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mayo
2001
Nº 77

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debate
¿Quién teme a
Europa?
Slavenka Drakulic
¿Cómo afronta Europa los retos que le
depará el nuevo siglo? ¿Siguen siendo válidos los
paradigmas culturales que hasta ahora han definido su identidad? A tenor
de lo que dice este artículo, Europa se ha adaptado mal al mundo
global. Y es que para muchos de sus habitantes, lo foráneo aún
es percibido como una amenaza que hay que combatir.
Vivo en Suecia, Croacia y Austria. Europa es mi hogar.
Recuerdo cómo, hace un par de años, cuando ya se había
abandonado el puesto de control de la frontera entre Austria e Italia,
la cruzamos cerca de Klagenfurt sin apenas creer que la policía
no iba a detenernos. Porque no había policía alguna, sólo
cabinas vacías. ¡Qué sensación de libertad!
Sobre todo porque recordaba lo que sentí en el momento de cruzar
por primera vez la aduana recién construida entre Eslovenia y Croacia
en 1991. Como soy una europea del Este, sé también lo que
se siente, en un aeropuerto, en la fila del puesto de control para "No
comunitarios" o, en ocasiones, y sin más ambages, "Otros".
Vivo a ambos lados de las fronteras reales e imaginarias
de Europa y las cruzo en una y otra dirección constantemente, y
debo decir que hace apenas un año creía en el proyecto de
construcción de una Europa unida mucho más que hoy. Por
supuesto, esto era antes de las elecciones en Austria, Noruega y Suiza
o en la ciudad de Amberes, antes del referéndum del Euro en Dinamarca,
o de incidentes como los de El Ejido, donde un grupo de gente, movilizado
por una página web neonazi, hostigó a los trabajadores magrebíes
durante tres días. La lista de acontecimientos inquietantes sucedidos
en toda Europa es mucho más larga. Es como si de repente hubiera
aparecido el esquema de una Europa distinta ante mis ojos; una Europa
que, cuando la miro, se me pone la carne de gallina. Y no se trata de
un dejà vu, porque pertenezco a una generación que no conoció
el fascismo, pero hoy en día advierto una xenofobia, un nacionalismo
y un racismo crecientes en todas partes. Además, como provengo
de donde provengo, sé cuándo el miedo al otro se convierte
en algo a lo que se debe empezar a prestar atención. Y me pregunto
si se trata de acontecimientos aislados o tal vez son ya signos de que
el proyecto de integración europea está en peligro de perder
ímpetu.
Nací después de la Segunda Guerra Mundial
y crecí en un continente adormecido y dividido por el telón
de acero que insistía en el peligro de una posible guerra mundial.
Cuando íbamos a la escuela, practicábamos lo que debíamos
hacer en caso de un ataque nuclear. Aprendimos de memoria cómo
reconocerlo: primero aparecería en el horizonte una nube en forma
de seta, seguida por una explosión de calor y ceniza. Deberíamos
escondernos tras cualquier parapeto, apretar la máscara antigás
contra la cara y no beber agua bajo ninguna circunstancia (la parte del
agua nos impresionaba especialmente y siempre nos preguntábamos
el porqué). A pesar de que éramos sólo niños,
sabíamos que estas precauciones nos protegerían poco si
aquel horror descrito en los libros de texto llegaba a suceder. Pero a
pesar de ello, practicábamos abnegadamente. No nos sirvió
de nada. Cuando la guerra siguiente, la guerra de los Balcanes, estalló,
nos cogió por sorpresa. Nada sospechábamos a finales de
los años cincuenta que la guerra de que seríamos testigos
sería de ámbito local, limitada y de baja intensidad: la
guerra que nos cogería totalmente de improviso.
Mi generación creció con la idea de que
una guerra de ese tipo, con campos de concentración genocidas y
una forzosa repoblación de ciudades enteras, era completamente
imposible después de la Segunda Guerra Mundial. Europa había
aprendido la lección, nos decían los profesores de historia,
y tales horrores no podían volver a suceder. Hoy, después
de la guerra en mi país y en Bosnia y Kosovo, ya no creo que Europa
haya aprendido esta lección. Pero tal vez me equivoque. A fin de
cuentas, la última guerra no tuvo lugar del todo en Europa, sino
en los Balcanes. ¿Son los Balcanes Europa? Así lo parece
hoy, pero mañana se podría decidir lo contrario. Pero si
así sucediera, ¿qué es entonces Europa y dónde
termina?
Indefinición europea
En aquellos tiempos, en mis años de escuela, todo
parecía meridianamente claro. Europa era el lugar en que no tenía
presencia la Unión Soviética. El gran cambio político
sucedido durante los últimos diez años ha echado por tierra
esta certeza pueril. La Europa de hoy ya no es una cuestión de
geopolítica y fronteras definidas en su extremo oriental, ni siquiera
de unidad económica, sino de actitudes, definiciones, instituciones,
de un cierto paisaje mental. Ya no hay ningún telón de acero
que facilite las definiciones. Durante los últimos diez años
los pueblos de Europa han sido testigos del colapso del comunismo y de
la desaparición del enemigo común, de la aceleración
del proceso de integración en el seno de la UE, su planificada
ampliación hacia el Este y la guerra de los Balcanes. Simultáneamente,
el proceso de globalización parece haberse extendido por todo el
mundo. Pero estos cambios han sucedido con excesiva rapidez para que la
gente pueda comprenderlos, para que pueda asimilarlos por completo. Y
esta gente ha reaccionado como siempre se reacciona ante lo desconocido,
con una sensación de incertidumbre y miedo. Mientras que el mundo
conocido se disuelve ante sus ojos, el nuevo, que está cogiendo
forma, no es todavía comprensible. ¿Qué es en realidad
Europa y hasta qué punto puede ampliarse hacia el Este y seguir
siendo Europa? ¿Es Turquía Europa? En ese caso, ¿qué
sucede con Rusia?
No son éstas preguntas abstractas. La cuestión
de fondo es saber cómo estos cambios influirán en la vida
de los europeos, su trabajo, ingresos, educación, idioma, etcétera.
Cada vez más gente tiene la sensación de estar perdiendo
la posibilidad de controlar su propia vida. Se trata de un sentimiento
de ansiedad que no está totalmente identificado o definido, y en
muchas ocasiones ni siquiera considerado como tal, pero que está
a nuestro alrededor, es palpable, mensurable en las encuestas de opinión,
referéndums, resultados de elecciones, articulado en forma de dudas
sobre el Este, sobre la necesidad de la unidad monetaria, de la integración
y la ampliación, o sobre la libre circulación de mano de
obra. Es decir: a pesar de ser tan vaga, esta ansiedad ya tiene efectos
sobre la vida política de varios países y podría,
tal vez, provocar cambios substanciales en el panorama político
europeo.
El mecanismo para explotar el miedo es simple y conocido.
Como individuo, uno puede sentirse perdido y confuso, barrido por la velocidad
y magnitud de los acontecimientos históricos. De repente, alguien
te ofrece un refugio, un sentimiento de pertenencia, una garantía
de seguridad. Tenemos la misma sangre, vivimos en el mismo territorio,
nuestra gente en primer lugar, así reza su discurso. Para los oídos
asustados, palabras tan desfasadas como sangre, patria, territorio, nosotros,
ellos, resulta reconfortante. Al escucharlo, se sienten más fuertes,
dejan de estar solos, se enfrentan al otro tantos inmigrantes: musulmanes,
turcos, refugiados, africanos, buscadores de asilo, gitanos o a la
burocracia continental que pretende controlar sus vidas desde Bruselas.
Cuando se ha descubierto el placer de pertenecer a un grupo, el otro ya
no da miedo. Desde el miedo a lo desconocido hasta la invención
del enemigo conocido media un paso muy pequeño. No se necesita
mucho más que esa vaga sensación de ansiedad y un líder
político que sabrá cómo sacar partido de ella. Los
medios de comunicación harán el resto.
Miedo a lo desconocido
Parece como si esta nueva y más oscura cara de
Europa empezara a vislumbrarse con la victoria del Partido de la Libertad
de Jörg Haider en Austria. La verdad, sin embargo, es que este triunfo
electoral sólo hizo más visible la ansiedad. Haider ha sido
el que ha obtenido mayor éxito, pero hay otros como Umberto Bossi,
Christoph Blocher, Karl Hagen, Edmund Stoiber, Filip Dewinter, Pia Kjesgaard
o Jean-Marie LePen que están llegando a su nivel. Recientemente,
el ultranacionalista Bloque Flamenco de Bélgica celebró
la mayor victoria de la extrema derecha en Europa después de la
entrada del Partido de la Libertad en el gobierno de coalición
austríaco. Alcanzó el 10% de los votos en las elecciones
generales. En Amberes ha aumentado sus votos del 18% hasta el 33% en los
últimos doce años explotando los sentimientos xenófobos.
Su exultante líder, el joven Filip Dewinter, confesó que
"ni siquiera me atreví a soñar esto". La Liga
del Norte italiana consiguió un 10% en las elecciones generales
de 1996, otro éxito basado en la política xenófoba
hacia los inmigrantes. El Partido del Pueblo Danés alcanzó
un 18% en las últimas encuestas gracias a una propaganda xenófoba
muy agresiva. Pia Kjersgaad afirma abiertamente que los inmigrantes, especialmente
los musulmanes, amenazan la seguridad de las familias y los valores cristianos
de los daneses genuinos, "su verdadera danesidad", según
dice ella. Llegó a comparar la pluralidad cultural con el holocausto.
En consecuencia, el resultado del reciente referéndum danés,
en que se ha rechazado el Euro, no debe sorprendernos. El Frente Nacional
francés no es tan fuerte como fue en el pasado, pero todavía
consigue un 15% de los votos. Por otro lado, el Primer Ministro alemán
Gerhard Schröeder sufrió la primavera pasada un descenso en
los sondeos de opinión después de haber sugerido importar
a 10.000 expertos en informática, especialmente de la India. A
pesar de que se considera que Alemania necesita 70.000 expertos informáticos
para alcanzar el desarrollo internacional en el campo de la tecnología
de la información, un 56% de la población se opuso a ese
plan. En otro sondeo sólo el 4% de los alemanes se mostró
entusiasmado con la libre circulación de mano de obra en el interior
de la UE. El aumento de la popularidad del Partido del Progreso noruego
es parte de la misma tendencia de cerrar las fronteras y construir nuevos
muros. Al igual que en el caso de Blocher, del Partido del Pueblo Suizo,
que alcanzó un 22,6% en las elecciones federales de octubre (frente
al 14,95% de 1995). Otro caso suizo es igualmente revelador: los votantes
de Emmen, un suburbio industrial de Luzern, utilizaron las urnas para
rechazar las peticiones de ciudadanía de los extranjeros. Sólo
se aceptó a cuatro familias italianas. Blocher propone ahora una
votación popular sobre la ciudadanía como patrón
para todo el país. "La gente se siente insegura en un nuevo
mundo globalizado y tiene la sensación de que el aislamiento les
da mayor seguridad", explicó una voz autorizada de la comisión
de extranjería suiza.
Auge de la extrema derecha
Este repaso parcial indica el creciente éxito de
los partidos de extrema derecha en toda Europa. El resultado no es un
nuevo modelo de camisas marrones y negras, sino un ejemplo de la ansiedad
en aumento de la población. Los partidos de derechas, estimulando
el miedo de la gente con una retórica populista, hacen uso de esta
ansiedad. En cualquier caso, lo cierto de la cuestión es que los
partidos de derechas son los únicos que expresan el pulso popular,
que reconocen este sentimiento de ansiedad. Es evidente que lo utilizan
en beneficio de su objetivo: hacerse con el poder. Pero no se puede decir
que esta ansiedad ha sido creada o inventada por estos partidos. Afirmarlo
sería ignorar la ansiedad del modo más sencillo. Estos partidos,
con la generosa ayuda de los medios de comunicación, sólo
dan una vaga idea del grado de insatisfacción. Dirigirla hacia
la xenofobia es fácil, porque el otro existe en todas las sociedades.
Mientras esta xenofobia se exprese en forma de polémica acerca
de esta o aquella propuesta legal sobre la ciudadanía de los inmigrantes
(como en Alemania en 1998), no se trata de nada alarmante. Pero sí
lo es que el sondeo de opinión aparecido en Der Spiegel el verano
pasado muestre que la mayoría de alemanes está de acuerdo
con algunas opiniones de la extrema derecha, especialmente en lo referente
a los inmigrantes. Y también lo es que este tipo de retórica
haya producido resultados políticos concretos en distintas elecciones,
especialmente durante el último año. Después de esto,
parece difícil negar este fenómeno u otorgarle un carácter
meramente marginal. La ansiedad está recorriendo también
toda la Europa poscomunista. El entusiasmo que reinó durante los
primeros años posteriores a la caída del comunismo ha sido
sustituido por la decepción. Una vez más, la Europa unida
parece lejana, existen muros distintos del muro de Berlín, las
condiciones para unirse a la UE son difíciles de alcanzar y la
fecha se va posponiendo cada vez más hacia el futuro. Lo que permite
a nacionalistas y antieuropeos afirmar que no se debería renunciar
a la soberanía conseguida. Extienden el miedo a que las empresas
multinacionales compren el país, hacia la americanización
de su cultura o la globalización. No debe sorprendernos que alguien
como Slobodan Milosevic utilice este tipo de lenguaje. Pero también
los demócratas como Vaclav Klaus, el ex Primer Ministro checo,
hablan contra la UE: "Europa está, fundamentalmente, retando
al estado de la nación, particularmente a su soberanía",
dijo en Austria en junio del 2000. Tiene razón, pero ésta
es la idea misma de la Europa integrada. Klaus, además, habla de
la asimilación y de la pérdida de la identidad nacional.
"¡No queremos ser eurochecos!". El Primer Ministro húngaro
Viktor Orbán es también escéptico con la UE, por
no hablar del populista eslovaco Vladimir Meciar o el nacionalista húngaro
y antisemita István Csurka. La Europa del Este poscomunista está
muy lejos de ser una Europa unida también en otro sentido: un 67%
de los polacos, por ejemplo, considera que cuando su país se una
a la UE, se convertirán en ciudadanos de segunda clase.
Nacionalismo y xenofóbia
El éxito de los partidos nacionalistas de extrema
derecha, xenófobos y antieuropeos y el de los líderes populistas
es tan peligroso en la Europa Oriental como en la Occidental. Extendiendo
su influencia más todavía a través de la explotación
de la ansiedad y los miedos que nadie más desea direccionar, pueden
minar el proceso de integración. Sus líderes le dicen al
pueblo que perderán la soberanía nacional, la cultura, el
idioma, etcétera. Su identidad nacional, cultural y social corren
peligro. Los extranjeros no sólo se harán con todos los
empleos, sino que además, y más importante todavía,
la propia sociedad se transformará hasta no ser reconocible. En
el lenguaje de la extrema derecha, la sociedad multicultural comporta
la desintegración cultural. Ello parece, a oídos de la gente,
amenazador. Podemos llamarlo egocentrismo político, nacionalismo
regional o nuevo regionalismo, el resultado es el mismo en todas partes:
homogeneización, movilización de mecanismos defensivos y
políticas aislacionistas.
En una investigación realizada en el mes de marzo
del 2000 (en el Institut fur Demoskopie Allensbach) acerca del miedo a
la pérdida de la identidad en una Europa unida, alrededor del 50%
de alemanes respondió afirmativamente consideraban que se
perdería la identidad alemana ante el 35% de 1994. Pero, ¿qué
es esa identidad que tanto querrían proteger? Generalmente, uno
no se encuentra en posición de realizar esta pregunta porque no
hay necesidad de hacerla hasta que dicha identidad es retada o amenazada
de algún modo.
Desde el punto de vista de un individuo, la identidad
nacional parece algo dado y definido, algo tan natural como el color de
los ojos. La cultura, la historia, el idioma, el mito, la memoria, la
mentalidad, los valores, la comida... Todo ello forma parte de la identidad
nacional, y la identidad nacional domina fuertemente nuestra percepción
de la identidad personal. En la pequeña ciudad francesa de Millau,
un hombre fue encarcelado por destruir un restaurante McDonald's local.
Pero el proceso se convirtió en una manifestación de apoyo
a José Bové. Se convirtió en un héroe nacional
porque articuló el miedo francés ante la dominación
americana. En este caso la gente se manifestó en contra de la globalización
del gusto, y los franceses están en contra del fast food del McDonald's
del mismo modo que defienden su derecho a hacer queso con leche no pasteurizada.
Nada más amenaza su identidad nacional. No se les puede pedir a
los alemanes que dejen de beber su cerveza o a los holandeses que dejen
de cultivar tulipanes. Cuando negocian su entrada en la UE, los suecos
se muestran especialmente atentos a que no se les prohíba el tabaco
de mascar: se trata de su identidad nacional. Por otro lado, en los estados
de reciente creación como, por ejemplo, Croacia, se puede observar
cómo se está construyendo una identidad nacional y se inventan
símbolos identificativos, especialmente a partir de mitos y reinterpretaciones
de la historia. Ello sólo demuestra lo que propone la antropología
moderna: que las identidades nacionales no representan una serie de características
culturales, históricas o sociales preestablecidas y eternas. En
otras palabras, lo que consideramos un soporte fundamental para el individuo
no es más que una construcción cultural, es decir, de carácter
inventado y no natural. Pero la retórica arcaica y populista de
Franjo Tudjman no querrá saber que la identidad siempre se construye
en relación a los otros, que sólo quiere excluir a esos
otros, que son los serbios. Sin embargo, en el caso de los emigrantes,
los matrimonios mixtos y los ciudadanos que viven cerca de las fronteras,
los antropólogos demuestran que es posible identificarse con más
de una nación y una cultura.
Cuando conocí a un gastarbeiter turco en un tren
en dirección a Alemania, éste lamentó que "cuando
estoy en Alemania, soy considerado un turco, pero cuando visito Turquía,
no me consideran uno de los suyos sino un extranjero, un alemán.
Siempre me siento obligado a elegir entre dos, y esto me disgusta".
"Y bien, ¿tú cómo te sientes, qué crees
que eres?", le pregunté. "Soy ambas cosas", respondió.
No tenía ningún problema acerca de su identidad, lo tenían
los demás. En realidad, en una cultura nacionalista, la identidad
está construida a partir de fronteras, territorialidad y sangre,
y uno se siente obligado a optar por una nación. Pero obligar a
una persona a elegir conlleva a veces resultados inesperados. Hace algunos
años, dos pequeños pueblos de Istria fueron objeto de una
disputa entre dos estados de reciente creación, Croacia y Eslovenia.
Cuando los periodistas eslovenos le preguntaban a la gente si eran eslovenos,
respondían afirmativamente. Pero cuando los periodistas croatas
les preguntaban si eran croatas, también respondían que
sí. Esto, por descontado, confundía, y los periodistas buscaron
una explicación. En última instancia, alguien les dijo que
la formulación "o bien tal o bien cual" era, sencillamente,
una pregunta inadecuada. Tenían un fuerte sentimiento de identidad,
pero no lo definían en términos nacionales sino regionales:
eran istrianos. De hecho, en un censo de 1991 alrededor de un 20% de la
población del lugar se declaraba istriana; de acuerdo con las regulaciones,
deberían haberse declarado a sí mismos como otros. Fue una
especie de manifestación antinacionalista contra el gobierno de
Franjo Tudjman. Su mensaje era claro: su nacionalidad y su identidad no
tenían por qué solaparse necesariamente. La nación,
como categoría política, es sólo un aspecto de su
identidad. Para ellos, la identidad regional transnacional era más
fuerte que la nacional. Los istrianos no se mostraban dispuestos a elegir
una nacionalidad por encima de otra, sino experimentar su identidad como
una suma de las identidades culturales, nacionales, políticas,
y demás representadas en su región. "La UE sólo
hará gala de una sólida base de legitimidad cuando los europeos
perciban una identidad política europea. Ello no implica que ya
no deban sentirse suecos, finlandeses, franceses, portugueses, checos,
polacos o húngaros, sino que este principio de un destino europeo
común se añadirá a estas identidades", escribió
Ingmar Karlsson.
Identidades nacionales
Recuerdo el anterior censo, de 1981, de Yugoslavia, en
que casi un 10% de la población se declaró yugoslava. Análisis
posteriores demostraron que aquella era la voz de la generación
de posguerra, la población urbana joven. ¿Era ello el nacimiento
de la nación yugoslava? No lo creo. Considero que la población
era todavía muy consciente de sus identidades étnicas. Desde
mi experiencia, ello era un caso de simple adición de una identidad
a otra: una identidad común yugoslava se había añadido
a la serbia, croata o bosnia. Si las naciones no son eternas y las identidades
nacionales y personales son construidas, también pueden ser reconstruidas.
Se puede crear otro tipo de comunidad imaginada. Tal vez este sea el momento
adecuado para pensar en un nuevo paradigma de comprensión identificativa
para contrarrestar la creciente ansiedad que recorre Europa. En lugar
de utilizar mecanismos de exclusión cultural, ¿es posible
crear identidades mediante la suma de elementos identificativos étnicos,
regionales, nacionales o transnacionales? Si la identidad puede ser reconstruida
en términos de identidad múltiple, ¿es éste
el modo de establecer una entidad europea? No en forma de una comunidad
estandarizada y globalizada, sino como una comunidad no jerárquica
de diversas culturas. La gente se sentiría parte de una cultura
específica pero no de un estado, al igual que los istrianos. ¿Puede
el transregionalismo colaborar en la superación de la ansiedad
que la ciudadanía siente con respecto a la integración?
Debido al modo en que vivo, una Europa diversa pero unida
es una posibilidad que me enriquece y me da más libertad. Pero
para crear tal Europa, la gente necesita ser convencida de que con ello
va a ganar algo, y no perderlo. Estamos en un momento en que la pérdida
parece más obvia, en que el miedo sustituye a la esperanza cuando
se contempla nuestro futuro. ¿Quién teme a Europa? Bronislaw
Geremek, el ex ministro de asuntos exteriores polaco ya respondió
perfectamente a esta pregunta cuando afirmó que "¡Europa
tiene miedo de sí misma!".
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