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noviembre
2002
Nº 95

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Nueva York: un año después
Eliot Weinberger
¿Cómo delimitar el alcance de los atentados
del 11 de septiembre? Eliot Weinberger, calificado por Paul Auster como
"uno de los grandes ensayistas de Estados Unidos", da cuenta
de ello con una visión descarnada sobre la sociedad norteamericana
y el gobierno de Bush. Weinberger acaba de publicar el libro de ensayos
Rastros kármicos (Emecé, 2002).
1de septiembre de 2002: a punto de cumplirse el primer
aniversario, y al borde de un frenesí conmemorativo de los medios
que podría sumir al país en un coma diabético, es
posible retirarse a las montañas a la manera de un sabio chino,
o bien quedarse a contemplar un instante, de lejos o de cerca, la Zona
Cero.
Allí no hay nada. Han limpiado todo de escombros,
y con ello el área parece ya realmente su epónimo, la Zona
Cero de un ataque nuclear; el aire vacío que alguna vez fue ocupado
por las torres es casi palpable. Y, sin embargo, la nada absoluta del
paisaje tiene un efecto tranquilizador: es un refugio de silencio, un
antimonumento que resulta el mejor monumento posible, un centro inmóvil
en torno al cual gira un mundo y un año de delirios continuados,
en transformación continua.
Desde el 11 de septiembre, la obsesión nacional
de los estadounidenses ha sido definir cómo se distingue el "nosotros".
Pareciera que todos los artículos de los periódicos y revistas,
sea cual fuere su asunto las relaciones maritales, los videojuegos,
las vacaciones de verano o la nueva narrativa, han de incluir en
la actualidad al menos un párrafo en que se demuestre cómo
el tema, o su futuro, ha quedado irrevocablemente transformado desde aquel
aciago día.
"Nosotros" ha sido siempre una generalización
inútil en una nación habitada por una pluralidad de pueblos
que casi nada tienen en común, salvo alguna preferencia por determinados
bienes de consumo y por la comida rápida, actual preferencia compartida
por millones de personas en otros países, las cuales al parecer
no son "nosotros". De hecho, la palabra "americano",
cuando se aplica a cualquier otro aspecto que no sea la política
del gobierno estadounidense, casi siempre carece de sentido: hay demasiadas
excepciones a la regla.
Sin embargo, la insistencia en la primera persona del
plural hace difícil ver cómo los artefactos y las actitudes
de los estadounidenses han cambiado en lo mínimo desde el 11 de
septiembre. Un ejemplo patente: hasta el verano pasado nunca tantas personas
habían ido a ver películas de cosas que hacen explosión
incluso, como en el caso del Hombre araña, en que hacen explosión
en Nueva York, unas películas que, según afirmaron
los comentaristas el 12 de septiembre, nunca más volverían
a producirse pues la realidad había superado la ficción.
Pero de algún modo, pese al desastre, y a la interpretación
que los expertos hacían del zeitgeist, la vida y el Hombre araña
hallaron el modo de seguir adelante.
Con todo, hay algo que sí ha cambiado. En pocas
palabras, "nosotros" seguimos siendo los mismos, pero tenemos
los nervios destrozados. A lo largo del año pasado los estadounidenses
se han convertido en novicios de una secta: se les mantiene despiertos
y en un estado de distracción continua. O mejor dicho, como aquel
espía capturado en las películas de los años sesenta,
cuya tortura consiste en atarlo a una silla en una pequeña habitación
con música estridente e imágenes que se proyectan sobre
la pared.
Dos fuerzas poderosas han coadyuvado para volver locos
a los estadounidenses. Por un lado, el Gabinete de la Casa Blanca. (En
este caso, como es habitual, no es posible personalizar y referirse a
la administración con el nombre de su dirigente, pues George W.
Bush tiene exactamente la misma relación con las medidas que adopta
su gobierno que Britney Spears con las operaciones de Pepsi Corporation.)
Al igual que todos los gobiernos despóticos y no empleo esta
palabra a la ligera, han advertido que la exageración de las
amenazas internas y externas a la sociedad es la mejor manera de granjearse
el apoyo popular. Por otro lado, están las veinticuatro horas de
histeria y desmesura de los noticiarios, en permanente reclamo de mayor
sensacionalismo para tener a su público en vilo frente al televisor.
Los dos juntos han creado una especie de techno-rave de lo inquietante
y aterrador, y a cada nuevo pánico artificial le sigue otro, borrando
así el recuerdo del anterior.
Nos han vuelto locos porque, cada dos o tres semanas durante
varios meses, el FBI o ese extravagante fundamentalista cristiano que
es el Fiscal general, John Ashcroft, anunciaban la "inminencia"
y la "certeza" de otro ataque terrorista en los días
siguientes, o ese fin de semana, o la semana próxima. Para que
ningún estadounidense se sintiera a salvo los blancos se ubicaban
por todo el país: el puente Golden Gate, la torre Sears, el monumento
a Lincoln, Disney World, la Campana de la Independencia e incluso, Dios
nos ampare, los estudios Universal. Ashcroft, el cual al parecer ha visto
demasiadas veces The Manchurian Candidate, advertía periódicamente
sobre las "células latentes" de terroristas de Al-Qaeda
que vivían en el anonimato, tal vez en la casa de al lado, y que
podían activarse en el momento menos pensado. Casi todos los días
se evacuaba un aeropuerto, se desalojaba un centro comercial, se retenía
el tráfico durante horas al cruzar las inspecciones a paso de tortuga.
Nos han vuelto locos porque en las primeras semanas después
del 11 de septiembre, los medios estaban fijados de modo permanente en
las posibilidades y consecuencias de ataques terroristas con armas biológicas,
y en particular con ántrax. Como era de esperar, aquello provocó
que un solitario en busca de emociones intensas especie que abunda
en Estados Unidos enviara esporas de ántrax por correo, difundiendo
así el miedo entre todos aquellos ciudadanos que no estaban en
las inmediatas cercanías de los monumentos históricos o
los parques temáticos. Como era también de esperar, el Gabinete
de la Casa Blanca y los serviles medios de comunicación declararon
que todo había sido obra de terroristas árabes, si bien
estaba claro desde el primer día que el remitente de los sobres
envenenados era uno de nuestros propios Timothy McVeigh o Unabomber: un
terrorista internacional diseminaría esporas de ántrax en
el metro de Washington, pero no las enviaría a un tabloide de cotilleo,
popular en los supermercados de las provincias estadounidenses. (Y ya
es público que el Gabinete de la Casa Blanca estaba tan obsesionado
con descubrir una conexión iraquí, que de hecho prohibió
al FBI cuya ineptitud no precisa de asistencia que investigara
los indicios en el interior del país.) Todavía una carta
tarda meses en llegar a cualquier dependencia del gobierno, pues todo
su correo, al igual que una cena en Estados Unidos, ha de pasar antes
por el horno de microondas.
Nos han vuelto locos porque la detención encubierta
y la deportación sin proceso de millares de hombres (se desconoce
la cantidad exacta) por el delito de ser de Oriente Próximo, tener
la piel oscura o hablar un idioma extranjero en un sitio público
un conjunto que incluye a los judíos de Israel y a los sikhs
de la India, es aterrador no sólo para los musulmanes estadounidenses,
sino también para millones de residentes legales e ilegales de
origen no europeo. Entre los latinoamericanos con los que hablé
gente de pocos recursos con una idea muy vaga de los musulmanes,
pero con un saber enciclopédico de las leyes y prácticas
de inmigración, existía la impresión generalizada
de que serían "primero ellos, y después nosotros".
Nos han vuelto locos porque las detenciones encubiertas;
las declaraciones de Ashcroft según las cuales toda crítica
al gobierno se tiene por traición; las listas publicadas en internet
de profesores universitarios que criticaban al gobierno; la propuesta
presidencial de crear un ejército de millones de informantes gubernamentales,
compuesto de carteros, medidores del gas y la electricidad, repartidores
de pizzas a domicilio y de todo el que sea capaz de tocar un timbre; y
las advertencias de esa suerte de Muerte Personificada, el ministro de
Defensa Donald Rumsfeld (a quien el mismísimo Henry Kissinger calificó
de "la persona más espeluznante que he conocido"), según
las cuales había traidores entre nosotros que filtraban información
secreta, provocó el temor de represalias entre quienes deseaban
manifestar su opinión, ya fuera en público o privado. Además,
el fundamento de la democracia estadounidense es, en teoría, la
libertad de expresión. En la práctica, esto ha significado
que todos pueden decir lo que les apetezca puesto que nadie está
escuchando. De pronto surgió la posibilidad de que personajes como
Ashcroft estuvieran escuchando, y de que los críticos fueran tachados
de disidentes y debieran sufrir repercusiones tangibles por sus intangibles
ideas.
Nos han vuelto locos con las guerras, reales o inminentes.
Ya se ha olvidado que el 10 de septiembre la popularidad del presidente
Bush era extremadamente baja. El auge económico de los años
de Clinton se desplomaba, y a él se lo tenía por un tonto,
blanco de las bromas de los humoristas de la televisión nocturna;
por un autómata controlado por su vicepresidente Dick Cheney, una
suerte de Dr. Mabuse/Dr. No/Dr. Malvado; por un presidente que ni siquiera
había sido elegido, sino que había llegado al poder gracias
a una especie de golpe de Estado judicial. La única esperanza de
Bush era una guerra que uniese a la nación, como ya había
hecho su padre durante su propia crisis económica, y es obvio que
si no hubiese acaecido lo del 11 de septiembre, Estados Unidos habría
invadido Irak a finales de año. El Gabinete ya había empezado
a manifestarse al respecto el primer día de la presidencia de Bush,
pero antes era preciso poner en marcha el gobierno y esperar a que el
tiempo refrescase en el desierto.
El 11 de septiembre les dio una alternativa. En vez de
referirse al ataque como ocurrió en Europa como un crimen
monstruoso cuyos perpetradores habían muerto, pero cuyos cómplices
debían ser capturados, se lo calificó de inmediato como
un acto de guerra, un nuevo Pearl Harbor, lo cual evidentemente no era.
(La guerra, como se ha repetido a menudo, es la política o los
negocios por otros medios: el intento de coaccionar al otro para que acepte
las medidas, los productos o la soberanía propios. Al-Qaeda, al
igual que todos los movimientos revolucionarios juveniles, está
más preocupado por la conciencia que por la realidad política,
y el ataque al World Trade Center fue una suerte de publicidad grotesca.)
Ante la ausencia de un enemigo concreto contra el cual librar una guerra,
el Gabinete de inmediato mezcló en la imaginación colectiva
a Al-Qaeda con los talibanes, propugnando así la llamada "guerra
contra el terrorismo" lo cual convirtió una metáfora,
o un lema publicitario, en una realidad grotesca, proclamando todos
los días nuevas y apabullantes victorias, y acaso masacrando a
muchas más personas inocentes que las muertas el 11 de septiembre.
En lo que respecta a Osama Bin Laden o a cualquier otro
miembro importante de Al-Qaeda, la guerra contra el terrorismo nunca logró,
en palabras de Bush cuando citaba las ya célebres de John Wayne,
"sacarlos de su madriguera y cazarlos". Pero no importa: los
medios estaban de plácemes con la captura de un lastimoso adolescente
de California, al cual enseguida apodaron La rata al tiempo que clamaban
por su ejecución, hasta que su familia contrató a unos costosos
abogados la Justicia al estilo de Estados Unidos que le salvaron
la vida. Pero no importa: Ashcroft pronto interrumpió los programas
de televisión para anunciar vía satélite desde Moscú
la sensacional detención de un hombre de aspecto siniestro y nombre
árabe que estaba a punto de explosionar unas bombas radioactivas
"sucias" en ciudades de Estados Unidos no identificadas. Eso
suscitó varios días de delirio televisivo sobre lo fácil
que es fabricar bombas como aquellas, sobre las víctimas potenciales
y sobre cómo somos o no capaces de protegernos, hasta que se descubrió
que aquel nefasto bombardero "sucio" era un puertorriqueño
de una pandilla de Chicago, el cual se había convertido al islam
en la cárcel, y cuyo siniestro plan había consistido apenas
en buscar "bomba radioactiva" en un directorio de internet.
Pero no importa: como de Afganistán no venía
nada que indujera al pánico, el Gabinete de la Casa Blanca buscó
otros lugares en el mapa donde imaginarse librando una guerra. ¿Indonesia?
¿Filipinas? ¿Siria? Se propusieron planes, se regodearon
con ellos y luego los olvidaron. Después, habiendo ya retirado
su apoyo a las negociaciones entre Corea del Norte y del Sur que había
iniciado Clinton en su día, de pronto el Gabinete, arbitrariamente
y sin fundamento alguno, amenazó con arrojar la Bomba en Corea
del Norte: la primera vez que un gobierno estadounidense mencionaba un
"ataque preventivo" con armas nucleares. A eso siguió
el célebre discurso de Bush sobre el "eje del mal" el
Eje comprendía, acaso ya se haya olvidado, naciones estrechamente
aliadas como Irán, Irak y Corea del Norte, pero por alguna razón
se había omitido a los vándalos, los hunos y los visigodos
lo cual era tan aterrador que mis hijos comenzaron a preguntarse si no
sería una buena idea trasladarnos a Costa Rica. Y ahora, desde
luego, el Gabinete está ofreciendo un extraño simulacro
de guerra en Irak, a la manera de aquellos juegos tácticos de tablero
a que los empollones solían jugar antes de la era de Nintendo:
todos los días anuncian estrategias bélicas completamente
distintas, con mapas, a las que siguen explicaciones al parecer basadas
en la telepatía sobre las posibles estrategias defensivas
de Sadam.
Pero sobre todo, más que las pesadillas de terroristas
sonámbulos, policías secretas, ataques nucleares y el apocalíptico
correo publicitario, durante el último año nos hemos vuelto
locos con el dinero. Durante los años de Clinton, y por primera
vez, la clase media había puesto buena parte de sus ahorros sobre
todo ahorros para su jubilación en el mercado de valores.
Hoy día han perdido la mitad, y en muchos casos más que
la mitad. La caída del mercado de valores ha causado que millones
de personas hayan perdido sus empleos o se vean obligados a trabajar con
salarios reducidos drásticamente. Esto ha sido lo más devastador
en un país fundado sobre la "búsqueda de la felicidad"
y el sueño de un futuro venturoso. La solución del Gabinete
de la Casa Blanca para esta crisis, desde luego, ha sido reducir los impuestos
a los que ganan más de dos millones de dólares anuales.
Y no sólo quieren reducir los impuestos de las corporaciones, sino
que además lo quieren retroactivo, para que así éstas
puedan recuperar el dinero que han pagado los doce años anteriores.
(Puesto que al parecer todavía existe un partido de oposición
llamado Demócrata, han optado con prudencia por doce, en lugar
de cincuenta o cien años.)
¿Es posible entender a Estados Unidos? Los europeos
tienden a imaginarlo como una versión más rica, más
vulgar y más violenta de Europa. Pero tienen poco en común
además de una mayoritaria población blanca. Estados Unidos
es una república bananera con muchísimo dinero. Es acaso
la república bananera perfecta. Sus generales no necesitan tomar
el poder, ni ocuparse de esas tareas tediosas, nacionales y ajenas a la
milicia, pues no importa quién sea la cabeza visible del gobierno,
ya que los generales siempre se salen con la suya: montones y montones
de juguetes para divertirse. (A menudo el Congreso les da incluso juguetes
que no querían.) Además, al igual que los generales de una
república bananera, desde la guerra de Vietnam no sienten un ansia
urgente de matar con dichos juguetes, pues ello implica que algunos de
sus propios muchachos también podrían caer. Los equipos
son su fetiche, y su único anhelo es el hardware más reciente
y las elaboradas maniobras para ponerlo a prueba. Su modelo bélico
es Granada, y su renuencia a librar una guerra sigue siendo la mayor influencia
en la nación para mantener la paz.
Si se incluye a los así llamados servicios de "inteligencia"
como sector de la defensa, unos dos tercios de los impuestos recaudados
en Estados Unidos van a parar a los generales. Eso desde luego deja muy
poco margen para otras obligaciones, y por eso Estados Unidos, en cuanto
a su infraestructura y bienestar general, es la república bananera
de las naciones industrializadas: el veinticinco por ciento de su infancia
vive en la pobreza, cuenta con el peor sistema educativo, el peor transporte
público, carece de medicina social, tiene los mayores índices
de analfabetismo, mortalidad infantil y embarazos de menores, millones
de habitantes no tienen casa y parece como si la peste acabara de pasar
por sus pequeñas ciudades.
Como en toda república bananera, el gobierno está
dirigido por los ricos. Esto se ha hecho aún más patente
desde el auge del imperio televisivo en la política nacional. En
la actualidad hacen falta ingentes sumas de dinero para comprar anuncios
y ser elegido un cargo menor de un gobierno local cuesta un millón
de dólares, la reciente campaña presidencial ha costado
mil, y quienes llegan a ser elegidos han de pasar la mayor parte
del tiempo recaudando fondos para su reelección. Ese dinero, ni
qué decirlo, proviene de las personas o las corporaciones que disponen
de él, y esas personas o corporaciones, ni qué decirlo,
esperan que se les retribuya. (La política estadounidense cambiaría
por completo de la noche a la mañana si se prohibieran los anuncios
televisivos para las campañas, como ocurre en la mayor parte del
mundo, pero eso implicaría que el sistema ha decidido destruirse
por voluntad propia.)
Sin embargo, antes de la era Bush, perduraba el supuesto
de que había de hacerse algo por el bien de las personas que de
hecho emiten su voto. En parte porque esos votos harían falta de
nuevo, y en parte también porque los cargos no sujetos a elección
en el gobierno solían provenir de las filas de los funcionarios
públicos, los cuales, además, habían decidido dedicar
su vida al servicio de los ciudadanos. Pero las repúblicas bananeras
a veces están maduras y otras podridas, y el actual Gabinete de
la Casa Blanca es algo completamente nuevo. Casi todos sus integrantes,
tras haber trabajado para Bush padre, ocuparon cargos ejecutivos en compañías
petroleras, energéticas y farmacéuticas durante los periodos
de Clinton. El jefe de Gabinete era el principal cabildero de la industria
automotriz en Washington contra las restricciones a la contaminación,
y Condoleezza Rice la guerrera Xena del Gabinete es dueña
incluso de un buque petrolero que lleva su nombre. Sólo en 2000,
un año antes de que formaran parte del consejo de administración
de Bush hijo, casi todos entre ellos Colin Powell recibieron
entre veinte y cuarenta millones de dólares. La mayoría
recibe ingresos netos de al menos cien millones, y algunos aún
mucho más. Teniendo en cuenta que Bush no fue siquiera elegido,
su Gabinete representa una compra hostil corporativa del gobierno de Estados
Unidos.
Perforemos el cráneo de George W. Bush. Su ignorancia
de casi todos los aspectos del mundo linda en la patología. Resulta
casi inimaginable que un hombre acaudalado proveniente de una distinguida
familia de Nueva Inglaterra, y educado en Andover, Yale y Harvard, nunca
haya pensado visitar París, sino que en su primer viaje haya podido
declarar: "Jacques Chirac me dice que la comida aquí es estupenda,
ahora lo averiguaré." Se parece mucho a Osama Bin Laden: los
dos son otrora disolutos hijos de familias acaudaladas, los dos han sido
llamados por el Dios Único (el cual parece estar contradiciéndose),
los dos están aislados del mundo, el uno en una cueva y el otro
en un rancho apartado, el uno no lee libros y el otro acaso sólo
lea uno. ¿Es acaso una sorpresa que sus familias sean socias y
amigas? Bush ha pasado la mayor parte de su vida en un mundo tan provincial
como el de la casa real saudí (y está claro que allí
nunca se menciona Francia): un reducido círculo de millonarios
tejanos del petróleo y la energía, que lo salvaron una y
otra vez de sus desastres financieros por ser hijo del presidente, un
tío simpático, uno de ellos.
A la manera de las familias patricias, cree como su padre
que él y su Gabinete saben lo que más le conviene a su país
y al mundo, y carecen de paciencia con las tediosas opiniones ajenas.
Cuando tuvieron que formular la política energética del
gobierno, reunieron a un grupo de ejecutivos de compañías
energéticas, no se molestaron en incluir siquiera simbólicamente
a un ambientalista, a un defensor de los derechos de los consumidores
o a un dirigente sindical, y luego se negaron a dar a conocer los acuerdos.
Cuando organizaron recientemente una conferencia para abordar la crisis
económica, sólo invitaron a los grandes contribuyentes del
Partido Republicano y a hombres de negocios de pequeñas ciudades
en poder de los republicanos. El Gabinete cree en un Gobierno Secreto,
una creencia corroborada por las desapariciones del vicepresidente Cheney-Mabuse
al parecer para protegerlo de los terroristas, si bien Bush, el portavoz
del Gabinete, se presenta a menudo en público, lo cual provocó
conjeturas sobre su muerte, hasta que él (o quizá su doble)
volvía a comparecer milagrosamente en televisión. Por eso
no les importa nada que el resto del mundo hasta sus propios generales
se opongan a una invasión de Irak. Saben que los hombres han de
cumplir con su deber. Sobre el escritorio de Rumsfeld hay una placa inscrita
con las palabras de aquel cazador de grandes presas y pequeñas
naciones, Theodor Roosevelt: "La lucha agresiva en pos de lo correcto
es el deporte más noble que hay en el mundo."
Si se perfora el cráneo de Bush, lo que hay sobre
todo es un mar de petróleo. Es difícil entender a Bush sobre
todo cuando habla, pero de alguna manera es más fácil
si se tiene en cuenta que sólo percibe el mundo entero en función
de la producción y el consumo de petróleo. Mucho antes del
11 de septiembre ya hablaba del derrocamiento de los talibanes para que
Unocal pudiera construir un oleoducto que cruzara Afganistán desde
Kazajistán a Pakistán. (El actual enviado especial de Estados
Unidos a Afganistán el equivalente a un embajador era
el principal asesor de Unocal en el proyecto. El supuesto presidente de
Afganistán, Hamid Karzai, fue funcionario de Unocal.) El único
país de Occidente que ha atraído su atención es Venezuela,
donde intentó derrocar a Hugo Chávez, porque allí
es donde hay petróleo. No tiene ningún interés en
Palestina o Israel porque no tienen petróleo. Libia no destaca
como integrante del Eje del Mal, porque Kadhafi ha suscrito acuerdos con
las compañías petroleras. Europa es una molestia insignificante
que ni siquiera tiene petróleo; Rusia tiene petróleo y Bush
ha dicho que cuando miró a Putin a los ojos supo que era un buen
hombre. La nación totalitaria de Arabia Saudí, que apoya
al terrorismo, es nuestra aliada porque de allí mana el petróleo;
la nación totalitaria de Irak, que apoya al terrorismo, es nuestra
enemiga porque el petróleo allí no mana como es debido.
Pero si se perfora hasta el núcleo de George W.
Bush se encuentra algo más, algo que parece tan exagerado, algo
que se parece tanto a los lugares comunes de la vieja propaganda comunista
que apenas resulta creíble. Y, sin embargo, los indicios de su
mandato como gobernador de Texas, y la evidencia cotidiana de su presidencia,
demuestran que es cierto. Una vez que se desprende la retórica
que le dan para que lea en voz alta, está claro que Bush piensa
que su papel, su único cometido como presidente de Estados Unidos,
es ayudar a sus amigos más íntimos.
Cuando fue gobernador se apoderó de incontables
administraciones y fondos públicos, eliminó las comisiones
públicas de seguimiento, y simplemente traspasó el dinero
o el trabajo a sus amiguetes del golf. Ahora que es presidente, su Gabinete
ha renovado por completo al personal del escalafón medio de la
burocracia donde se ponen en vigor las leyes que nos afectan todos
los días, y éstos, a su vez, han cambiado innumerables
normas y procedimientos, no ya para beneficio de la gran empresa en general,
como cabría esperar, sino para beneficiar sobre todo a las corporaciones
petroleras, energéticas, mineras, madereras y farmacéuticas
de la peña de Bush. Todos los días aparece en las últimas
páginas de los periódicos alguna noticia que desafía
la credulidad. Mencionaré sólo dos: sin duda por recomendación
de Rumsfeld, otrora director general de una compañía farmacéutica,
el Gabinete eliminó la ley que exigía a las compañías
de medicamentos que realizaran pruebas por separado para los remedios
que se recetaba a los niños, ¿para qué derrochar
el dinero? Y, sólo unos días después de que se publicara
en la prensa que se habían detectado graves "irregularidades"
contables, al estilo de Enron, en la corporación Halliburton cuando
Cheney fue su director general y que administró con tanta
ineptitud que le pagaron cuarenta y cinco millones de dólares para
que se fuera, la Casa Blanca anunció que el proyecto de ampliación
de la cárcel de Guantánamo (en espera de la detención
de por vida y sin juicio de más campesinos afganos), a un coste
de mil quinientos millones de dólares en cinco años, había
sido dada en licitación a la corporación Halliburton. Hay
que remontarse al siglo xix para encontrar semejante grado de irresponsable
corrupción en la Casa Blanca.
Tras el 11 de septiembre, muchos intelectuales del extranjero
y otros muchos, en público o en privado, celebraron el ataque después
de un pésame trivial sobre la pérdida de vidas humanas
calificándolo de humillante golpe al Imperio Americano y una retribución
justa a las décadas de hegemonía y agresión estadounidenses.
Un año después, merece la pena recordar los hechos concretos
y los efectos de aquel día:
Como el ataque sucedió temprano por la mañana,
las casi 3.000 personas que murieron estaban por lo general inscritas
en tres categorías: primero, los pobres la mayoría
negros, latinos o inmigrantes recientes que trabajaban de porteros,
mensajeros, repartidores de comida, etcétera, en las torres y los
edificios adyacentes; segundo, los oficinistas de bajo rango: las secretarias
y los subdirectores que debían estar en la oficina antes de que
llegaran sus jefes; y tercero, los bomberos, policías y otros integrantes
de los cuerpos de rescate. Muy pocos titanes del capitalismo o individuos
poderosos murieron aquel día.
La devastación del área financiera de la
ciudad y la posterior caída de la industria del turismo fueron
la causa de que al menos 100.000 personas, la mayoría de pocos
recursos, perdieran su empleo. Las detenciones encubiertas y las deportaciones
arruinaron la vida de varios miles de musulmanes y de sus familias ni
uno sólo de ellos tiene conexión alguna con los secuestros
aéreos, y provocaron un constante temor en otros cientos de
miles. La inmigración a Estados Unidos en la práctica se
ha detenido, con las consecuentes penurias para incontables familias que
se encuentran separadas y para los millones de personas en los países
del Tercer Mundo que dependen del dinero que sus parientes les envían
desde Estados Unidos. Entre muchos otros casos específicos, 100.000
estudiantes mexicanos y canadienses que cruzaban todos los días
las fronteras para asistir a la universidad, ya no pueden ir a sus cursos;
sobre todo en el caso de los mexicanos, la educación era la esperanza
que tenían de conseguir un empleo digno. En Afganistán han
muerto miles de inocentes y decenas de miles han sido desplazados. Queda
aún por estimar el número de posibles muertos en Irak o
en otras partes.
George W. Bush, de tonto el 10 de septiembre, se ha convertido
en un dirigente popular y poderoso. Él y su Gabinete encabezan
la Casa Blanca más aterradora y de mayor alcance mundial de los
tiempos modernos mucho más aterradora que la de Nixon o Reagan,
y ahora pueden hacer lo que les plazca. Más que un golpe asestado
contra el Imperio, el ataque al World Trade Center ha creado uno de los
gobiernos más arrogantes y agresivos de la historia estadounidense,
y que ya ha tenido ocasión de mostrar su impaciencia o su desprecio
por los fundamentos de la democracia nacional, tales como la libertad
de expresión, las elecciones transparentes, la debida impartición
de justicia y la separación entre la Iglesia y el Estado. Sus acciones
tendrán consecuencias incalculables en el mundo entero, a escala
grande y pequeña, desde el incremento del efecto invernadero al
fin de los programas de control de la natalidad en las aldeas del Tercer
Mundo.
Para el Gabinete de la Casa Blanca, el secuestro de los
aviones fue una bendición caída del cielo.
Hace unos días, un hombre al que se creía
muerto en los atentados del 11 de septiembre, fue hallado en un hospital
psiquiátrico con amnesia total: no tenía la menor noción
de lo que le había ocurrido, ni de cuánto había sucedido
desde entonces. Ese mismo día, George W. Bush afirmó en
una entrevista que "lo más triste" de su presidencia
era que ya sólo tiene tiempo para correr tres millas diarias.
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