece Nabokov como amigo de ese profesor ruso de literatura. En todas sus novelas hay un tour de force.

 

¿Qué es Blanco nocturno?

Es la novela que estoy escribiendo ahora, de la cual también hice una primera versión antes de Plata quemada. Como siempre, hubo un momento en que el libro se detuvo. Cuando eso pasó, yo lo dejé y tomé Plata quemada. El punto de nacimiento es mi voluntad de escribir una novela que sucediera durante la guerra de las Malvinas, pero cuyo tema no fuera la guerra. Es una historia de Emilio Renzi, el mismo personaje que aparece en tantos de mis libros. Renzi tiene una crisis (como siempre) y abandona el trabajo. Le prestan una casa vacía en Adrogué y él se va allí con sus diarios, para ver si leyéndolos como un detective que investiga en la vida de otros puede encontrar las razones de su desajuste. Al mismo tiempo hay una vecina que tiene un marido que va a trabajar a la ciudad, y Renzi tiene una relación con ella. Es un personaje muy atractivo, porque educa a Renzi. ¿Para qué lees esas cosas?, le pregunta. ¿Qué sentido tiene que te pongas a leer tu propia vida? El problema es que no sé qué es lo que hace la mujer. En un momento pensé que era lingüista y que tenía relatos grabados. Luego pensé que estudiaba filosofía, luego que era pianista. Es todavía un enigma. El libro se llama así porque yo leí, al comienzo de la guerra, que los soldados ingleses llevaban unas miras infrarrojas que permitían ver en la oscuridad. De ahí lo de blanco nocturno. No sé si signifique lo mismo en España. Blanco es el color, pero también el objetivo de la caza.