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noviembre 2003
Nº 107

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Malsanas epopeyas
Tomás Fernández Aúz

Julio Medem pinta de épica la cacería. Sabe que el coro, en la tragedia, expresa en off la voz del pueblo, la supuesta voluntad de los dioses. Sabe que así sesga la comprensión de lo que se ve en escena. Pero no le importa. Envuelve su película en un wagnerismo de "poetas del pueblo", suministrando con su crescendo la interpretación de la barbarie y supeditando la carnicería a la fuerza trágica del "conflicto" incuestionado. La cuestión vasca es la falta de cuestionamiento de su justificación.
¿La piel "contra" la piedra? ¿Es la piel de los sentimientos del "pueblo amordazado" lo que choca contra la pétrea estructura de la "opresión" estatal? ¡Y yo que creía que era la conciencia, el corazón de piedra de los asesinos con "causa" el que agredía por serlo a los ciudadanos libres! No, no: es lo suave lo que ataca a lo granítico -paradojas del misterio vasco.
Pero la película aún hace más daño. Ha sido apoyada, arropada por periodistas y espectadores del Festival de Cine de San Sebastián. Todavía hoy, en el País Vasco, una parte del público común trata de subrayar el filme con aplausos. Nada les chirría. La sociedad está secuestrada, su conciencia se acurruca temblorosa y calla, o aplaude. Intoxicada, llama libertad de expresión al obsceno maestoso de tragedia puntuada por el bardo, a la gradación sinfónica que revela la explosión inevitable que deriva de la represión de las fuerzas telúricas del pueblo en marcha. La película cosecha parabienes porque refleja una carencia de criterio, porque devuelve la imagen de la misma patología social y moral que la celebra. La cinta, con su simulacro de imparcialidad, renuncia a decir lo único comprometido, la única verdad: que el verdugo es una hiena, un fascista irremediable, y no un cordero extraviado que un día jugó con fuego.
¿Por qué no una versión de Auschwitz sin la participación de los supervivientes? Se les invitó, pero no quisieron ir, aburridos, asqueados, y el director siguió adelante. ¡Cuánta ecuanimidad: contar lo que pasa sin contar con aquellos a quienes más les pasa! Un narrador de realidad que la presente mutilada sabe que su relato la falsea. No busca lo real, sino disfrazar de collage verídico su toma de posición.
¿Cómo va a ser independiente una cinta coproducida por EITB, que no es precisamente "la televisión de todos los vascos"? Que el ente peche ahora con las amenazas de ETA no significa que sea objetiva, o que su iconografía, su discurso y su tratamiento de los temas no sean nacionalistas. EITB repite los vacíos del "documental" de Medem: el otro no existe más que como telón de fondo. Lo relevante son "nuestros argumentos", "nuestras razones", "nuestra verdad". Lo demás se omite. El nacionalismo, tras descubrir que no hay verdades absolutas, opta por sacar tajada del barullo.
En política, "no hay verdades absolutas" significa que no hay justificación para la barbarie, que no hay amparo ideológico para la tiranía; valdría decir que no hay verdades instrumentales absolutas. Pero claro que hay verdades intachables: las que se oponen a las mentiras, a las trampas y a los errores; las que niegan afeites a la crueldad, a la saña bruta de los brutos; las que a nadie sirven, excepto a un buen principio…
Y sin embargo, Medem pretende que es análisis su propaganda. Presenta el horror como contrapunto de la causa. Abusa de la fuerza estética para provocar un clamor emocional que obnubile el juicio ético. Olvida a Fernando Buesa y a Miguel Ángel Blanco. Recupera las cargas de la Guardia Civil en la Rentería de los setenta, pero omite la agresión de la Ertzantza a la hija de José Ramón Recalde al disolver en 2000 una manifestación por el asesinato frustrado de su padre.
Medem es un imperfecto equidistante. Da voz a curas nacionalistas, pero no a Jaime Larrínaga, párroco de Maruri hostigado por el PNV y exiliado por las amenazas de ETA. Insiste en la execrable práctica de la tortura, pero no examina el tormento de los amenazados. Denuncia el "recorte" a la libertad de expresión del cierre de Egunkaria, pero silencia las tapaderas de ETA, su pulcro respeto a la libre expresión de los constitucionalistas que asesina. Prescinde de episodios tan reveladores como el del lazo azul, que, tras generalizarse en 1993 como rechazo a ETA y protesta por el secuestro de Julio Iglesias Zamora, fue "borrado" mediante palizas e insultos orquestados por miembros del MLNV. Hace cine mudo sobre las bandas nacionalistas radicales que durante años han quemado autobuses, cajeros, cabinas, concesionarios, comercios y sedes políticas "enemigas" para impedir el librepensamiento. Esconde los beneficios electorales que estas campañas fascistas reportan a los "moderados", el rentable culto del anatema contra los símbolos del otro -tanto más repugnante cuanto que se disimula con farisaicos golpes de pecho (¿o no "condenó" Hitler los "desafortunados excesos" del Partido Nazi que le aupaban al poder?)-. Tapa la insidiosa prohibición de fiestas, referencias y fechas de esa mitad de ciudadanos que, según reconocen, no sin cinismo, los propios nacionalistas, se siente española y vasca, o sólo española. Nos recuerda la lejana instrucción franquista, pero nos oculta el adoctrinamiento vigente en las ikastolas, el falseamiento de la historia, el cultivo del "conflicto". La joven generación vasca actual ha crecido en democracia, y es casualmente en "Euskal Herria" donde aún se consume de odio fomentado. Casos como el de Arkaitz Otazua, el último activista de ETA que, tras tender una emboscada, muere a los veinticuatro años en un tiroteo con la Ertzantza, no provocan ninguna reflexión seria en la inteligencia peneuvista: "¿Cómo es posible? Un chico universitario, abogado, políglota…", dicen llevándose las manos a la cabeza. Es posible porque su educación rinde culto al conflicto, utiliza los colegios como medio de perpetuación del mito de la España pérfida y como andamio en el que apuntalar su política de antagonismo. El "conflicto" no es una realidad, es una necesidad del nacionalismo, ya sea civil o militar. ¿Por qué ha purgado el PNV a los profesores de universidad no afines a su doctrina? ¿Por qué ha filtrado a los profesionales no nacionalistas de los medios de comunicación? ¿Por qué utiliza el conocimiento de la lengua vasca como signo de aquiescencia y marca de aptitud para los puestos de la administración pública? Todas éstas son realidades de ahora, no situaciones de hace medio siglo.
Pero, pues apelamos al magisterio de la historia, tengamos al menos la prudencia de interrogarnos ante su testimonio. En El triunfo de la voluntad, Leni Riefenstahl muestra la unidad del partido y el pueblo en su lealtad al führer con un filme que rezuma simbolismo: el avión de Hitler desciende de entre las nubes, proyectando una silueta cruciforme sobre las tropas y las masas extasiadas. Un "tono de insistente mesianismo", empapa la película. Las imágenes subrayan la "sincera amabilidad" del führer con las campesinas, y su "varonil ardor" al pasar revista. En cada mirada, en cada apretón de manos, se aprecia, explícito, el empeño: "Pertenecemos, con eterna lealtad, a una misma nación." Los espectadores no vieron el documental de una reunión nazi, sino la transposición al celuloide del culto al führer. Sesenta años después, una parecida confusión repite la ceguera, la maldita ceguera, de un entusiasmo que estremece.

Tomás Fernández Aúz es doctor en Filosofía, colaborador entre otros de El Mundo del País Vasco y autor de De la rabia a la razón (Bakeaz, 1999) y La subjetividad en la historia (Sequitur, 2000).