Los judíos de Franco
Sebastian Schoepp
Durante la Segunda Guerra Mundial, algunos diplomáticos
franquistas en diferentes embajadas, consulados y legaciones se empeñaron
en salvar judíos sefardíes de la persecución nazi.
Los testimonios de los últimos supervivientes en el siguiente texto
de Sebastian Schoepp, dejan al descubierto la política contradictoria
de la dictadura de Franco.
Es un día adecuado para el acto: un húmedo
viento de otoño sopla por las calles desiertas del Ensanche de
Barcelona. El cielo encapotado de nubes grises acentúa la depresión
de una mañana dominical. En el pasillo que da al Jardín
de Montserrat Roig en el interior del edificio Rosselló 488 una
treintena de personas ha huido de la lluvia. La mayoría de ellos
supera los setenta años y algunos han venido en sillas de ruedas.
Un hombre de gafas redondas, que destaca por su pijo abrigo marrón,
acaba de inaugurar una discreta placa conmemorativa a Montserrat Roig,
que murió hace diez años. Es el alcalde de Barcelona Joan
Clos. Pero llego algo tarde y me pierdo el homenaje a la escritora que
en 1977 rescató del olvido a los catalanes que murieron en campos
de concentración nazis.
Entonces me dirijo a una mujer bajita con cierto aire
de profesora de colegio que vende libros con textos de la escritora en
un stand improvisado. Le explico que soy periodista alemán y que
me interesa el destino de los republicanos españoles deportados
en campos nazis porque ese capítulo de nuestra historia es practicamente
desconocido en mi país. Ella se presenta como Rosa Toran, portavoz
de la "Amical de Mauthausen y otros campos nazis" y autora del
libro. "¿Todavía es posible hablar con supervivientes?",
aventuro con la timidez propia que se apodera a un alemán en momentos
como esos. "Claro que sí", contesta. Creo detectar una
ligera desconfianza en sus ojos mientras que me apunta un número
de teléfono. "Mi tío murió en el campo de Mauthausen",
me dice Rosa Toran mientras me entrega uno de los libros. Las mil pesetas
tengo que pagarlas.
Una semana más tarde un ascensor me lleva al último
piso de un edificio viejo en la calle Córcega. El despacho de la
"Amical de Mauthausen" se encuentra detrás de una puerta
sin ninguna identificación. Abre Rosa Toran. Me mira algo desconcertada.
"Soy el periodista alemán", digo.
"Ah, sí, entra", me dice y me guía
por un pasillo con escaparate de vidrio: se exponen tétricas esculturas
de cuerpos humanos esqueléticos. En una habitación sin decoración
ninguna me presenta a un señor anciano con pelo blanco y una sonrisa
abierta que está sentado detrás de un escritorio vacío.
"Este es el presidente de la Amical", dice Rosa
Toran y pronuncia un nombre que no entiendo.
"¿Usted conoce Dachau?", él me
pregunta.
"Sí", balbuceo y le explico que visité
el memorial del campo de concentración cerca de Munich cuando era
alumno de colegio. "Todos los alumnos de colegio lo hacen."
"Yo también estuve allí", dice.
"Entonces usted era republicano", le contesto
algo torpe, porque no se me ocurre otra cosa.
"Lo soy todavía", responde.
Le pregunto si le puedo grabar, y luego le pido su nombre,
su apellido y su edad.
"Me llamo Joan Escuer", empieza, "nací
en Cornudella de Montsant el 17 de noviembre de 1914."
Cuenta que creció en una familia de campesinos
pobres y que su padre ganaba nada más que cuatro pesetas al día
con las cuales tenía que comprar comida para seis personas. Para
huir de la pobreza la familia se mudó a Sabadell en 1915 donde
el padre encontró trabajo en una fábrica textil.
"Había muchas huelgas en aquel tiempo y cuando
tenía cuatro años vi cómo los guardias mataron a
un obrero", explica cómo y dónde nació su convicción
sindicalista.
Joan Escuer lo ha visto todo. Con sus ochenta y siete
años tiene presente cada fecha que ha marcado su vida: El 14 de
abril de 1931 cuando en las calles de Barcelona cantó la Marseillaise
en catalán porque se había proclamado la República.
El 18 de julio de 1936 cuando se marchó al frente para defenderla
contra la sublevación del general Francisco Franco. Las batallas
de la Guerra Civil en las cuales luchaba como oficial de infantería
del ejercito republicano. El 6 de febrero de 1939 cuando tuvo que entregar
su arma en un paso de los Pirineos bajo las miradas desconfiadas de la
milicia francesa y se marchó al exilio. El 20 de junio de 1944
cuando, después de haberse incorporado en la resistencia francesa
contra los ejércitos de Hitler, fue arrestado y deportado al campo
nazi de Dachau en Alemania.
No me atrevo a respirar. Mientras él me cuenta
de la "Gran Batalla del Ebro" estoy pensando que este hombre
era contemporáneo de Hemingway, André Malraux, Negrín,
Antonio Machado, Dolores Ibárruri "La Pasionara" y otros
personajes que conozco sólo de los libros de historia. Y con su
deportación a Dachau su historia se mezcla con la mía.
Joan Escuer compartió ese destino con aproximadamente
10.000 republicanos españoles. Se supone que no sobrevivieron más
que 3.000. Cuando él llegó a Dachau en 1944 en un vagón
de ganado desde Francia, un 30% de los presos ya había muerto de
asfixia. En la mesa de registro los SS le dijeron: "Aquí no
eres más Joan Escuer, eres el número 74.181." Y dejaron
claro también otra cosa: "De aquí no vas a salir más
sino como humo por la chimenea." Joan Escuer en ese momento pensaba
mirando al SS: "Te fastidiarás, voy a salir de aquí
por la puerta por donde he entrado."
Le pregunto cómo se sobrevive emocionalmente una
experiencia como esa. Suena a ironía brutal cuando Joan Escuer
explica: "Yo sabía por qué estaba en el campo de concentración."
Luego me lo explica: durante todo el tiempo tenía
presente las luchas de la guerra española y de la resistencia.
"Muchos otros presos, especialmente los judíos que los nazis
habían deportado directamente de sus vidas tranquilas de pueblo,
no tenían esa fuerza moral de resistencia que teníamos nosotros",
concluye Escuer.
Era y sigue siendo comunista. Todavía hoy justifica
el pacto que Stalin firmó con Hitler en 1939 como una muestra de
inteligencia del dictador soviético. Con disciplina de hierro,
Joan Escuer aguantó.
Rosa Toran interrumpe la conversación. "¡No
se olvide de la conferencia, presidente!", dice. "¿Qué
conferencia?", pregunta Joan Escuer y parece algo desconcertado.
Por primera vez se nota su edad. "La presentación en la Casa
del Libro", le recuerda Rosa Toran y le ayuda a levantarse de la
silla. Joan Escuer me mira. Yo me encojo de hombros. "¿Quiere
venir?" me pregunta.
El encuentro
En la Casa del Libro del Paseo de Gracia todo está
listo para el acto. El bar acaba de vender los últimos cafés,
un equipo de televisión ha montado la cámara, la audiencia
se dispersa por la docena de filas de sillas. En la mesa que preside la
sala, seis señores mayores toman asiento. Encima de ellos, en una
pantalla de videoproyección se muestra una película en blanco
y negro: se ven barracas de campos de concentración alemanes poco
después de la liberación de 1945. Esqueletos humanos se
balancean sin fuerzas sobre un terreno regado de sangre. Máquinas
desescombreras llenan las fosas de cadáveres. Un letrero divulga
el mortal cinismo nazi: Arbeit macht frei ("El trabajo libera").
Es la película Noche y niebla de Alain Resnais,
tal vez la más impactante sobre los campos de concentración,
que también los alumnos de los colegios alemanes tienen que ver
al menos una vez en su carrera escolar. En esta ocasión, sirve
para preparar al auditorio para el tema de la tarde: la presentación
de las ediciones españolas de los libros Los Campos de la Muerte
y Los Niños de Hitler, organizada por la editorial Salvat. Los
invitados son víctimas de campos alemanes, franceses y españoles.
Es el patriota catalán y superviviente de un campo
de exterminio alemán, Joan Escuer, quien propone que se hable castellano
esa tarde, porque "tenemos un amigo alemán entre nosotros".
Me mira, y yo me pongo rojo. Él y las otras víctimas cuentan
sus experiencias como presos del fascismo y nacionalsocialismo en los
diferentes países. "He sobrevivido para contar la historia",
concluye Escuer.
Por último le toca a un señor con un abrigo
gris que está sentado un poco al margen. Su ponencia destaca no
sólo por su blando acento melodioso, sino también por la
rutina con la que formula las frases. Se evidencia su tono de catedrático.
Primero destaca que no estuvo en ningún campo de concentración.
Después relata cómo fue salvado de la deportación
del ghetto de Budapest en 1944 y 1945 por el encargado de negocios de
la legación franquista. "El acento puede ser húngaro",
pienso. El hombre se va enseguida, una vez acabada su ponencia. El público
aplaude y se va también antes de empezar un debate. Isabel Fernández,
jefa de Relaciones Públicas de la editorial Salvat, se demora contando
a un pequeño grupo lo emocionalmente duro que fue editar Los Campos
de la Muerte.
A Joan Escuer le preocupa otra cosa. "El húngaro",
me dice, mientras se prepara para irse, "el húngaro para mí
ha defendido el franquismo". Parece que le ha costado aguantar al
veterano de la Guerra Civil estar en una mesa junto con un personaje que
le debe algo a un encargado del mismo gobierno que fue responsable de
su deportación a Dachau. Aquel hombre me interesa.
Sobrevivir
Desde el salón de Jaime Vándor en el sexto
piso de un edificio moderno en la calle Córcega de Barcelona se
ve una plaza. "Era una situación similar a la que vivimos
en Budapest", cuenta, mirando desde la ventana. "Los pilotos
de los cazadores aliados aprovecharon el espacio libre que teníamos
delante de casa." Jaime Vándor se acerca algo más al
cristal y me pide hacer lo mismo. "Venían por allí",
dice y me señala con el dedo un punto imaginario en el cielo. "Así
podían disparar con sus ametralladoras directamente a nuestra habitación."
La probabilidad de matar a alguien de esa manera en aquel
piso era bastante alta, visto que allí vivían 51 personas
en dos habitaciones. La casa había sido alquilada por la legación
española en 1944 y 1945, los mismos años que Joan Escuer
sufrió de preso en Dachau. En total existieron ocho de estas casas
de protección llamadas "españolas" en Budapest.
Con estos lugares, declarados extraterritoriales, y una especie de cartas
de protección, la legación franquista en Hungría
consiguió a salvar a 5.200 judíos de la deportación
en los campos de exterminio. Jaime Vándor es uno de ellos.
La sede española seguía, con su método,
el modelo inventado por el diplomático sueco Raoul Wallenberg,
aplicado también por las legaciones de Suiza, Portugal y el Vaticano.
Jaime Vándor desdobla un mapa de la ciudad de Budapest de aquel
entonces y me enseña una cantidad de casas marcadas en azul cerca
del Danubio. "Allí estaba el ghetto internacional", indica.
Algo más al sureste, en el casco antiguo, Jaime Vándor apunta
con el dedo un recinto colorado en rojo: "Y esto era el ghetto oficial
en el que los nazis concentraron a los judíos para deportarles
luego. En 1944, los ocupantes alemanes en Hungría parecían
más preocupados por matar judíos que por ganar la guerra."
Me explica que detrás del acto de salvación
en Hungría estaban el encargado de negocios de la legación
española en Budapest, Ángel Sanz Briz, y un amigo suyo de
pasado ambiguo: el aventurero italiano Giorgio Perlasca. En los años
treinta, Perlasca había sido un seguidor ferviente de Mussolini
y un fascista convencido. Como Joan Escuer, había participado en
la Guerra Civil Española, pero en el otro bando. Por sus méritos
en la contienda, el gobierno franquista le otorgó en 1939 un documento
que le permitía pedir protección, en un momento de dificultad,
en cualquier sede diplomática española del mundo.
Ese momento había llegado en Budapest en 1944.
Perlasca, como comerciante de ganado al servicio del ejército de
Mussolini, había viajado por la Europa oriental ocupada por los
nazis. En Belgrado fue testigo de la deportación en masa de judíos.
A pesar de mantener su convicción fascista, sentía violado
su sentido de humanidad.
El cambio de bando de Italia en 1943 le convirtió
definitivamente en enemigo del Tercer Reich. Empujado por las convulsiones
de la guerra, Perlasca naufragó en Budapest, donde por fin se decidió
a usar su documento franquista. En la legación encontró
a Ángel Sanz Briz, quien le otorgó la nacionalidad española
a nombre de "Jorge" Perlasca. Fue el inicio de una amistad tan
fructífera como peculiar.
Jaime Vándor relata: "Más de una vez
los alemanes o sus aliados húngaros intentaron violar la protección
de la casa. Llegaron tropas que nos hicieron formar en la calle para deportarnos."
Recuerda que una de esas noches se suicidó una mujer. Se tiró
por la ventana. "Todavía oigo el ruido de su cuerpo golpeando
contra el pavimento de la calle." Siempre en el último momento
aparecían Sanz Briz, Perlasca u otro miembro de la legación
para salvarles. Cada semana mandaban un camión de comida a las
casas que tenían un letrero de extraterritorialidad.
El 30 de septiembre del 1944, Ángel Sanz Briz tuvo
que dejar el país por dificultades diplomáticas entre España
y el gobierno títere de Hungría. "Jorge" Perlasca
se quedó, se hizo pasar por jefe de la legación española
y siguió con su trabajo. Con las autoridades húngaras aplicó
todas las maneras pseudo-autoritarias del impostor. Amenazaba, impresionaba,
mandaba. Así Jaime Vándor, su hermano y su madre llegaron
a sobrevivir a la guerra mientras alrededor de 850.000 judíos húngaros
fueron deportados, del ghetto oficial y de los pueblos, a campos de exterminio
de donde la inmensa mayoría no regresó. Entre el 14 y el
18 de enero de 1945 las tropas soviéticas ocuparon Budapest. Los
judíos quedaron a salvo. El "Oskar Schindler" italiano
desapareció. En la "lista de Perlasca" Jaime Vándor
era el número 1990.
Los caminos del azar
Joan Escuer y Jaime Vándor son víctimas
del fascismo del siglo xx. Pero no tienen mucho que decirse. ¿El
hecho de haber sido salvado por un diplomático franquista y un
fascista italiano, le hace menos víctima al "húngaro",
como sugiere Joan Escuer? Jaime Vándor es un personaje incómodo
para la memoria colectiva de la izquierda antifascista. No cuadra en ningún
esquema, y sus salvadores, Giorgio Perlasca y Ángel Sanz Briz,
tampoco.
Estos dos nunca declararon públicamente qué
les había motivado. "Se definían como buenos cristianos",
concluye Vándor. Después de la guerra, Perlasca volvió
a Italia y vivió una vida más pobre que modesta de pequeño
comerciante en Parma. No volvió a hablar de lo que había
hecho hasta que un grupo de sus protegidos le localizó en 1988
y organizó homenajes para él en Budapest, Roma, Nueva York
y Jerusalén. En una entrevista contestó a la pregunta sobre
sus motivos con otra pregunta: "Y usted, ¿qué habría
hecho?" Perlasca murió en 1992. Su hijo se llama Franco.
Jaime Vándor y su hemano Enrique contribuyeron
personalmente a que Perlasca y Sanz Briz hayan sido nombrados "justos
de las naciones" en el memorial del holocausto de Yad Vashem en Jerusalén.
Sanz Briz, además, obtuvo del gobierno español un honor
más bien diferente. Recibió la "Orden de Isabel la
Católica", la más alta de España, que lleva
el nombre de la reina que expulsó a 165.000 judíos del territorio
español en 1492.
¿Judíos o españoles?
Es una mañana soleada de enero cuando bajo la cuesta
de la estación del metro de Montbau hacía la Avenida Cardenal
Vidal. Allí el cielo azul mediterráneo se refleja en los
vidrios de un edificio sobrio y funcional que, sin embargo, no carece
de solemnidad. Es una reconstrucción del pabellón que representó
a la moribunda República Española en la Exposición
Mundial de París en el año 1937, me explica la archivera
Lidia Martínez. Ella administra las estanterías del pabellón
en las cuales yacen los documentos polvorientos de la época.
Me he dirigido hasta aquí para encontrar algo que
me explique la política contradictoria y ambigua de Franco durante
la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo fue posible que diplomáticos
españoles arriesgaran la vida para salvar la de ju-díos,
mientras que 7.000 españoles, declarados apátridas, murieron
en campos de concentración alemanes? ¿Existía un
método, o una línea detrás de eso, o todo seguía
sólo los caminos del azar?
Lidia Martínez es tan amable como para apilar una
cantidad importante de libros y documentos delante de mí que me
expliquen al menos los hechos. Leo que en 1939 medio millón de
republicanos españoles escaparon de la venganza de los vencedores
franquistas y entraron en Francia. El historiador madrileño Félix
Santos escribe que el gobierno francés "se vio desbordado
por el río humano que cruzó sus fronteras" e internó
a los prófugos en campos de "acogida" en las playas del
Mediterráneo con alambres de espinas, bajo vigilancia brutal, sin
higiene ni ayuda médica. A los hombres se les ofreció trabajo
forzado en fábricas de armamento o la legión extranjera.
La mayoría de los prófugos volvió a España
en los meses siguientes.
Cuando en 1940 los nazis invadieron Francia, todavía
se encontraron con unos 140.000 españoles. 35.000 de ellos se habían
unido al ejército regular francés. Otros, como Joan Escuer,
aprovecharon sus puestos de trabajo para participar en actos de sabotaje
o se sumaron directamente a la resistencia. Los nazis, al capturar a estos
españoles, consultaron al gobierno franquista sobre qué
hacer con ellos.
Para averiguar cuál fue la respuesta tengo que
recurrir a una coincidencia de fechas. En septiembre de 1940 el luego
ministro de Asuntos Exteriores del gobierno franquista, Ramón Serrano
Súñer, visitó Berlín para negociar la entrada
de España como aliada de los alemanes en la Segunda Guerra. Dada
la importancia del acontecimiento, los documentos se limitan a explicar
el fracaso de la cumbre. No se encuentra nada sobre republicanos españoles.
Pero consta que directamente después de la visita empezaron las
deportaciones de republicanos a Mauthausen y otros campos de la muerte.
El 'engranaje terrible'
En 1979 Serrano Súñer, presionado por la
escritora Montserrat Roig, declaró que no tuvo conocimiento de
la existencia de campos de exterminio hasta 1943 y que el descubrimiento
lo había dejado "sumido en un estado de consternación."
Los supervivientes ponen eso en duda. En su libro, la historiadora oficial
de la "Amical de Mauthausen y otros campos nazis", Rosa Toran,
pregunta: "¿Cómo no tenían que saber Serrano
Súñer y otros altos cargos del régimen, dadas las
excelentes relaciones que habían mantenido con Alemania, los viajes,
las comunicaciones regulares entre embajadas y las colaboraciones policiales
en Francia? La historia sigue esperando las respuestas."
En la primavera de 2002, Serrano Súñer tiene
101 años, vive entre Madrid y Marbella y padece de una "salud
precaria". Eso lo leo por casualidad en un ar-tículo de una
edición de El Periódico de Catalunya, que encuentro abandonado
en una silla en el aeropuerto de Barcelona mientras espero la llegada
de mi novia. El artículo relata que "Iniciativa por la Justicia",
formada por supervivientes de campos de concentración y ciudadanos
jóvenes, prepara una acusación contra Serrano Súñer
en un tribunal internacional por delitos contra la humanidad.
Me pongo en contacto con el portavoz del grupo, un tal
Josep Pinyol. Nos encontramos en un bar cerca de la Estación de
Sants, que huele a aceite viejo. Hace frío y tomamos cerveza.
La idea no es tanto mandar a un hombre centenario a la
prisión, explica Pinyol. Pero quieren usar a Serrano Súñer
como símbolo de que "todos los crímenes del franquismo
quedaron impunes. Y los torturadores viven tranquilamente en sus casas."
El caso Pinochet, sigue Pinyol, "ha demostrado que
la justicia internacional funciona. ¿Pero quiénes somos
nosotros para darles lecciones a ellos? Aquí no se ha juzgado a
nadie para no sacrificar la estabilidad. Hay que revisar los 27 años
de transición."
Pinyol me expone que la expresión legal de esa
supuesta "voluntad de silencio" fue la amnistía general
que el parlamento de la transición otorgó el 15 de octubre
del 1977 a todos los funcionarios. Con el juicio a Serrano Súñer,
"Iniciativa por la Justicia" quiere poner este indulto a prueba.
Visto que esta amnistía existe, sin embargo, el ataque contra Serrano
Súñer se prepara desde Francia, dirigido por la abogada
Montserrat Sans Ballús, hija de deportados españoles. Su
tío fue asesinado en Mauthausen, como el de Rosa Toran.
Mientras vuelvo a la estación de Sants en aquella
noche de invierno barcelonés, pienso si ya no es un poco tarde
para todo eso. Ha pasado un cuarto de siglo desde la muerte de Franco.
Dentro de poco se celebrará la cumbre de los jefes de estado de
la Unión Europea en Barcelona. La gente está preocupada
por otras cosas. Por otro lado: en Alemania el debate aclarador sobre
el pasado, la Vergangenheitsaufarbeitung empezó sólo con
la revuelta de los estudiantes en 1968. Puede ser que dos décadas
y media de distancia sean más o menos el plazo natural para aclarar
algunas cosas.
¿Cuánto sabe un hombre?
Vuelvo al Pabellón de la República. Quiero
averiguar cuánto podía saber Serrano Súñer
en 1940 sobre lo que pasó en los campos de concentración
alemanes. Fotos de la época muestran a un hombre delgado, casi
flaco, cuya cabeza tiende a desaparecer bajo su amplia gorra militar.
Me gusta una imagen de él junto a Mussolini que encuentro en un
libro de historia. El Duce le mira con cierto desprecio burlón
como si le dijera: "Eh, niño, ¿qué buscas tu
aquí en esta reunión de hombres de verdad?" Pero parece
que el gran falangista y cuñado de Franco era un brillante negociador.
Esta impresión al menos la quiere evocar el libro de historia que
leo. Fue editado en 1997 y es una auténtica apología del
franquismo. Parece que Josep Pinyol tiene razón.
Me pregunto: ¿Se puede investigar cuánto
un hombre ha podido saber en un determinado momento de su vida? Bueno,
al menos hay indicios. Parece, por ejemplo, que Serrano Súñer
estaba muy bien enterado sobre lo que pasó con los judíos.
El intercambio de cartas del Ministerio de Asuntos Exteriores en Madrid
con las embajadas y legaciones en los países ocupados por Alemania
revelan que los diplomáticos españoles mandaban regularmente
informes sobre la situación de los perseguidos. El mismo Serrano
Súñer afirmó después de la guerra que la presencia
de tantas estrellas amarillas en los brazos de los segregados durante
su visita en Berlín, en 1940, le conducía a sospechar que
"el interior del engranaje de aquella máquina nazi podía
ser terrible." Y parece que esa observación tuvo también
un cierto efecto sobre él: en una carta a la embajada en París
en 1940 Serrano Súñer aconsejó "que los sefardíes
súbditos españoles (...) harán constar claramente
su condición de españoles para poder ser defendidos como
tales en el momento oportuno."
Jaime Vándor me cuenta que para salvar a judíos
algunas legaciones españolas, como la de Budapest, aplicaban una
ley promulgada por la dictadura de Antonio Primo de Rivera en 1924. En
aquel tiempo España se había acordado de sus ju-díos
expulsados en 1492. La mayoría de los sefardíes había
emigrado a Grecia y los Balcanes. Siguieron conversando en el idioma de
Cervantes. El gobierno de Primo de Rivera decretó que cada uno
de ellos podía pedir la ciudadanía española en cualquier
sede diplomática del país. (Lo hicieron no tanto por filantropía
sino porque la dictadura esperaba beneficios económicos de una
afluencia de comerciantes judíos ricos.)
Esto quiere decir que al mismo tiempo que los republicanos
españoles exiliados fueron declarados apátridas por el gobierno
franquista, embajadas y consulados franquistas otorgaron la ciudadanía
española a judíos en los países ocupados por los
nazis. "Sí, pero hay una diferencia importante", pienso.
"Los republicanos eran enemigos políticos de los franquistas
y habían luchado contra ellos en una guerra." Me lanzo más
en profundidad en los archivos y me doy cuenta que tampoco ese argumento
tiene suficiente peso. Mientras que durante la Guerra Civil las legaciones
franquistas solían entrevistar a los judíos solicitantes
de pasaportes sobre sus convicciones políticas, no encuentro ninguna
prueba de que esa fuera la práctica durante la Segunda Guerra Mundial.
La ayuda, de todos modos, parece arbitraria, azarosa y
poco organizada. La situación en París demuestra que el
cuerpo diplomático franquista tampoco estaba unido sobre la cuestión:
mientras que el cónsul general de España, Bernardo Rolland,
mantenía buenas relaciones con la comunidad hebrea y se empeñó
muchísimo en obtener privilegios para sus miembros de ciudadanía
española, el embajador español José Félix
de Lequerica almorzaba cada día con el jefe de la Gestapo y es
descrito por testigos como "más alemán que los alemanes".
En mi periódico, la Süddeutsche Zeitung de
Munich, encuentro un artículo que habla de un reciente estudio
científico del historiador alemán Bernd Rother: España
y el Holocausto. Allí se estima que durante la Segunda Guerra Mundial
murieron unos 175.000 sefardíes. Unos 40.000 judíos se salvaron
a través de España. Rother concluye que con buena voluntad
España habría podido rescatar a muchos más de su
destino. El papel de "salvador de los sefardíes" que
Franco se otorgó a sí mismo después de la Segunda
Guerra Mundial carece de justificación.
Jaime Vándor supone que la actitud prosefardita
del gobierno español se debía más al "oportunismo"
de los últimos años de la guerra, cuando Franco ya se daba
cuenta de que la derrota alemana era inevitable y buscaba simpatías
en las filas aliadas. Después de la guerra, Ángel Sanz Briz
tuvo que declarar públicamente que había actuado en Budapest
por encargo oficial y que el gobierno español había estado
detrás de su ayuda. La viuda del diplomático, Adela Quijano
de Sanz Briz, todavía hoy mantiene esa versión. Vándor,
sin embargo, dice claramente que no se siente salvado por un gobierno
sino por un acto individual de humanidad.
Lo que queda de la historia
En 1945, Jaime Vándor tenía sólo
un lugar para ir: España. Una vez obtenidos los visados de tránsito,
la familia cruzó Europa desde Budapest para reunirse con el padre,
que vivía en Barcelona desde 1940, donde se había instalado
como fabricante de productos de heladería y pastelería.
Le pregunto si no era muy raro para él vivir en un país
cuyo dictador había sido aliado de sus perseguidores. No se lo
planteó nunca, dice. "Era un niño de once años.
Sólo me quería reunir con mi padre."
El historiador Julio Valdeón Barruque escribe que
en la España franquista "no había precisamente un clima
muy positivo hacía los judíos". Jaime Vándor,
sin embargo, subraya que no tiene "muchas historias de antisemitismo".
Al contrario: "Aquí me declaré judío enseguida.
No nos dieron problemas." En 1958, sin embargo, no obtuvo la ciudadanía
española por su pertenencia a la religión equivocada. La
fuerte influencia del Opus Dei en el gobierno franquista impidió
que los judíos pudieran convertirse en españoles. "Pero
eso les pasó también a los protestantes y musulmanes",
añade. Esa discriminación al final le impidió hacerse
catedrático de lengua, cultura e historia judaica en la Universidad
de Barcelona. Sigue siendo profesor asociado desde hace 44 años
y sigue siendo el único judío en la facultad. En 1960 aceptó
la nacionalidad austríaca.
Le pregunto qué ámbito cultural considera
el suyo. Jaime Vándor recapitula sobre su vida: "Nací
en Viena. Mi lengua materna es el alemán. Mi lengua paterna es
el húngaro. El español es el idioma en que me siento a mis
anchas. Vivo en Barcelona. Cuando me voy a Madrid, soy catalán.
Cuando voy a Israel, me consideran español."
Jaime Vándor ha fundado una "Asociación
de Relaciones Culturales España-Israel". Y se asombra del
interés que su iniciativa ha despertado. Últimamente viaja
a menudo a Italia donde una película sobre el eroe italiano Giorgio
Perlasca ha generado una ola de homenajes póstumos. Vándor,
a pesar de su salud frágil, no se cansa de asistir y hablar con
ellos sobre su salvador.
Contar historias
El 2 de mayo de 1945, cuando Joan Escuer salió
por la puerta de Dachau, pesaba treinta y tres kilos y no tenía
ningún lugar adonde ir. Sus compañeros polacos, checos o
franceses regresaron a sus tierras, los judíos en su mayoría
se marcharon a Israel. España, sin embargo, estaba cerrada para
Joan Escuer porque era el único país en Europa que seguía
bajo dominio fascista.
Con los veteranos de la Resistencia, el gobierno francés
se mostró generoso. A Joan Escuer le pagaron una modesta pensión
con la cual sobrevivió veintisiete años como inmigrante
en París. En 1972 volvió a España clandestinamente
y se incorporó a la lucha antifranquista. Nunca ha dejado de militar.
A través de la "Amical de Mauthausen" sigue contando
su historia. Con sus treinta y tres años de exilio, Joan Escuer
ha redefinido su papel. Hoy está presente en la lucha contra la
xenofobia en el momento histórico en que España se ha vuelto
un destino de inmigración. La "Amical de Mauthausen"
y sus seiscientos socios actúan más y más como conciencia
pública en un país que corre el peligro de olvidar que durante
más que quinientos años ha sido marcado por la emigración.
Joan Escuer considera la legislación en España como "atrasada."
Cuando ve a los inmigrantes deambulando por la calle piensa que ellos
lo pasan tan mal como él lo pasó entonces.
Apago la grabadora y me despido de Joan Escuer en el pasillo.
Me golpea el hombro en un gesto amistoso. Le gusta que le escuchen. Y
yo sé que es la última oportunidad para hacerlo. Cuando
ya tengo la mano en el picaporte, me cuenta que su nuera, la viuda de
su hijo, es inmigrante peruana. "Me cuida y me pone las inyecciones.
Sin ella ya no
estaría aquí."
Bajo las escaleras y salgo a la calle donde me golpea
el viento. Entro en un bar y pido una cerveza. Mientras espero que el
camarero me la traiga, pongo la grabadora en la mesa y escucho la voz
de Joan Escuer: "Y el 27 de junio me marché a la Gran Batalla
del Ebro."
Pienso que, mientras los tenga grabados, Jaime Vándor
y Joan Escuer nunca cesarán de contar sus historias. Y mientras
hagan eso, tal vez disminuya la probabilidad de que vaya a pasar otra
vez lo que les pasó a ellos. Y queda también otra cosa.
Me acuerdo cuando me despedí de Jaime Vándor hace unos días.
Le di las gracias diciéndole que me había aportado mucho
nuestra conversación.
"A mí también", me dijo.
Sebastian Schoepp
(Munich) es escritor de viajes, reportero
político y redactor de periódico desde hace quince años.
Es editor del Süddeutsche Zeitung.
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