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noviembre 2002
Nº 95

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Nueva York: un año después
Eliot Weinberger

¿Cómo delimitar el alcance de los atentados del 11 de septiembre? Eliot Weinberger, calificado por Paul Auster como "uno de los grandes ensayistas de Estados Unidos", da cuenta de ello con una visión descarnada sobre la sociedad norteamericana y el gobierno de Bush. Weinberger acaba de publicar el libro de ensayos Rastros kármicos (Emecé, 2002).

1de septiembre de 2002: a punto de cumplirse el primer aniversario, y al borde de un frenesí conmemorativo de los medios que podría sumir al país en un coma diabético, es posible retirarse a las montañas a la manera de un sabio chino, o bien quedarse a contemplar un instante, de lejos o de cerca, la Zona Cero.

Allí no hay nada. Han limpiado todo de escombros, y con ello el área parece ya realmente su epónimo, la Zona Cero de un ataque nuclear; el aire vacío que alguna vez fue ocupado por las torres es casi palpable. Y, sin embargo, la nada absoluta del paisaje tiene un efecto tranquilizador: es un refugio de silencio, un antimonumento que resulta el mejor monumento posible, un centro inmóvil en torno al cual gira un mundo y un año de delirios continuados, en transformación continua.

Desde el 11 de septiembre, la obsesión nacional de los estadounidenses ha sido definir cómo se distingue el "nosotros". Pareciera que todos los artículos de los periódicos y revistas, sea cual fuere su asunto ­las relaciones maritales, los videojuegos, las vacaciones de verano o la nueva narrativa­, han de incluir en la actualidad al menos un párrafo en que se demuestre cómo el tema, o su futuro, ha quedado irrevocablemente transformado desde aquel aciago día.

"Nosotros" ha sido siempre una generalización inútil en una nación habitada por una pluralidad de pueblos que casi nada tienen en común, salvo alguna preferencia por determinados bienes de consumo y por la comida rápida, actual preferencia compartida por millones de personas en otros países, las cuales al parecer no son "nosotros". De hecho, la palabra "americano", cuando se aplica a cualquier otro aspecto que no sea la política del gobierno estadounidense, casi siempre carece de sentido: hay demasiadas excepciones a la regla.

Sin embargo, la insistencia en la primera persona del plural hace difícil ver cómo los artefactos y las actitudes de los estadounidenses han cambiado en lo mínimo desde el 11 de septiembre. Un ejemplo patente: hasta el verano pasado nunca tantas personas habían ido a ver películas de cosas que hacen explosión ­incluso, como en el caso del Hombre araña, en que hacen explosión en Nueva York­, unas películas que, según afirmaron los comentaristas el 12 de septiembre, nunca más volverían a producirse pues la realidad había superado la ficción. Pero de algún modo, pese al desastre, y a la interpretación que los expertos hacían del zeitgeist, la vida y el Hombre araña hallaron el modo de seguir adelante.

Con todo, hay algo que sí ha cambiado. En pocas palabras, "nosotros" seguimos siendo los mismos, pero tenemos los nervios destrozados. A lo largo del año pasado los estadounidenses se han convertido en novicios de una secta: se les mantiene despiertos y en un estado de distracción continua. O mejor dicho, como aquel espía capturado en las películas de los años sesenta, cuya tortura consiste en atarlo a una silla en una pequeña habitación con música estridente e imágenes que se proyectan sobre la pared.

Dos fuerzas poderosas han coadyuvado para volver locos a los estadounidenses. Por un lado, el Gabinete de la Casa Blanca. (En este caso, como es habitual, no es posible personalizar y referirse a la administración con el nombre de su dirigente, pues George W. Bush tiene exactamente la misma relación con las medidas que adopta su gobierno que Britney Spears con las operaciones de Pepsi Corporation.) Al igual que todos los gobiernos despóticos ­y no empleo esta palabra a la ligera­, han advertido que la exageración de las amenazas internas y externas a la sociedad es la mejor manera de granjearse el apoyo popular. Por otro lado, están las veinticuatro horas de histeria y desmesura de los noticiarios, en permanente reclamo de mayor sensacionalismo para tener a su público en vilo frente al televisor. Los dos juntos han creado una especie de techno-rave de lo inquietante y aterrador, y a cada nuevo pánico artificial le sigue otro, borrando así el recuerdo del anterior.

Nos han vuelto locos porque, cada dos o tres semanas durante varios meses, el FBI o ese extravagante fundamentalista cristiano que es el Fiscal general, John Ashcroft, anunciaban la "inminencia" y la "certeza" de otro ataque terrorista en los días siguientes, o ese fin de semana, o la semana próxima. Para que ningún estadounidense se sintiera a salvo los blancos se ubicaban por todo el país: el puente Golden Gate, la torre Sears, el monumento a Lincoln, Disney World, la Campana de la Independencia e incluso, Dios nos ampare, los estudios Universal. Ashcroft, el cual al parecer ha visto demasiadas veces The Manchurian Candidate, advertía periódicamente sobre las "células latentes" de terroristas de Al-Qaeda que vivían en el anonimato, tal vez en la casa de al lado, y que podían activarse en el momento menos pensado. Casi todos los días se evacuaba un aeropuerto, se desalojaba un centro comercial, se retenía el tráfico durante horas al cruzar las inspecciones a paso de tortuga.

Nos han vuelto locos porque en las primeras semanas después del 11 de septiembre, los medios estaban fijados de modo permanente en las posibilidades y consecuencias de ataques terroristas con armas biológicas, y en particular con ántrax. Como era de esperar, aquello provocó que un solitario en busca de emociones intensas ­especie que abunda en Estados Unidos­ enviara esporas de ántrax por correo, difundiendo así el miedo entre todos aquellos ciudadanos que no estaban en las inmediatas cercanías de los monumentos históricos o los parques temáticos. Como era también de esperar, el Gabinete de la Casa Blanca y los serviles medios de comunicación declararon que todo había sido obra de terroristas árabes, si bien estaba claro desde el primer día que el remitente de los sobres envenenados era uno de nuestros propios Timothy McVeigh o Unabomber: un terrorista internacional diseminaría esporas de ántrax en el metro de Washington, pero no las enviaría a un tabloide de cotilleo, popular en los supermercados de las provincias estadounidenses. (Y ya es público que el Gabinete de la Casa Blanca estaba tan obsesionado con descubrir una conexión iraquí, que de hecho prohibió al FBI ­cuya ineptitud no precisa de asistencia­ que investigara los indicios en el interior del país.) Todavía una carta tarda meses en llegar a cualquier dependencia del gobierno, pues todo su correo, al igual que una cena en Estados Unidos, ha de pasar antes por el horno de microondas.

Nos han vuelto locos porque la detención encubierta y la deportación sin proceso de millares de hombres (se desconoce la cantidad exacta) por el delito de ser de Oriente Próximo, tener la piel oscura o hablar un idioma extranjero en un sitio público ­un conjunto que incluye a los judíos de Israel y a los sikhs de la India­, es aterrador no sólo para los musulmanes estadounidenses, sino también para millones de residentes legales e ilegales de origen no europeo. Entre los latinoamericanos con los que hablé ­gente de pocos recursos con una idea muy vaga de los musulmanes, pero con un saber enciclopédico de las leyes y prácticas de inmigración­, existía la impresión generalizada de que serían "primero ellos, y después nosotros".

Nos han vuelto locos porque las detenciones encubiertas; las declaraciones de Ashcroft según las cuales toda crítica al gobierno se tiene por traición; las listas publicadas en internet de profesores universitarios que criticaban al gobierno; la propuesta presidencial de crear un ejército de millones de informantes gubernamentales, compuesto de carteros, medidores del gas y la electricidad, repartidores de pizzas a domicilio y de todo el que sea capaz de tocar un timbre; y las advertencias de esa suerte de Muerte Personificada, el ministro de Defensa Donald Rumsfeld (a quien el mismísimo Henry Kissinger calificó de "la persona más espeluznante que he conocido"), según las cuales había traidores entre nosotros que filtraban información secreta, provocó el temor de represalias entre quienes deseaban manifestar su opinión, ya fuera en público o privado. Además, el fundamento de la democracia estadounidense es, en teoría, la libertad de expresión. En la práctica, esto ha significado que todos pueden decir lo que les apetezca puesto que nadie está escuchando. De pronto surgió la posibilidad de que personajes como Ashcroft estuvieran escuchando, y de que los críticos fueran tachados de disidentes y debieran sufrir repercusiones tangibles por sus intangibles ideas.

Nos han vuelto locos con las guerras, reales o inminentes. Ya se ha olvidado que el 10 de septiembre la popularidad del presidente Bush era extremadamente baja. El auge económico de los años de Clinton se desplomaba, y a él se lo tenía por un tonto, blanco de las bromas de los humoristas de la televisión nocturna; por un autómata controlado por su vicepresidente Dick Cheney, una suerte de Dr. Mabuse/Dr. No/Dr. Malvado; por un presidente que ni siquiera había sido elegido, sino que había llegado al poder gracias a una especie de golpe de Estado judicial. La única esperanza de Bush era una guerra que uniese a la nación, como ya había hecho su padre durante su propia crisis económica, y es obvio que si no hubiese acaecido lo del 11 de septiembre, Estados Unidos habría invadido Irak a finales de año. El Gabinete ya había empezado a manifestarse al respecto el primer día de la presidencia de Bush, pero antes era preciso poner en marcha el gobierno y esperar a que el tiempo refrescase en el desierto.

El 11 de septiembre les dio una alternativa. En vez de referirse al ataque ­como ocurrió en Europa­ como un crimen monstruoso cuyos perpetradores habían muerto, pero cuyos cómplices debían ser capturados, se lo calificó de inmediato como un acto de guerra, un nuevo Pearl Harbor, lo cual evidentemente no era. (La guerra, como se ha repetido a menudo, es la política o los negocios por otros medios: el intento de coaccionar al otro para que acepte las medidas, los productos o la soberanía propios. Al-Qaeda, al igual que todos los movimientos revolucionarios juveniles, está más preocupado por la conciencia que por la realidad política, y el ataque al World Trade Center fue una suerte de publicidad grotesca.) Ante la ausencia de un enemigo concreto contra el cual librar una guerra, el Gabinete de inmediato mezcló en la imaginación colectiva a Al-Qaeda con los talibanes, propugnando así la llamada "guerra contra el terrorismo" ­lo cual convirtió una metáfora, o un lema publicitario, en una realidad grotesca­, proclamando todos los días nuevas y apabullantes victorias, y acaso masacrando a muchas más personas inocentes que las muertas el 11 de septiembre.

En lo que respecta a Osama Bin Laden o a cualquier otro miembro importante de Al-Qaeda, la guerra contra el terrorismo nunca logró, en palabras de Bush cuando citaba las ya célebres de John Wayne, "sacarlos de su madriguera y cazarlos". Pero no importa: los medios estaban de plácemes con la captura de un lastimoso adolescente de California, al cual enseguida apodaron La rata al tiempo que clamaban por su ejecución, hasta que su familia contrató a unos costosos abogados ­la Justicia al estilo de Estados Unidos­ que le salvaron la vida. Pero no importa: Ashcroft pronto interrumpió los programas de televisión para anunciar vía satélite desde Moscú la sensacional detención de un hombre de aspecto siniestro y nombre árabe que estaba a punto de explosionar unas bombas radioactivas "sucias" en ciudades de Estados Unidos no identificadas. Eso suscitó varios días de delirio televisivo sobre lo fácil que es fabricar bombas como aquellas, sobre las víctimas potenciales y sobre cómo somos o no capaces de protegernos, hasta que se descubrió que aquel nefasto bombardero "sucio" era un puertorriqueño de una pandilla de Chicago, el cual se había convertido al islam en la cárcel, y cuyo siniestro plan había consistido apenas en buscar "bomba radioactiva" en un directorio de internet.

Pero no importa: como de Afganistán no venía nada que indujera al pánico, el Gabinete de la Casa Blanca buscó otros lugares en el mapa donde imaginarse librando una guerra. ¿Indonesia? ¿Filipinas? ¿Siria? Se propusieron planes, se regodearon con ellos y luego los olvidaron. Después, habiendo ya retirado su apoyo a las negociaciones entre Corea del Norte y del Sur que había iniciado Clinton en su día, de pronto el Gabinete, arbitrariamente y sin fundamento alguno, amenazó con arrojar la Bomba en Corea del Norte: la primera vez que un gobierno estadounidense mencionaba un "ataque preventivo" con armas nucleares. A eso siguió el célebre discurso de Bush sobre el "eje del mal" ­el Eje comprendía, acaso ya se haya olvidado, naciones estrechamente aliadas como Irán, Irak y Corea del Norte, pero por alguna razón se había omitido a los vándalos, los hunos y los visigodos­ lo cual era tan aterrador que mis hijos comenzaron a preguntarse si no sería una buena idea trasladarnos a Costa Rica. Y ahora, desde luego, el Gabinete está ofreciendo un extraño simulacro de guerra en Irak, a la manera de aquellos juegos tácticos de tablero a que los empollones solían jugar antes de la era de Nintendo: todos los días anuncian estrategias bélicas completamente distintas, con mapas, a las que siguen explicaciones ­al parecer basadas en la telepatía­ sobre las posibles estrategias defensivas de Sadam.

Pero sobre todo, más que las pesadillas de terroristas sonámbulos, policías secretas, ataques nucleares y el apocalíptico correo publicitario, durante el último año nos hemos vuelto locos con el dinero. Durante los años de Clinton, y por primera vez, la clase media había puesto buena parte de sus ahorros ­sobre todo ahorros para su jubilación­ en el mercado de valores. Hoy día han perdido la mitad, y en muchos casos más que la mitad. La caída del mercado de valores ha causado que millones de personas hayan perdido sus empleos o se vean obligados a trabajar con salarios reducidos drásticamente. Esto ha sido lo más devastador en un país fundado sobre la "búsqueda de la felicidad" y el sueño de un futuro venturoso. La solución del Gabinete de la Casa Blanca para esta crisis, desde luego, ha sido reducir los impuestos a los que ganan más de dos millones de dólares anuales. Y no sólo quieren reducir los impuestos de las corporaciones, sino que además lo quieren retroactivo, para que así éstas puedan recuperar el dinero que han pagado los doce años anteriores. (Puesto que al parecer todavía existe un partido de oposición llamado Demócrata, han optado con prudencia por doce, en lugar de cincuenta o cien años.)

¿Es posible entender a Estados Unidos? Los europeos tienden a imaginarlo como una versión más rica, más vulgar y más violenta de Europa. Pero tienen poco en común además de una mayoritaria población blanca. Estados Unidos es una república bananera con muchísimo dinero. Es acaso la república bananera perfecta. Sus generales no necesitan tomar el poder, ni ocuparse de esas tareas tediosas, nacionales y ajenas a la milicia, pues no importa quién sea la cabeza visible del gobierno, ya que los generales siempre se salen con la suya: montones y montones de juguetes para divertirse. (A menudo el Congreso les da incluso juguetes que no querían.) Además, al igual que los generales de una república bananera, desde la guerra de Vietnam no sienten un ansia urgente de matar con dichos juguetes, pues ello implica que algunos de sus propios muchachos también podrían caer. Los equipos son su fetiche, y su único anhelo es el hardware más reciente y las elaboradas maniobras para ponerlo a prueba. Su modelo bélico es Granada, y su renuencia a librar una guerra sigue siendo la mayor influencia en la nación para mantener la paz.

Si se incluye a los así llamados servicios de "inteligencia" como sector de la defensa, unos dos tercios de los impuestos recaudados en Estados Unidos van a parar a los generales. Eso desde luego deja muy poco margen para otras obligaciones, y por eso Estados Unidos, en cuanto a su infraestructura y bienestar general, es la república bananera de las naciones industrializadas: el veinticinco por ciento de su infancia vive en la pobreza, cuenta con el peor sistema educativo, el peor transporte público, carece de medicina social, tiene los mayores índices de analfabetismo, mortalidad infantil y embarazos de menores, millones de habitantes no tienen casa y parece como si la peste acabara de pasar por sus pequeñas ciudades.

Como en toda república bananera, el gobierno está dirigido por los ricos. Esto se ha hecho aún más patente desde el auge del imperio televisivo en la política nacional. En la actualidad hacen falta ingentes sumas de dinero para comprar anuncios y ser elegido ­un cargo menor de un gobierno local cuesta un millón de dólares, la reciente campaña presidencial ha costado mil­, y quienes llegan a ser elegidos han de pasar la mayor parte del tiempo recaudando fondos para su reelección. Ese dinero, ni qué decirlo, proviene de las personas o las corporaciones que disponen de él, y esas personas o corporaciones, ni qué decirlo, esperan que se les retribuya. (La política estadounidense cambiaría por completo de la noche a la mañana si se prohibieran los anuncios televisivos para las campañas, como ocurre en la mayor parte del mundo, pero eso implicaría que el sistema ha decidido destruirse por voluntad propia.)

Sin embargo, antes de la era Bush, perduraba el supuesto de que había de hacerse algo por el bien de las personas que de hecho emiten su voto. En parte porque esos votos harían falta de nuevo, y en parte también porque los cargos no sujetos a elección en el gobierno solían provenir de las filas de los funcionarios públicos, los cuales, además, habían decidido dedicar su vida al servicio de los ciudadanos. Pero las repúblicas bananeras a veces están maduras y otras podridas, y el actual Gabinete de la Casa Blanca es algo completamente nuevo. Casi todos sus integrantes, tras haber trabajado para Bush padre, ocuparon cargos ejecutivos en compañías petroleras, energéticas y farmacéuticas durante los periodos de Clinton. El jefe de Gabinete era el principal cabildero de la industria automotriz en Washington contra las restricciones a la contaminación, y Condoleezza Rice ­la guerrera Xena del Gabinete­ es dueña incluso de un buque petrolero que lleva su nombre. Sólo en 2000, un año antes de que formaran parte del consejo de administración de Bush hijo, casi todos ­entre ellos Colin Powell­ recibieron entre veinte y cuarenta millones de dólares. La mayoría recibe ingresos netos de al menos cien millones, y algunos aún mucho más. Teniendo en cuenta que Bush no fue siquiera elegido, su Gabinete representa una compra hostil corporativa del gobierno de Estados Unidos.

Perforemos el cráneo de George W. Bush. Su ignorancia de casi todos los aspectos del mundo linda en la patología. Resulta casi inimaginable que un hombre acaudalado proveniente de una distinguida familia de Nueva Inglaterra, y educado en Andover, Yale y Harvard, nunca haya pensado visitar París, sino que en su primer viaje haya podido declarar: "Jacques Chirac me dice que la comida aquí es estupenda, ahora lo averiguaré." Se parece mucho a Osama Bin Laden: los dos son otrora disolutos hijos de familias acaudaladas, los dos han sido llamados por el Dios Único (el cual parece estar contradiciéndose), los dos están aislados del mundo, el uno en una cueva y el otro en un rancho apartado, el uno no lee libros y el otro acaso sólo lea uno. ¿Es acaso una sorpresa que sus familias sean socias y amigas? Bush ha pasado la mayor parte de su vida en un mundo tan provincial como el de la casa real saudí (y está claro que allí nunca se menciona Francia): un reducido círculo de millonarios tejanos del petróleo y la energía, que lo salvaron una y otra vez de sus desastres financieros por ser hijo del presidente, un tío simpático, uno de ellos.

A la manera de las familias patricias, cree como su padre que él y su Gabinete saben lo que más le conviene a su país y al mundo, y carecen de paciencia con las tediosas opiniones ajenas. Cuando tuvieron que formular la política energética del gobierno, reunieron a un grupo de ejecutivos de compañías energéticas, no se molestaron en incluir siquiera simbólicamente a un ambientalista, a un defensor de los derechos de los consumidores o a un dirigente sindical, y luego se negaron a dar a conocer los acuerdos. Cuando organizaron recientemente una conferencia para abordar la crisis económica, sólo invitaron a los grandes contribuyentes del Partido Republicano y a hombres de negocios de pequeñas ciudades en poder de los republicanos. El Gabinete cree en un Gobierno Secreto, una creencia corroborada por las desapariciones del vicepresidente Cheney-Mabuse ­al parecer para protegerlo de los terroristas, si bien Bush, el portavoz del Gabinete, se presenta a menudo en público­, lo cual provocó conjeturas sobre su muerte, hasta que él (o quizá su doble) volvía a comparecer milagrosamente en televisión. Por eso no les importa nada que el resto del mundo ­hasta sus propios generales­ se opongan a una invasión de Irak. Saben que los hombres han de cumplir con su deber. Sobre el escritorio de Rumsfeld hay una placa inscrita con las palabras de aquel cazador de grandes presas y pequeñas naciones, Theodor Roosevelt: "La lucha agresiva en pos de lo correcto es el deporte más noble que hay en el mundo."

Si se perfora el cráneo de Bush, lo que hay sobre todo es un mar de petróleo. Es difícil entender a Bush ­sobre todo cuando habla­, pero de alguna manera es más fácil si se tiene en cuenta que sólo percibe el mundo entero en función de la producción y el consumo de petróleo. Mucho antes del 11 de septiembre ya hablaba del derrocamiento de los talibanes para que Unocal pudiera construir un oleoducto que cruzara Afganistán desde Kazajistán a Pakistán. (El actual enviado especial de Estados Unidos a Afganistán ­el equivalente a un embajador­ era el principal asesor de Unocal en el proyecto. El supuesto presidente de Afganistán, Hamid Karzai, fue funcionario de Unocal.) El único país de Occidente que ha atraído su atención es Venezuela, donde intentó derrocar a Hugo Chávez, porque allí es donde hay petróleo. No tiene ningún interés en Palestina o Israel porque no tienen petróleo. Libia no destaca como integrante del Eje del Mal, porque Kadhafi ha suscrito acuerdos con las compañías petroleras. Europa es una molestia insignificante que ni siquiera tiene petróleo; Rusia tiene petróleo y Bush ha dicho que cuando miró a Putin a los ojos supo que era un buen hombre. La nación totalitaria de Arabia Saudí, que apoya al terrorismo, es nuestra aliada porque de allí mana el petróleo; la nación totalitaria de Irak, que apoya al terrorismo, es nuestra enemiga porque el petróleo allí no mana como es debido.

Pero si se perfora hasta el núcleo de George W. Bush se encuentra algo más, algo que parece tan exagerado, algo que se parece tanto a los lugares comunes de la vieja propaganda comunista que apenas resulta creíble. Y, sin embargo, los indicios de su mandato como gobernador de Texas, y la evidencia cotidiana de su presidencia, demuestran que es cierto. Una vez que se desprende la retórica que le dan para que lea en voz alta, está claro que Bush piensa que su papel, su único cometido como presidente de Estados Unidos, es ayudar a sus amigos más íntimos.

Cuando fue gobernador se apoderó de incontables administraciones y fondos públicos, eliminó las comisiones públicas de seguimiento, y simplemente traspasó el dinero o el trabajo a sus amiguetes del golf. Ahora que es presidente, su Gabinete ha renovado por completo al personal del escalafón medio de la burocracia ­donde se ponen en vigor las leyes que nos afectan todos los días­, y éstos, a su vez, han cambiado innumerables normas y procedimientos, no ya para beneficio de la gran empresa en general, como cabría esperar, sino para beneficiar sobre todo a las corporaciones petroleras, energéticas, mineras, madereras y farmacéuticas de la peña de Bush. Todos los días aparece en las últimas páginas de los periódicos alguna noticia que desafía la credulidad. Mencionaré sólo dos: sin duda por recomendación de Rumsfeld, otrora director general de una compañía farmacéutica, el Gabinete eliminó la ley que exigía a las compañías de medicamentos que realizaran pruebas por separado para los remedios que se recetaba a los niños, ¿para qué derrochar el dinero? Y, sólo unos días después de que se publicara en la prensa que se habían detectado graves "irregularidades" contables, al estilo de Enron, en la corporación Halliburton cuando Cheney fue su director general ­y que administró con tanta ineptitud que le pagaron cuarenta y cinco millones de dólares para que se fuera­, la Casa Blanca anunció que el proyecto de ampliación de la cárcel de Guantánamo (en espera de la detención de por vida y sin juicio de más campesinos afganos), a un coste de mil quinientos millones de dólares en cinco años, había sido dada en licitación a la corporación Halliburton. Hay que remontarse al siglo xix para encontrar semejante grado de irresponsable corrupción en la Casa Blanca.

Tras el 11 de septiembre, muchos intelectuales del extranjero y otros muchos, en público o en privado, celebraron el ataque ­después de un pésame trivial sobre la pérdida de vidas humanas­ calificándolo de humillante golpe al Imperio Americano y una retribución justa a las décadas de hegemonía y agresión estadounidenses. Un año después, merece la pena recordar los hechos concretos y los efectos de aquel día:

Como el ataque sucedió temprano por la mañana, las casi 3.000 personas que murieron estaban por lo general inscritas en tres categorías: primero, los pobres ­la mayoría negros, latinos o inmigrantes recientes­ que trabajaban de porteros, mensajeros, repartidores de comida, etcétera, en las torres y los edificios adyacentes; segundo, los oficinistas de bajo rango: las secretarias y los subdirectores que debían estar en la oficina antes de que llegaran sus jefes; y tercero, los bomberos, policías y otros integrantes de los cuerpos de rescate. Muy pocos titanes del capitalismo o individuos poderosos murieron aquel día.

La devastación del área financiera de la ciudad y la posterior caída de la industria del turismo fueron la causa de que al menos 100.000 personas, la mayoría de pocos recursos, perdieran su empleo. Las detenciones encubiertas y las deportaciones arruinaron la vida de varios miles de musulmanes y de sus familias ­ni uno sólo de ellos tiene conexión alguna con los secuestros aéreos­, y provocaron un constante temor en otros cientos de miles. La inmigración a Estados Unidos en la práctica se ha detenido, con las consecuentes penurias para incontables familias que se encuentran separadas y para los millones de personas en los países del Tercer Mundo que dependen del dinero que sus parientes les envían desde Estados Unidos. Entre muchos otros casos específicos, 100.000 estudiantes mexicanos y canadienses que cruzaban todos los días las fronteras para asistir a la universidad, ya no pueden ir a sus cursos; sobre todo en el caso de los mexicanos, la educación era la esperanza que tenían de conseguir un empleo digno. En Afganistán han muerto miles de inocentes y decenas de miles han sido desplazados. Queda aún por estimar el número de posibles muertos en Irak o en otras partes.

George W. Bush, de tonto el 10 de septiembre, se ha convertido en un dirigente popular y poderoso. Él y su Gabinete encabezan la Casa Blanca más aterradora y de mayor alcance mundial de los tiempos modernos ­mucho más aterradora que la de Nixon o Reagan­, y ahora pueden hacer lo que les plazca. Más que un golpe asestado contra el Imperio, el ataque al World Trade Center ha creado uno de los gobiernos más arrogantes y agresivos de la historia estadounidense, y que ya ha tenido ocasión de mostrar su impaciencia o su desprecio por los fundamentos de la democracia nacional, tales como la libertad de expresión, las elecciones transparentes, la debida impartición de justicia y la separación entre la Iglesia y el Estado. Sus acciones tendrán consecuencias incalculables en el mundo entero, a escala grande y pequeña, desde el incremento del efecto invernadero al fin de los programas de control de la natalidad en las aldeas del Tercer Mundo.

Para el Gabinete de la Casa Blanca, el secuestro de los aviones fue una bendición caída del cielo.

Hace unos días, un hombre al que se creía muerto en los atentados del 11 de septiembre, fue hallado en un hospital psiquiátrico con amnesia total: no tenía la menor noción de lo que le había ocurrido, ni de cuánto había sucedido desde entonces. Ese mismo día, George W. Bush afirmó en una entrevista que "lo más triste" de su presidencia era que ya sólo tiene tiempo para correr tres millas diarias.