Malsanas epopeyas
Tomás Fernández Aúz
Julio Medem pinta de épica la cacería.
Sabe que el coro, en la tragedia, expresa en off la voz del pueblo,
la supuesta voluntad de los dioses. Sabe que así sesga la comprensión
de lo que se ve en escena. Pero no le importa. Envuelve su película
en un wagnerismo de "poetas del pueblo", suministrando con
su crescendo la interpretación de la barbarie y supeditando la
carnicería a la fuerza trágica del "conflicto"
incuestionado. La cuestión vasca es la falta de cuestionamiento
de su justificación.
¿La piel "contra" la piedra? ¿Es la piel de
los sentimientos del "pueblo amordazado" lo que choca contra
la pétrea estructura de la "opresión" estatal?
¡Y yo que creía que era la conciencia, el corazón
de piedra de los asesinos con "causa" el que agredía
por serlo a los ciudadanos libres! No, no: es lo suave lo que ataca
a lo granítico -paradojas del misterio vasco.
Pero la película aún hace más daño. Ha sido
apoyada, arropada por periodistas y espectadores del Festival de Cine
de San Sebastián. Todavía hoy, en el País Vasco,
una parte del público común trata de subrayar el filme
con aplausos. Nada les chirría. La sociedad está secuestrada,
su conciencia se acurruca temblorosa y calla, o aplaude. Intoxicada,
llama libertad de expresión al obsceno maestoso de tragedia puntuada
por el bardo, a la gradación sinfónica que revela la explosión
inevitable que deriva de la represión de las fuerzas telúricas
del pueblo en marcha. La película cosecha parabienes porque refleja
una carencia de criterio, porque devuelve la imagen de la misma patología
social y moral que la celebra. La cinta, con su simulacro de imparcialidad,
renuncia a decir lo único comprometido, la única verdad:
que el verdugo es una hiena, un fascista irremediable, y no un cordero
extraviado que un día jugó con fuego.
¿Por qué no una versión de Auschwitz sin la participación
de los supervivientes? Se les invitó, pero no quisieron ir, aburridos,
asqueados, y el director siguió adelante. ¡Cuánta
ecuanimidad: contar lo que pasa sin contar con aquellos a quienes más
les pasa! Un narrador de realidad que la presente mutilada sabe que
su relato la falsea. No busca lo real, sino disfrazar de collage verídico
su toma de posición.
¿Cómo va a ser independiente una cinta coproducida por
EITB, que no es precisamente "la televisión de todos los
vascos"? Que el ente peche ahora con las amenazas de ETA no significa
que sea objetiva, o que su iconografía, su discurso y su tratamiento
de los temas no sean nacionalistas. EITB repite los vacíos del
"documental" de Medem: el otro no existe más que como
telón de fondo. Lo relevante son "nuestros argumentos",
"nuestras razones", "nuestra verdad". Lo demás
se omite. El nacionalismo, tras descubrir que no hay verdades absolutas,
opta por sacar tajada del barullo.
En política, "no hay verdades absolutas" significa
que no hay justificación para la barbarie, que no hay amparo
ideológico para la tiranía; valdría decir que no
hay verdades instrumentales absolutas. Pero claro que hay verdades intachables:
las que se oponen a las mentiras, a las trampas y a los errores; las
que niegan afeites a la crueldad, a la saña bruta de los brutos;
las que a nadie sirven, excepto a un buen principio
Y sin embargo, Medem pretende que es análisis su propaganda.
Presenta el horror como contrapunto de la causa. Abusa de la fuerza
estética para provocar un clamor emocional que obnubile el juicio
ético. Olvida a Fernando Buesa y a Miguel Ángel Blanco.
Recupera las cargas de la Guardia Civil en la Rentería de los
setenta, pero omite la agresión de la Ertzantza a la hija de
José Ramón Recalde al disolver en 2000 una manifestación
por el asesinato frustrado de su padre.
Medem es un imperfecto equidistante. Da voz a curas nacionalistas, pero
no a Jaime Larrínaga, párroco de Maruri hostigado por
el PNV y exiliado por las amenazas de ETA. Insiste en la execrable práctica
de la tortura, pero no examina el tormento de los amenazados. Denuncia
el "recorte" a la libertad de expresión del cierre
de Egunkaria, pero silencia las tapaderas de ETA, su pulcro respeto
a la libre expresión de los constitucionalistas que asesina.
Prescinde de episodios tan reveladores como el del lazo azul, que, tras
generalizarse en 1993 como rechazo a ETA y protesta por el secuestro
de Julio Iglesias Zamora, fue "borrado" mediante palizas e
insultos orquestados por miembros del MLNV. Hace cine mudo sobre las
bandas nacionalistas radicales que durante años han quemado autobuses,
cajeros, cabinas, concesionarios, comercios y sedes políticas
"enemigas" para impedir el librepensamiento. Esconde los beneficios
electorales que estas campañas fascistas reportan a los "moderados",
el rentable culto del anatema contra los símbolos del otro -tanto
más repugnante cuanto que se disimula con farisaicos golpes de
pecho (¿o no "condenó" Hitler los "desafortunados
excesos" del Partido Nazi que le aupaban al poder?)-. Tapa la insidiosa
prohibición de fiestas, referencias y fechas de esa mitad de
ciudadanos que, según reconocen, no sin cinismo, los propios
nacionalistas, se siente española y vasca, o sólo española.
Nos recuerda la lejana instrucción franquista, pero nos oculta
el adoctrinamiento vigente en las ikastolas, el falseamiento de la historia,
el cultivo del "conflicto". La joven generación vasca
actual ha crecido en democracia, y es casualmente en "Euskal Herria"
donde aún se consume de odio fomentado. Casos como el de Arkaitz
Otazua, el último activista de ETA que, tras tender una emboscada,
muere a los veinticuatro años en un tiroteo con la Ertzantza,
no provocan ninguna reflexión seria en la inteligencia peneuvista:
"¿Cómo es posible? Un chico universitario, abogado,
políglota
", dicen llevándose las manos a la
cabeza. Es posible porque su educación rinde culto al conflicto,
utiliza los colegios como medio de perpetuación del mito de la
España pérfida y como andamio en el que apuntalar su política
de antagonismo. El "conflicto" no es una realidad, es una
necesidad del nacionalismo, ya sea civil o militar. ¿Por qué
ha purgado el PNV a los profesores de universidad no afines a su doctrina?
¿Por qué ha filtrado a los profesionales no nacionalistas
de los medios de comunicación? ¿Por qué utiliza
el conocimiento de la lengua vasca como signo de aquiescencia y marca
de aptitud para los puestos de la administración pública?
Todas éstas son realidades de ahora, no situaciones de hace medio
siglo.
Pero, pues apelamos al magisterio de la historia, tengamos al menos
la prudencia de interrogarnos ante su testimonio. En El triunfo de la
voluntad, Leni Riefenstahl muestra la unidad del partido y el pueblo
en su lealtad al führer con un filme que rezuma simbolismo: el
avión de Hitler desciende de entre las nubes, proyectando una
silueta cruciforme sobre las tropas y las masas extasiadas. Un "tono
de insistente mesianismo", empapa la película. Las imágenes
subrayan la "sincera amabilidad" del führer con las campesinas,
y su "varonil ardor" al pasar revista. En cada mirada, en
cada apretón de manos, se aprecia, explícito, el empeño:
"Pertenecemos, con eterna lealtad, a una misma nación."
Los espectadores no vieron el documental de una reunión nazi,
sino la transposición al celuloide del culto al führer.
Sesenta años después, una parecida confusión repite
la ceguera, la maldita ceguera, de un entusiasmo que estremece.
Tomás Fernández
Aúz es doctor en Filosofía, colaborador entre otros
de El Mundo del País Vasco y autor de De la rabia a la razón
(Bakeaz, 1999) y La subjetividad en la historia (Sequitur, 2000).