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noviembre
2002
Nº 95

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La verdad de Saramago
Sultana Wahnón
Las polémicas declaraciones que realizó
el escritor portugués José Saramago durante su estancia,
unos meses atrás, en territorio palestino, han generado un debate
sobre su posicionamiento ante el mundo judío. Sultana Wahnón
recoge el guante y reflexiona sobre lo que, a su entender, son cuestiones
de retórica abiertamente antisionista.
Hace ya unos meses el premio Nobel de literatura, José
Saramago, creó un enorme revuelo al comparar la ocupación
de Ramala con Auschwitz, y al ejército israelí con los nazis.
Los medios de comunicación israelíes no dudaron en valorar
estas polémicas declaraciones como antisemitas, aunque el escritor
no sólo no rectificó, sino que se ratificó en lo
dicho, y además de diversas maneras: "Dije la verdad y no
tengo que retractarme", "Dije Auschwitz y repito esa palabra",
fueron por ejemplo algunas de sus declaraciones en los días siguientes
al escándalo. Pocas semanas después, y a modo de réplica
a las críticas que estaba recibiendo, el novelista publicó
el artículo "De las piedras de David a los tanques de Goliat",
que, pese a no contener ya alusión alguna al nazismo, no por ello
fue menos escandaloso ni menos antisemita que sus anteriores afirmaciones.
Al revés, mucho más que en las precipitadas declaraciones
realizadas en caliente, en Ramala y al lado de Arafat, fue en este artículo
donde Saramago dejó ver con toda claridad la convicción
firme y arraigada que animaba todas sus polémicas declaraciones
sobre Israel y que no sería otra que la de que este país
y todos sus habitantes "reales y potenciales" encarnarían
hoy el Mal que, en otro tiempo, representaron los nazis.
Tras un largo excurso en el que trataba de hacer pasar
por la "verdad histórica" de la leyenda de David y Goliat
lo que sólo era una personal y discutible interpretación
de su simbolismo, el escritor dejaba las generales de la historia y pasaba
a la cuestión concreta del actual conflicto palestino-israelí.
En un primer momento, y como era previsible, el artículo enlazaba
la supuesta "verdad histórica" del rey David (según
la cual la honda con que derrotó a Goliat no era un símbolo
de su valor y su astucia, sino de su modernidad tecnológica) con
la verdad del Israel actual, que, convertido en un nuevo David o, más
aún, en un nuevo Goliat, "sobrevuela en helicóptero
las tierras palestinas ocupadas y dispara misiles contra inocentes desarmados",
"tripula los tanques más poderosos del mundo y aplasta y revienta
todo lo que encuentra a su paso". Hasta aquí, y a pesar de
que alguien podría objetar que los palestinos no serían
sólo "inocentes desarmados", ningún lector, ni
siquiera el más sensible, habría hablado de un Saramago
antisemita: su crítica a la política israelí, siendo
parcial y sectaria, si no hiperbólica, sería también
al fin y al cabo denotadora de cierta realidad bélica sobre la
que los propios israelíes polemizan a diario en términos
no menos rotundos que los suyos.
Lecturas de la historia
En un segundo momento, el discurso de Saramago se dirigía
ya contra la persona concreta de Ariel Sharon, a la que con extraña
agresividad calificaba de "figura gargantuesca de un criminal
de guerra" y a la que acusaba de estar lanzando "el 'poético'
mensaje de que primero es preciso acabar con los palestinos para después
negociar con los que queden". Fuera de la mayor o menor veracidad
de la información sobre los propósitos de Sharon, tampoco
estas afirmaciones podrían ser objeto de un serio reproche: denotaban
una implacable aversión a la actual política israelí,
pero todavía no autorizaban en modo alguno a hablar de judeofobia.
Algo parecido ocurría incluso cuando la virulencia crítica
del escritor desbordaba ya, en el tercer momento del artículo,
los límites de la mera repulsa al gobierno de Sharon. Aquí,
lo que primero se había atribuido a éste el deseo de
acabar con los palestinos se extendía a toda la política
israelí, desde el nacimiento del Estado hasta hoy. Las concretas
palabras de Saramago fueron: "En esto se refería a lo
de "acabar con los palestinos" es en lo que, con ligeras
variaciones meramente tácticas, consiste desde 1948 la estrategia
política israelí." Llegados a este punto, no sería
posible seguir dudando acerca del antisionismo militante del escritor
portugués: atribuir el deseo de acabar con los palestinos al Israel
que respetó en 1948 el plan de partición de la ONU y guardar
silencio, en cambio, sobre la que fue en ese momento la belicosa actitud
de las naciones árabes, evidencia o bien que el autor, ocupado
como está en dirimir cuestiones de exégesis bíblica,
carece de información sobre el conflicto, o bien que su incondicional
apoyo a la causa palestina lo incapacita para analizar con rigor y objetividad
históricos lo ocurrido en Oriente Próximo desde 1948. Pero,
incluso en este último caso, es decir, en el de que toda la simpatía
de Saramago estuviera dirigida a la causa palestina, ni siquiera eso autorizaría
todavía al lector (ni aun al más sensible) a hablar de antisemitismo:
sí de desinformación o de antisionismo ciertamente peligrosos,
cuyos efectos sobre los judíos podrían ser tan funestos
como los del propio antisemitismo, pero no todavía de antisemitismo.
Ahora bien, la acusación de querer acabar con los
palestinos se extendía desde Sharon a "los judíos";
Saramago no decía ni siquiera israelíes, sino "judíos":
el discurso se adentraba ya peligrosamente en los confines del antisemitismo.
Desde luego, no habría sido menos antisemita porque el autor hubiera
tenido la precaución de hablar de "los israelíes"
o de "los sionistas", pero el caso es que, puesto que no lo
hizo, era a "los judíos" a todos, pues, civiles
y militares, laicos y religiosos, de la diáspora y de Israel
a quienes acusaba de estar "intoxicados mentalmente por la idea mesiánica
de un Gran Israel que haga por fin realidad los sueños expansionistas
del sionismo más radical", de estar contaminados por "la
monstruosa y arraigada certeza, de que... existe un pueblo elegido de
Dios" y de estar motivados en sus acciones por "un racismo obsesivo,
psicológica y patológicamente exclusivista". Todo esto
lo decía Saramago además sin discriminar, es decir, sin
distinguir entre ultranacionalistas y Sharon, entre Sharon y Barak, ni
entre todos ellos y, por poner un caso, Woody Allen.
Era, pues, en este preciso momento del artículo
donde ya no parecía posible albergar ninguna duda acerca de la
presencia de un antisemitismo más o menos consciente en el discurso
de Saramago, de quien, como toda disculpa, podría decirse quizás
lo mismo que ya hace algunos años afirmó Finkielkraut sobre
los antisionistas de izquierda, es decir, que "como no tienen la
menor idea de lo que es el antisemitismo, reproducen su horror".
Ciertamente la de Saramago no sería una judeofobia dirigida contra
los judíos concretos de carne y hueso. Lo que el escritor combate
con el ardor de un antiguo guerrero es sólo una entidad abstracta
y absolutamente imaginaria llamada "los judíos", a la
que convierte en símbolo (mejor, en alegoría) de todas las
cualidades que la moral política de izquierdas le ha enseñado
a odiar: el racismo, el imperialismo, el reino del dinero, el fanatismo
religioso... Ahora bien, como en esto es precisamente en lo que ha consistido
desde siempre el antisemitismo en odiar no a un judío concreto,
sino a "los judíos", se entiende que sean los judíos
concretos y no los meramente alegóricos (que no existen) los que
se sienten directamente aludidos por esa arma de largo alcance en que
consiste la retórica antisionista de Saramago.
Dialécticas enfrentadas
Así pues, todos tendrían parte de razón.
Los israelíes al percibir odio y antisemitismo en las palabras
de Saramago; y éste, por su parte, al afirmar una y otra vez que
se limita a decir la verdad. Convencido de encontrarse en el lado bueno
de la barrera ideológica, si el escritor ha dejado hablar a su
antisemitismo con tanta enérgica inocencia, ha sido desde luego
por su convicción de estar defendiendo una causa pura y básicamente
buena y original. Ahora bien, que su antisemitismo sea en este sentido
"inocente" no significa también que sea inofensivo. Al
fin y al cabo, lo que se deduce de su argumentación es lo mismo
que habrían sostenido siempre las versiones más peligrosas
del antisemitismo, esto es, que todos y cada uno de los judíos,
vivan donde vivan y hagan lo que hagan, serían los soldados de
un gigantesco ejército secreto, el ejército judío,
al que, en esta versión actualizada de los Protocolos de los Sabios
de Sión, se enrola bajo la doble bandera del expansionismo y el
racismo, "contaminado" (¿conocerá Saramago el
uso que se hizo de este término en la Alemania nazi?) por monstruosas
y fanáticas ideas, apoyado por el "amigo norteamericano",
y, por tanto, digámoslo de una vez, poco dignos de compasión.
¿Pues qué clase de trágica piedad podría tenerse
por unos seres que, tal como se los ha descrito, no parecen ni humanos?
Ninguna, claro. Y a lo mejor eso es lo que explica que el escritor cerrase
su reflexión sobre la actualidad de Oriente Próximo con
una directa alusión a la humanidad de los terroristas, en ese severo
reproche dirigido a Israel por no ser capaz de "entender las razones
que pueden llevar a un ser humano a transformarse en una bomba".
Desde mi punto de vista, lo más escandaloso del
artículo era precisamente la inmoralidad de este final, en el que,
amén de su ya probada insensibilidad hacia las víctimas
judías del conflicto, el escritor revelaba otra cosa aún
peor: su profunda indiferencia por el destino político y moral
del pueblo palestino. Quiero decir que ni siquiera Edward Said de
cuya parte de responsabilidad en la deriva del proceso de paz habría
mucho que hablar se ha atrevido a llegar tan lejos en su también
incondicional apoyo a los palestinos. A raíz sobre todo de los
atentados de Nueva York, este ensayista ha expresado de forma muy explícita
su repulsa hacia las misiones suicidas, por considerarlas "inmorales
y equivocadas", y ha reivindicado una política árabe
secular que excluya por completo la "locura" supuestamente religiosa
de unas personas dispuestas a matar indiscriminadamente. En este sentido,
ha escrito, "no puede haber la menor ambigüedad". Claro
que, en el caso de Saramago, habría sido preferible que hubiera
al menos un poco de ambigüedad. Como lo habría sido también
que, en cuanto intelectual de izquierdas y conciencia moral de nuestro
tiempo, se hubiera mostrado tan distante del terrorismo palestino como
ha demostrado estarlo de la agresiva política del actual primer
ministro israelí.
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