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febrero 2004
Nº 110

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El populismo o la barbarie ilustrada
Tomás Abraham
Ilustración de Lluís Alabern

En el número anterior, el escritor argentino Marcos Aguinis arremetía contra el populismo como una forma de degeneración del sistema político democrático. En esta ocasión, el filósofo y ensayista (y también argentino) Tomás Abraham le responde con una crítica a la crítica, poniendo en tela de juicio sus argumentos y el lugar desde el que se defienden.

Hay una campaña de notables en medios también notables contra el populismo. Llamo notable a un personaje que se siente superior por su nivel cultural. Es un ser que hace de la división entre civilización y barbarie una credencial para ser invitado a embajadas, convertirse en un conferenciante de nota, académico laureado, columnista vip, hombre respetado por su "seriedad" y un ser mimado por otros notables.
Deriva de una acepción latina y de reminiscencias romanas que designa a un particular especimen de patricio. Un notable es un patricio del espíritu. Las palabras élites y aristocracia no hacen más que subrayar a esta especie.
Notables como el mexicano Enrique Krauze, el historiador Natalio Botana, Marcos Aguinis, J. J. Sebreli, el dos veces ex y posible postulante a futuro ex del Uruguay Julio Sanguinetti, están con una intensa actividad antipopulista. No es extraño en un mundo en donde dominan los Chávez, los Kirchner, los Evo Morales, y asoma la amenaza de los Tabaré Vázquez.
Los motivos aducidos de esta preocupación es la perceptible degradación en la calidad institucional de la democracia republicana. Pero las razones de esta preocupación pueden ser algo más complicadas y esenciales.
¿Qué es lo que defienden estos personajes? Una idea del individuo. Extraña idea, ya que esta noción del pensamiento político más que con la libertad tiene que ver con la seguridad. No hay individuo sin seguridad, es decir, sin intimidad resguardada, vivienda propia, trabajo que garantice un salario digno, educación que guíe en las alternativas del espacio cultural, protección social. Es lo que tienen los notables y carece la gran mayoría de la gente de los países que ellos habitan.
Ha sido una costumbre del discurso de los notables, que no es exclusivo de la gente diplomada, la de ser oradores de las luces y buenos contrabandistas en las sombras. Dobles apellidos de extenso linaje peroraron en tertulias y congresos sobre los bienes de la cultura mientras pagaban en sus latifundios con vales de proveeduría a sus neoesclavos, y esto se mantiene hasta la fecha, no es historia antigua.
¿A qué le temen estos personajes? A la demagogia y al clientelismo. No hay duda de que la famosa entelequia de la modernidad llamada "masas" los tiene a maltraer. Estas masas, que ellos ven como monos de una horda caníbal, son manejados por seres diabólicos que reparten planes de trabajo. El carisma, ponzoña resinosa que segregan estos tiranos, engaña a la tonta masa que los sigue hasta cualquier crimen. Pero el asunto es más simple. Un hombre despojado de su humanidad, sin trabajo, con los hijos sin futuro y con el presente del hambre, además de padecer la humillación de una sociedad que le explica que lo que ofrece en los escaparates dorados no lo merece, despreciado por el Estado que nada ha hecho sino burlarse de él, con una clase cultural que se viste de bronce y de apellidos y lo denigra con su verba empacada, encuentra en el caudillo, en el puntero, en la unidad básica alguien que le dio algo, una chapa para el techo, una escuela en la que los hijos pueden desayunar, una caja con alimentos, una changa en la municipalidad, es decir, que encontró respeto, y devuelve con lealtad. Y si la palabra lealtad produce espanto, usemos otra que gusta mucho más: confianza.
Por supuesto, que luego pueden ir los Aguinis y los Krauzes a decirle que sus dadores son corruptos, que recibieron coima en las obras públicas, y él, que ha sido deshumanizado por la realidad e inmerecidamente beneficiado -al menos de acuerdo al canon que enarbolan los señoritos notables- debería estar preocupado por la moral.
Pero claro que es necesario estar preocupado por la moral, especialmente por la moral de quienes defienden el muro de Sharon que encierra a palestinos en nombre de la realpolitik, a quienes están desesperados por proteger los restos de un partido centenario como el Colorado y lo que queda de una partidocracia obsoleta, quienes simpatizaban con Fox y otros magnates y ahora ya ni saben adónde apuntar, los que mientras el petróleo financiaba a parásitos políticos y becarios agradecidos, se sintieron más en democracia que con este actor bolivariano.
Dicen que Kirchner es peligroso, que los planes de trabajo crean vagos, que hay riesgo de hegemonía y absorción de la oposición, que se discrimina a periodistas y se reparten dádivas a cambio de elogios. La verdad es que sí, eso está mal, Argentina tuvo períodos en que estuvo mejor, es lo que dicen los notables. Por ejemplo, la época en que Federico Pinedo hizo su plan industrial, no importa que nadie se acuerde ya de eso, aciertos de Avellaneda, Mitre, Pellegrini, Roca, sí claro, magníficos tiempos aquellos, los de los estadistas de nuestra argentinidad, de vacas y mieses, antes de que la chusma irigoyenista entrara en escena.
Pero el populismo existe gracias a Dios y a los hechos históricos que defienden estos notables. Es la manera de supervivencia no de líderes demoníacos sino de pueblos abandonados por los cogotudos de la cultura, estos señores que sin el talento de Octavio Paz se visten con sus trajes de agregado cultural en ejercicio o en potencia. No vemos muchos notables así en los tronos del mundo, salvo que Aznar, Chirac y Bush, lo sean por ser blancos y parcos. Hablando de Bush, el populismo también es la estrategia de pueblos emergentes, quiero decir que sin gobiernos populistas nuestros países habrían estado definitivamente sumergidos gracias a las intervenciones norteamericanas. ¿Se olvidaron los notables del cuento del tiburón y las sardinas? ¿O pensarán que es otra muestra del facilismo criollo? El camino reformista, integrador, republicano, con impuestos progresivos, división social de la tierra, rol fuerte del Estado, nunca tuvo el apoyo financiero ni político de Estados Unidos, fue al revés, lo ha saboteado directamente, o se calló ante lo que consideraba el mal menor. Desde Somoza a Videla.
¿Qué más temen los señores de la alta cultura? Le temen al Estado, Leviatán monstruoso que la década del noventa sepultó gracias a otros o los mismos notables. No importa que el conocido Georges Soros repitiera más de una vez en sus campañas literarias que sólo un Estado fuerte en los mercados emergentes podía evitar que se hundieran bajo los flujos y reflujos financieros; nosotros acá ya habíamos comprado la idea de un Imperio Central con sus municipalidades dispersas por todo el planeta. Se llamaba el realismo del débil, que débilmente ha dejado apagar su voz. Ahora se viene la apariencia de una mayor presencia estatal, pero claro no sólo para desregular, y organizar videoconferencias, sino en relación con un par de millones de argentinos que por algun razón, también notable, se han quedado afuera de la civilización.
Olvidan los notables dos cosas. Una, que si tanto les importa el individuo y su dignidad, resulta que ésta se logra en la modernidad con un buen aparato judicial, el mejor posible, funcionando con relativa autonomía. El individuo no es una singularidad que recita poemas de memoria, sino un asalariado medio que puede llamar a un abogado y meterle un juicio con sentencia rápida a quien lo despidió inventando una justa causa. Por eso, en este sentido, los notables deberían estar satisfechos con ciertos movimientos de este gobierno en la materia. La otra cosa tiene que ver con la raza. El iyrigoyenismo y el peronismo fueron movimientos sociales masivos, pero fundamentalmente una realidad que desagradó al orden conservador porque metió razas oscuras en la historia. La raza de los italianos primero, la de los polacos judíos más tarde, los de las provincias en la capital luego, hoy hablamos de los inmigrantes de los países limítrofes a quienes este gobierno quiere legalizar. Los movimientos populistas, esos que se ven como una culebra tramposa, peor que la del Edén, fueron integradores de morenos, negros, narigones pelirrojos, turcos de almacén y matronas calabresas. Es decir, nuestro pueblo, nosotros, salvo los notables, que, en realidad, por más sublimes que se presenten, tampoco vinieron en una sonda marciana.


Tomás Abraham, filósofo argentino nacido en Rumanía, es profesor de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado, entre otros, Situaciones postales (Anagrama, Barcelona, 2002), Los senderos de Foucault y El último oficio de Nietzsche.