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noviembre
2002
Nº 95

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Chillida y la poética de
la ciencia
Agustín Fdez. Mallo y Aina Lorente
Resulta relativamente fácil (quizás también
relativamente cómodo) identificar las relaciones interartísticas
en campos como la literatura, la música y la escultura. Pero tambien
la física y las matemáticas dialogan, por ejemplo, con la
escultura. Esta es la propuesta de los articulistas, que ven en la poética
del vacío de Chillida ciertos ecos de la matemática contemporánea.
Hay muchas razones para entroncar a E. Chillida en una
corriente esencialista, en una estética de la retracción,
un hacia adentro en el espacio hasta palpar su médula, el vacío.
Corriente esencialista que, no obstante, se resuelve en ecos orgánicos,
finitos, humanos, porque esa médula del espacio, ese vacío,
no es otra cosa que el ser humano como ser poético. El vacío,
asegura Valente, es la primera premisa para que se dé la creación,
el poema. Así, el hombre constituye el inserto fundamental y generatriz
del espacio poético. Este esencialismo es bien conocido por cuantos
hayan seguido la obra del escultor. Sus referencias a Bach (quizá
el primer músico minimalista de la historia), a versos como Lo
profundo es el aire de J. Guillén, sus coincidencias con la palabra
de José Ángel Valente, o sus continuas alusiones a los grandes
místicos, con quienes comparte la investigación poética
del espacio-tiempo. Sin embargo, no es tan común emparentarlo con
eso que damos en llamar ciencias duras, aunque esas ciencias compartan
con Chillida y con los grandes místicos la misma investigación
poética, es decir, la única investigación posible,
la única radical, la del hombre y las cosas en tanto insertos en
el espacio-tiempo puros. Es más, el artefacto poético-conceptual
de las ciencias duras forma parte de su obra al punto de constituirla.
Poética de las ciencias
En efecto, existe una gran afinidad, expresada por el
escultor, entre su obra y las grandes geometrías curvas contemporáneas
como la de Riemman, utilizada en la Teoría de la relatividad general
de Einstein, o las aún más modernas teorías de pliegues
del matemático René Thom. Esta misma afinidad le lleva a
desechar la clásica geometría euclídea; en especial,
el ángulo recto. De hecho, desde que descubre la luz negra del
norte, como él mismo la definió, frente a la luz mediterránea,
y comienza la etapa que le da auténtica proyección, declara
que no quiso continuar con los estudios de arquitectura porque no es posible
extraer zumo poético de los ángulos rectos: "Lo interesante
se da siempre en torno a los 89 o 92 grados, en el límite de lo
recto aseguraba, en lo rectamente curvo." El motivo está
recogido: "Nunca caigo en el ángulo recto por la sencilla
razón de que la respuesta a un ángulo recto es otro ángulo
recto." Así pues parece que lo que pretende es evitar ese
tipo de diálogo estéril que se da siempre entre entidades
idempotentes. Lo que busca: tensión. El arte, cuando lo es, no
crea anestesias.
La obra quizá más radical en este sentido
fue la que no hizo: el vaciado del Monte de Tindaya. Escultura que, en
palabras de Kosme Baraño, no se coloca en un lugar sino que de
su vacío procede finalmente el lugar. Del vacío, entidad
infinita por antonomasia, procede el lugar, entidad finita y humana aunque
en apariencia continúe vacía. Y en este caso, una vez más
Chillida resuena en el puro espacio matemático, en el de una función
matemática que, en honor al físico teórico Paul Dirac,
se da en llamar Delta de Dirac.
Delta Dirac = Monte de Tindaya
La Delta de Dirac, d(x), es una función extraña
y en cierto modo sorprendente. Sintetizando, puede decirse que su valor
es 0 en todos los puntos del espacio, menos en el origen de coordenadas,
donde toma el valor infinito. Se representa:
Parece, entonces, que si se hace la suma de toda la función,
es decir, si se suman todos esos ceros y ese infinito, la suma deberá
dar como resultado el valor infinito. Pero no. La suma de la Delta de
Dirac a todo el espacio, extrañamente, da como valor un número
finito. Es este paso de lo infinito a lo finito lo que nos interesa. De
lo inmensurable a lo medible; a lo encarnable.
Gráficamente, así representada, antes de
la suma, parece que la Delta de Dirac fuera la clásica representación
de los ejes de coordenadas sobradamente conocidos, la propia definición
de espacio euclídeo vacío, aquel que concibe y maneja en
su seno los ángulos rectos que tanto incomodaban al escultor. Así,
Delta de Dirac, antes de la suma es, como Monte de Tindaya, puro espacio
vacío. Pero, también como Monte de Tindaya, de su vacío
procede el lugar, y después de la suma cobra un valor finito, humano,
se hace propiamente lugar en el sentido de Heidegger, en el sentido de
espacio que, aunque vacío, es condición imprescindible para
darse la obra poética, crear es generar un estado de disponibilidad
en el que la primera cosa creada es el vacío, un espacio vacío
(J. Á. Valente). Tanto Delta de Dirac como Monte de Tindaya, vistos
punto a punto son espacios planos, vacíos, euclídeos, inaprensibles,
infinitos, pero sumados, integrados a todo el espacio, paradójicamente,
se encarnan por finitud, devienen en lugar y hablan del ser humano de
una forma extrema y esencial. Es ahí, en la suma, donde la platónica
matemática y la inerte escultura se transforman, de puro concepto,
en pura materia poética; el logos se hace carne. Dada la afección
de Chillida por los espacios curvos, por las geometrías de Riemman,
se puede proponer una imagen de cómo esa escultura cobra finalmente
un valor finito y humano.
Pliegue en el Espacio-Tiempo
En Teoría de la relatividad general, para ilustrar
el espacio-tiempo curvo (geometría de Riemman) suele usarse el
símil de la cama elástica infinita a la cual se le pone
una bola pesada en cualquier punto y, así, se hunde visiblemente;
se curva. La superficie de la cama elástica sería el espacio-tiempo
curvo, y la bola un planeta que, puesta otra bola de prueba más
ligera en sus cercanías, la atrae hacia el hueco igual que la gravedad
atrae a la manzana hacia la tierra. Con todo, este espacio es infinito.
Pero podemos imaginar que esa bola que reposa en la cama, en nuestro caso
un lugar cargado de espacio poético o de una especie de telúrica
del espacio, crea un pliegue de esta forma:
que se estrangula y cierra sobre sí creando
una bolsa de una muy alta densidad de vacío, en la que el espacio,
como responde al humano lugar, como responde a la suma de la Delta de
Dirac, como responde a la integral de Monte de Tindaya, se edifica localmente
finito aunque la totalidad continúe siendo infinita. Una bolsa
en la que una bola de prueba que cayera por su superficie, a la vista
de la propia geometría de esa bolsa, se vería sometida a
una gravedad y a una antigravedad de modo que no caería del todo
porque se alejaría en algunas zonas y en otras se acercaría,
sometida así a aquel diálogo y tensión que el escultor
quería conferir a sus obras evitando el ángulo recto. Quitemos
la bola de prueba y pongámonos cualquiera de nosotros: es la mismísima
tensión del lugar lo que sentiremos en el interior de esa bolsa
hueca: gravedad atravesada por antigravedad en el espacio curvo-poético
que Chillida buscó en Monte de Tindaya y, en justicia, encontró.
Son sus palabras: crear un espacio mediador entre nosotros y el cosmos.
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