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noviembre
2002
Nº 95

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La "solución final"
de Ibarretxe
Tomás Fernández Aúz
La propuesta de "solución final" al
conflicto vasco, por parte del lehendakari Juan José Ibarretxe,
máxima autoridad política del País Vasco, ha suscitado
innumerables reacciones. Tomás Fernández Aúz da cuenta
minuciosa del alcance y consecuencia que tendría dicha propuesta,
y de las exigencias éticas que deberían asumir los nacionalistas
frente a esta coyuntura.
En los últimos días suscita comprensible
revuelo la llamada "oferta" de Juan José Ibarretxe, en
la que se contiene un plan para separar de facto al País Vasco
de España. Ya en la exposición de motivos, imagino al nacionalista
(vasco o no) objetar que no se trata de una separación, sino de
un vínculo no subordinado, acaso más laxo, pero existente,
y tal vez más auténticamente sólido por haber sido
pactado por las partes.
Pues bien, ya que hablamos de partes, empecemos por desglosar
el asunto, siquiera sea en este mínimo nivel de su definición,
y puntualicemos lo siguiente. En primer lugar, hablemos claro. No confundamos
la retórica defensiva con la realidad de los hechos. El nacionalista
persuadido de que una noción tan poco ibérica como la de
un "Estado libre asociado" no es una apenas dulcificada forma
de secesión haría bien en recordar que si niega tal separación
lo hace sin duda en el plano del respaldo a los argumentos propios frente
a los del adversario; o sea, como recurso para seducir. Y es que si el
nacionalista llama "no separación" y "voluntario
vínculo nuevo" a lo que en realidad deriva de su insatisfacción
con el vigente, no puede obviar que dicho lazo, de aflojarse mucho más,
daría sin duda en la más vaporosa inexistencia.
Siendo la descentralización del Estado autonómico
español una de las más acentuadas de Europa, la independencia
de una región, que, descontenta con su actual libertad de movimientos,
desee ampliar los límites de su desvinculación, topa con
el problema de que esos límites, ya pactados, son difíciles
de dilatar sin llegar al punto de ruptura. Por ello, demos al menos a
toda nueva distensión el nombre de lo que realmente hace: separar,
con riesgo de explosión, lo que antes formaba una unidad.
Una secesión camuflada
Pero pasemos a la segunda objeción nacionalista:
la que sostiene que la nueva relación inauguraría un vínculo
"querido" y, por tanto, más sólido que el otro
"impuesto". Pero, ¿cómo dar crédito a este
argumento si lo que se esgrime para justificar la ruptura (o la "superación",
según la corrección política al uso) del pacto anterior,
igualmente querido, es la necesidad de su sustitución por uno nuevo?
No se ve por qué cabe suponer a éste "más sólido"
que el anterior, ni por qué sortilegio habría de considerárselo
más inmune a su ulterior "superación", etcétera.
La única forma de detener este regreso infinito es lograr que la
situación sea "insuperable", es decir, que, por ser separación,
ya no quepa más añadidura.
Establecido pues que de lo que hablamos es de una propuesta
de secesión camuflada bajo la apariencia de un neovínculo
que en realidad no es sino la etapa última de la seriada fractura
de los lazos históricos, lingüísticos, culturales,
sociales, etcétera, existentes, y admitido que dicha separación
se efectúa en nombre de un deseo, legítimo, pero de máximos,
de una parte de la población, tendremos que suponer que, con idéntica
legitimidad, España podría igualmente sugerir la realización
de un hipotético proyecto político mayúsculo, siempre
por medios democráticos, siempre en función del número
de votos, y "proponer", por ejemplo, la eliminación de
la autonomía vasca o catalana en nombre de la "unidad de España".
Eliminar las autonomías
Si hemos de aceptar que es bueno ser nacionalista y que
también lo es querer tener las manos libres, no veo cómo
podría negarse la bondad del nacionalismo opuesto. Ahora bien,
¿gustaría en Cataluña, o en el País Vasco,
que España planteara, por boca de su presidente, ante el Parlamento
y con su apoyo, coaligado con el PSOE (como el PNV con EA), la puesta
en marcha de una "oferta" que eliminase la autonomía
de las comunidades ahora razonablemente independientes para dotar al país,
o mejor, al "pueblo", de la máxima libertad de acción
política? ¿Y a qué sonaría que el presidente
Aznar añadiese, a renglón seguido, que tiene pensado convocar
un referéndum, incluso aunque a él se opongan las autonomías
porque no va a permitir "bloqueos", y adoptar luego
las medidas correctoras que del resultado se deriven? ¿Sería
eso, logrado con voto popular, un "legítimo proyecto"
de nacionalismo español? ¿O más bien una patología
producto de la logotóxica manipulación de los sentimientos
de una parte de la población?
A mi entender, lanzada con intención desestabilizadora
habida cuenta de que, hoy por hoy, el "plan" de Ibarretxe
(que tan útil puede resultar para reavivar preelectoralmente los
furores patrios del president Pujol) es una cabizbaja concesión
a los mártires de la descarriada ETA, la "oferta"
del expansionismo nacionalista vasco es un intento de imponer a todos
el proyecto propio con tal de sobrevivir políticamente al lento
declive del nacionalismo étnico como ideología populista
de movilización.
El gesto de Ibarretxe no sólo es un intento de
dar visos de realidad a la absurda mentira de la "opresión"
vasca, es también un oportunista y sectario sorpasso de radicalidad
a los radicales, una absoluta falta de respeto a las víctimas de
la sanguinaria paranoia terrorista, a las que se propone como solución
el cumplimiento de los fines de la banda, un desprecio inaudito a la voluntad
de los ciudadanos españoles que son parte activa en el pacto
que ahora se quiere "superar", incluso unilateralmente,
un pasmoso ejercicio de irrealidad política que haría de
la vasca una comunidad-burbuja, aislada de Europa y aislada de España,
una peligrosa pirueta económica y, para no seguir, una amenaza
de convulsión nacional francamente muy poco recomendable
Parafraseando a Nietzsche, ETA ha planteado al PNV el
chantaje de sus mártires, y éste ha sacado la conclusión
de que "la causa por la cual alguien se entrega a la muerte es sin
duda algo importante". Los nacionalistas vascos, y en menor medida
los catalanes y los gallegos, junto con la neoizquierda del posproletariado
presas todos de un ataque de angelismo que les hace opinar medrosamente
que la ley de partidos cercena la "libertad" de Batasuna y sus
votantes, ignorando que es justamente la libertad la que nos obliga a
impedir la larga coacción fascista de una cínica organización
antidemocrática, están convencidos de que "todavía
hoy basta una persecución un poco tosca para proporcionar un nombre
honorable a un sectarismo en sí muy diferente". ETA les ha
convencido de que "con sangre se demuestra la verdad". Y por
eso, cometiendo un error de bulto, han creído que, una vez eliminada
la sangre, quedaría "la verdad", lo que les ha hecho
ponerse a procurar la verdad sin la sangre. Eso les parece "democrático".
No han comprendido que la tesis de ETA es falsa, que su verdad es mentira,
y que por mucho que se enjugue la atroz cicatriz de su brutalidad, es
imposible reconvertir semejante "verdad" en un proyecto "democrático",
porque sólo es el pretexto para una impresentable hegemonía
racialista y totalitaria. Den pues, los nacionalistas vascos, prueba de
alguna sensatez no tratando de apañar la mortífera efusión
de ETA con esa especie de "solución final" que a bombo
y platillo nos proponen.
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