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enero
2004
Nº 109

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Radiografía descarnada
del populismo
Marcos Aguinis
Ilustraciones de Sebastián Corino
Forma sublime de la mediocridad política, el
populismo alcanzó durante el siglo xx el rango de paradigma, y
según parece, su legado entra con buen pie en el siglo xxi. Argentina
sirve de punto de partida a Marcos Aguinis para repensar su pasado, examinar
su presente, y proponerlo como una alternativa interpretativa a la intervención
extranjera.
Para no navegar en abstracciones, comienzo con una referencia
muy concreta, que me duele: mi país. La Argentina bate récords
en materia de hegemonía populista. Al populismo lo tenemos metido
en la sangre desde principios del siglo xx, y se nutre de tradiciones
que se remontan al tiempo colonial. Hubo interregnos, lo reconozco, y
meritorios esfuerzos de superación. Pero siempre retorna, para
colmo, remozado. Y oculto.
Hace apenas un par de años los cacerolazos tumbaron un gobierno
legítimamente elegido y rutilaron las expectativas de cambios profundos
que nos sacarían de la ciénaga. Íbamos a dejar atrás
la decadencia (creíamos). Se especuló con la democracia
directa como si entre nosotros hubiese resucitado Atenas; se decía
que las enardecidas asambleas populares parirían una nueva dirigencia,
más honesta, más eficaz. La gente buscó y atacó
culpables a mansalva, de manera feroz, como en los tiempos del gorro frigio
y la guillotina. Urgía hacer trizas del enemigo que nos había
sometido a tanta desgracia. La persecución, sin embargo, resultó
difícil: parecíamos el cazador inhábil que sólo
consigue frustraciones: la verdadera presa no se dejaba atrapar y evitaba
los golpes que llovían por doquier. A ese enemigo acérrimo
-no se pensaba ni por asomo en el populismo- se lo identificó sucesivamente
con otras cosas: los últimos gobiernos, los bancos, las empresas
extranjeras, los políticos. El resultado fue que, en buena medida,
"logramos" expulsar a varios chupasangre que eran ciertos bancos,
empresas extranjeras, inversores, pero no a muchos políticos que,
por ser patrimonio de nuestra sociedad, conti-núan como si tal
cosa y en su mayoría acaban de ser reelectos, pese a la sonora
consigna que dio vuelta al mundo: "¡Que se vayan todos!"
¿La recuerdan? Después esa consigna se convirtió
en un papelón, ciertamente... o en una muestra del miedo que tenemos
a un cambio de verdad. Se quedaron casi todos, en especial los peores.
Vuelvo a la pregunta inicial: ¿conseguimos identificar y librarnos
del cáncer? No: el populismo y sus múltiples trampas, continúa.
También -desde hace rato- relacionamos la etiología de nuestra
creciente miseria con los intereses externos. Pero el cómico argentino
Enrique Pinti lanzó una iracunda réplica: "¿Intereses
foráneos? ¿Qué intereses foráneos? Estoy harto
de escuchar las mismas palabras desde que era chico: los intereses foráneos.
Desde la izquierda y desde la derecha. Tengo los huevos por el piso con
eso de los intereses foráneos, el capitalismo salvaje, el Tío
Sam... Ya estoy podrido de esa explicación, porque otros países,
que también tienen al Tío Sam encima, y a cuantos intereses
foráneos se te ocurra, funcionan bien. Nosotros no."
Si tampoco el peor de los enemigos son los intereses foráneos,
es obvio que uno de esos endriagos malditos se encuentra bien agazapado
dentro de nuestro país. Nos cuesta reconocerlo porque ha penetrado
en la sangre como un virus. Recorre arterias y capilares, impregna cada
célula, influye en el pensar cotidiano. Es un pilar de la identidad
colectiva de Argentina, de América latina y de casi todos los países
de África y Asia. Pero escabulle su responsabilidad.
En efecto, la otrora próspera Argentina es un país donde
el populismo nos muestra cuánto daño puede generar. Confunde
patología con salud y distorsiones con el camino recto. Hasta su
nombre es engañoso. Deriva de la palabra pueblo, pero populismo
no significa interés dominante por el bienestar de ningún
pueblo. Tampoco que se gobierne en su favor. Significa que se manipula
el pueblo para satisfacer al caudillo de turno o a su círculo de
fieles. El pueblo no es servido, sino enajenado. Cae bajo la hipnosis
de quien simula amarlo y sacrificarse por su felicidad. El pueblo en este
caso no es sujeto, sino rebaño que se conduce, alimenta y carnea.
El instrumento de elección para engrillar los tobillos y el cerebro
de una sociedad populista es el asistencialismo clientelista. No es nuevo:
lo inventó Luis Napoleón III en el tercer cuarto del si-
glo xix. Conmovió a las multitudes pobres hasta enamorarlas, y
de esa forma desvió la energía de su rebelión hacia
el sometimiento político. No lo aplicó para mejorar la vida
de los franceses, sino para que los franceses lo siguiesen respaldando
a él y a su corte. De ahí proviene la palabra bonapartismo.
La exitosa técnica fue luego imitada por Bismarck y, en el siglo
xx, por Mussolini, Hitler y otros personajes, que la perfeccionaron con
la movilización de masas y una ficción (sólo ficción)
revolucionaria. Observemos que, hoy en día, los fundamentalismos
religiosos enajenan a cientos de millones con esas mismas técnicas.
El asistencialismo clientelista suele defenderse con argumentos que parecen
racionales. Pero su uso, a la larga, no es provechoso para una sociedad.
El asistencialismo es un recurso extremo, no el de elección, como
sucede en los sistemas populistas. Es inevitable que produzca una involución
social de graves consecuencias, aunque satisfaga en lo inmediato urgencias
básicas que nadie podría negar. Genera un retroceso hacia
la dependencia, la dádiva, y arrastra vastos sectores de la sociedad
hacia una postura infantil, demandante y acrítica. Los jefes que
utilizan el asistencialismo no están interesados en que los ciudadanos
maduren hacia la autonomía y el bienestar. No quieren que se desprendan
de su protección. Por eso regalan pescado, nunca cañas de
pescar. No se afanan para que prosperen de veras, sino para que subsistan
como un dócil ejército que jamás se insubordinará.
El populismo quiere que el pueblo sea mediocre y cómplice; lo quiere
fanáticamente agradecido, irracional, miserable. Y tiene éxito:
veamos un mapamundi y suframos ante las extensas regiones sometidas a
su ponzoña.
Una de sus técnicas predilectas es aumentar la burocracia, llenar
las dependencias de "ñoquis" (como decimos en mi país),
convertir el sector público en una vizcachera de quioscos que alimentan
a los punteros políticos, encargados de mantener una clientela
miope y adicta. En consecuencia, el asistencialismo excede su tarea de
estricto y honesto salvataje, porque en realidad busca obscenas retribuciones
políticas, y no va acompañado de iniciativas vigorosas que
estimulen el progreso.
A poco de restablecerse la democracia viajé a la ciudad de Tucumán
en calidad de secretario de Cultura de la nación. Cuando fui a
la casa de gobierno me encontré que a su alrededor se habían
establecido numerosos bares y terrazas que estaban llenas de gente. Le
dije al gobernador que estaba sorprendido por el progreso que eso revelaba
y él me contestó que en realidad quienes llenaban las mesitas
tomando café y gaseosas eran empleados públicos que había
designado recientemente y aún no tenían lugar donde trabajar.
Ante mi asombro, el gobernador, que era peronista (es decir populista),
me disparó esta frase: "El cargo público es ahora la
mejor expresión de la justicia social." Quedé atónito.
Por supuesto que no le preocupaba saber de dónde vendría
el dinero para esos sueldos ni la irracionalidad de contratar gente innecesaria.
Los efectos letales serían soportados en un futuro que no le interesaba.
No voy a detenerme en la enardecida discusión que se produjo en
su despacho, pero les aseguro que no nos dejó amigos.
El populismo es siempre estatista
¿Cómo no lo va a ser, si el Estado es convertido en el instrumento
más poderoso para sobornar a la población y mantenerla enajenada?
No le importa construir un Estado ágil, eficiente, económico
y justo, sino hipertrófico, lleno de punteros políticos
y votantes en cautiverio, un Estado que canalice la corrupción
que engorda a los jefes y funcionarios leales; que hace regalos con los
impuestos del sector productivo y controla que la oposición no
levante demasiado la cabeza. En síntesis, un Estado funcional a
los caudillos, no a la sociedad infantilizada.
El populismo pretende, además, una sociedad sin contradicciones,
sin disenso, sin pluralidad. Todo debe confluir en el poder que está
arriba, que anhela ser hegemónico, que odia la competencia y la
crítica. Seamos francos: el populismo no ama la democracia; en
el mejor de los casos la soporta y se esmera por sojuzgarla con imaginativos
y tramposos recursos. Por eso es hipócrita; el doble discurso jamás
le produce sonrojo. Todo vale para mantener el control. Nunca pierde de
vista que el pueblo debe ser objeto de eterna seducción, de mareante
propaganda, para que no se suelte de la mano que se dice paternal.
El populismo no sólo hace regalos a los pobres, sino también
a las demás franjas sociales. Los empresarios dejan de ser competitivos;
en lugar de apostar a la excelencia, se instalan a la sombra del caudillo
(o del Estado que él comanda), para obtener privilegios y ganancias
fáciles a cambio de un inequívoco sometimiento. Los beneficios
que obtienen son el resultado de la obsecuencia, la corrupción
y la mentira, no de méritos ejemplares. En cambio el verdadero
sector productivo languidece, porque no recibe los estímulos que
sólo llegan a quienes besan los dedos del poder. El resultado es
la caída económica, el atraso cultural, la pauperización.
El populismo simula ser revolucionario, y lo simula muy bien. De ese modo
atrapa la pasión de jóvenes, intelectuales y gente solidaria,
que cae bajo sus hipnóticos malabarismos ideológicos, siempre
ambiguos, siempre cambiables. Pero es conservador, reaccionario, amante
del statu quo. Como la pretendida revolución nunca llega, la patea
para más adelante. En Argentina abundaron los grafitis que llamaban
a "completar" la revolución inacabada de Perón,
o se sucedieron las tendencias peronistas que se llaman "auténticas",
en contraste con la anterior, cuyo inevitable fracaso hundió otro
poco más al país.
Utiliza el concepto pueblo como si fuese una esencia supraindividual,
una unidad perfecta. Pretenden que el líder, su partido y la nación
constituyan un todo sin fisuras (su expresión culminante fue el
nazismo). La lealtad se debe ejercer de abajo hacia arriba, nunca en forma
recíproca. El pueblo se debe al líder y el líder
"dice" (sólo dice) que se debe al pueblo. En el populismo
siempre molesta la división de poderes, la alternancia política,
la independencia de la justicia, aunque las simulen respetar (violándola
sin escrúpulo ni respiro).
El populismo creció sobre teorías irracionales como el Volkgeist
de Herder, que luego encantó a los nazis. También sobre
el Narod, palabra equivalente en ruso, tomada por la derecha paneslavista.
El fenómeno de las masas -potente manifestación del pueblo-
fue desmenuzado críticamente por Gabriel Tarde y Gustave Le Bon,
luego por Sigmund Freud.
Señalo ahora algo más grave aún: el populismo inyecta
pereza en el pensamiento. Y esto es letal. Desaparece la capacidad crítica,
se atrofia la lógica, se oscurece la visión. Como el populismo
insiste que la culpa de todo está siempre en otro lugar ("los
intereses foráneos"...), lo único que cabe hacer a
los ciudadanos -enseña- es quejarse, protestar (con quejas y protestas
que no llevan a nada, que sólo hacen descargar energía).
Inhibe la crítica de fondo y, en consecuencia, aleja la posibilidad
de hacer buenos diagnósticos y aplicar tratamientos eficientes,
racionales. El problema siempre son "los otros". Por lo tanto,
de los otros vendrá la solución. Hay que pedir, exigir y
hasta extorsionar. En la Argentina las cosas fueron espantosas por culpa
del FMI, del Banco Mundial, el G 7, las empresas extranjeras, el imperialismo,
la oligarquía, la globalización, la envidia que nos tienen,
el calentamiento del planeta y así en adelante. Todavía
no incluimos a los marcianos. En cuanto a nosotros mismos, somos ángeles,
somos víctimas, y nada podemos hacer dentro de nuestra misma sociedad
para superar la tragedia que nos asfixia. (Esto que acabo de expresar
es común, por desgracia, a casi todos los países atrasados
del mundo.)
Como el pueblo y su líder son la misma cosa para el populismo y
sus derivaciones, el líder hace lo que el pueblo quiere (dice)
y el pueblo se lo cree a pies juntillas. No hay más ley que la
del pueblo (dice) y, por lo tanto, puede cambiarla o violarla cuantas
veces se le ocurra, porque lo hace por deseo o pedido del pueblo (dice).
En verdad, la ajusta a sus egoístas intereses. Esto es calamitoso,
porque genera una terrible inestabilidad jurídica que, sin embargo,
no se percibe ni repudia como tal. La inestabilidad jurídica que
prevalece en el populismo genera miedo a la inversión y afecta
al aparato productivo. Los países con inestabilidad jurídica
son fatalmente pobres. Pero el populismo se las arregla para construir
sofismas a partir de una curiosa hipótesis: que la estabilidad
sólo beneficia a unos más que a otros. Lo cual puede ser
cierto en el corto plazo, pero a la larga rinde altos dividendos a la
sociedad en su conjunto.
Juan José Sebrelli, en su libro Crítica de las ideas políticas
argentinas, demuestra que en mi país hubo populismo conservador,
radical y peronista. El populismo peronista llegó más lejos
que los otros y hasta ahora, con su líder y fundador muerto hace
un cuarto de siglo, continúa atrapándonos en sus redes,
con la excusa de que siempre anda a la busca de la versión "auténtica"
o "renovadora". Mantiene viva la ilusión del paraíso
perdido, cuando el asistencialismo era frenético y de arriba
llovían todos los bienes, en especial para los que juraban y demostraban
lealtad.
¿Habrá rebelión contra las iniquidades del populismo?
¿Las sociedades encadenadas a la miseria terminarán por
abrir los ojos y repudiar tan arraigada perversidad? ¿Conseguirán
sacársela de encima, ya que es uno de los factores que no sólo
les ha envilecido la economía, sino el alma?
Marcos Aguinis es escritor
argentino. Recientemente ha publicado las novelas Asalto al paraíso
(Planeta, Barcelona, 2003) y La gesta del marrano (Planeta, Argentina,
2003), que próximamente será publicada también en
España.
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