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marzo 2004
Nº 111

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La desintegración de mi abuelo
Antonio Ungar
Mi abuelo nació en 1945 en un búnker oscuro,
bajo una estación de tren en donde cayeron cuarenta y cinco bombas
aliadas de tres megatones cada una, durante media hora. Su primer grito
no se oyó, porque supo nacer exactamente durante esa media hora,
y al tiempo con su primer grito cayó una bomba grande que le hizo
un hueco a la cúpula de lo que fue una iglesia, y ahora es sólo
una cúpula con un hueco en las guías turísticas con
cielo azul y en alguna película alemana en donde llueve y uno se
aburre.
Mi abuelo gritó y pataleó, pero nadie quiso oírlo.
Lo limpiaron, lo lavaron, le cortaron el caucho que lo unía a algo
que temblaba debajo de una sábana blanca y lo pusieron en un rincón
del búnker, al lado del cuerpo de una madre gigantesca que lo miraba
con ojos de vaca, como si fuera él un ternero que no era. Todo
mientras otros señores con bigotes estaban muy ocupados en descifrar
el gemido grave como el llanto de una ballena que salía de los
altoparlantes de la estación de trenes pesando sobre sus cabezas,
que les avisaba con cierto grado de precisión el momento en que
todo temblaría y el miedo les haría cerrar los ojos y caerían
piedritas de las vigas del refugio, y la madre de mi abuelo lloraría
un poco más, sonriendo, sin hacer ningún ruido, y mi abuelo
le colaboraría, con muchas ganas, las patas separadas y la boca
abierta.
Mi abuelo, el pobre, se murió ayer.
Nunca entendió por qué para liberar a los judíos
y a los comunistas de los campos nazis, los ingleses botaron bombas sobre
la estación en donde mi bisabuela lavaba overoles antes de estar
preñada, si precisamente los ingleses no eran comunistas y precisamente
mi bisabuela era comunista, y aunque nunca llegó a ser judía,
le caían bien los que vivían en los áticos de los
almacenes del barrio obrero.
No me liberaron de nada, los ingleses, decía mi abuelo, sólo
me liberaron del vientre de mi madre y de comer las tres comidas del día
durante cinco años. Lo decía muy serio, y después
soltaba una de esas carcajadotas alemanas que siempre están dirigidas
a ninguna parte y nunca tienen eco, tampoco en los nietos.
Tal vez por eso se negó a ir a Londres, mi abuelo. Se negó
a ir incluso cuando un jefe más gordo que él, el dueño
de la compañía de Yunques, lo amenazó con mandarlo
a Las Indias, que así le decían los alemanes a América
del Sur porque la del norte sí era América, si no se iba
a Londres a vender yunques, inmediatamente. Él respondió
que inmediatamente Inglaterra no se merecía ni siquiera los yunques
de la compañía, y afortunadamente no le entendieron el sarcasmo
a mi abuelo, porque si no nunca lo hubieran mandado a administrar una
mina de oro abandonada en lo más hondo de la selva del Brasil,
que en ese entonces sí era lo que uno se imagina cuando uno no
es intelectual y le dicen: Brasil.
Y si no se hubiera ido a la selva, que era tan húmeda como para
que mi abuelo tuviera que limpiar todos los días su cuchillo bávaro
y su escopeta de cazar conejos de un hongo verde y pegajoso que se adhería
por las noches, mi abuelo no se hubiera hartado de limpiar cuchillos y
escopetas y matar zancudos y de no entenderles ni una palabra a los negros
brasileños que siempre se reían de él antes de hablarle,
y después de hablarle se reían más y con más
ganas. Porque si todo eso no hubiera pasado, mi abuelo no hubiera cambiado
su vestido de cazador de leones que le quedaba estrecho y sus botas de
caucho por un sombrero de paja y un vestido de hilo, y no le hubiera escrito
al dueño de los Yunques diciéndole lo que pensaba de los
yunques y de los negros brasileños y de los ingleses, y no hubiera
emigrado a un pueblo que parecía sacado del sur de España
y puesto en esta tierra nueva. Aunque mi abuelo nunca había estado
en el sur de España, ni en el norte tampoco.
No habría tampoco conocido la meseta roja y más hermosa
que mi abuelo iba a conocer y de la cual no volvería a salir hasta
el día de ayer, cuando salió acostado en un cajón
negro, sin decir una palabra, muerto, sobre un caro jalado por bueyes,
con los ojos bien abiertos y los pies apuntando a otro pueblo parecido
pero en cuyo cementerio no se pudría ningún inglés
muerto en 1952, junto al que mi abuelo se negaba a acostarse.
Nunca hubiera conocido a mi abuela tampoco, que entonces era una gordita
linda pero elegante, a la que mi abuelo tuvo que cortejar durante cinco
años hasta que su padre, el de ella, lo dejó acercarse.
No por el cortejo de alemán, que consistía en hacerle visitas
y sudar frente a ella y ponerle óperas de Wagner en el megáfono,
sino porque para entonces mi abuelo era casi el dueño de una fábrica
de cemento que él mismo había hecho con sus manos y con
las de Plinio, un tipo que conocí ayer en el entierro y que todavía
puede estarse cinco minutos sin respirar, muy serio, y puede tomarse un
petaco de cerveza en media hora.
El mismo tiempo que se demoró el bombardeo mientras nacía
mi abuelo.
Pero al fin se pudieron casar. Porque mi abuelo ya era el dueño
de toda la fábrica. No hubo oposición al matrimonio, afortunadamente,
porque si la hubiera habido, mi abuelo habría acabado comprando
también la casa y las sillas y la cama en donde yacía el
pobre viejo tísico de su suegro, que no hubiera podido seguir venerando
con rezos susurrados sus reliquias de la Independencia desde el lecho
de muerte.
Precisamente a los diez días de haberse muerto el viejo, y a pesar
del escándalo que quisieron armar viejas más viejas, mi
abuelo, de común acuerdo con la hermana mayor de mi abuela, y con
el cura del pueblo a cambio de una limosna pagada en cemento, y con Plinio,
que preparó una fiesta con más carne asada y cerveza de
la que nunca han visto en Berlín, se casó con mi abuela
en la iglesia mayor, con botella de vino dulce, arroz que caía
entre los rayos de sol, música de cobres, niñas bonitas,
hombres que llegaban a caballo y treinta voladores que explotaron sobre
las cabezas y a mi abuelo le acordaron de algo.
Así fue la historia de mi abuelo, que se murió ayer.
Porque lo que vino después fue mi mamá, de la que no hay
nada que contar. Que emigró a Bogotá, grande y pobre como
todas las ciudades grandes y pobres, y se casó con mi papá,
que era un importante vendedor de cafeteras a domicilio como todos los
vendedores a domicilio, que se dedicó a cocinar mermeladas en una
casita pobre pero honrada en un barrio de clase media bastante media,
en un barrio de periferia gris, y que cuando hizo suficientes mermeladas
y mi padre vendió suficientes cafeteras, nacimos mis dos hermanas
mayores, que ya están casadas y preñadas, y yo, que nunca
voy a estar preñado y que nunca he querido vivir en esa ciudad
y que nunca había escrito una palabra hasta estas palabras que
quiero escribir sobre mi abuelo que se murió ayer, el pobre.
Exacto.
Entonces: Ayer se murió mi abuelo.
Yo estoy en este momento sentado en el penúltimo asiento de un
bus oxidado, procurando escribir entre bache y bache, respirando hondo
en cada curva que me acerca a la finca en donde mi abuelo fundó
su fábrica de cementos. En vez de estar volviendo a la ciudad grande
y fría, a una casa en donde una señora gorda se empeña
en hacer mermeladas de moras negras mientras entierran a su padre en el
pueblo más lindo del mundo; negándome a volver a una casa
a la que mi papá a esta hora no ha entrado todavía. Mi papá,
el pobre, que ya no vende cafeteras pero ahora trabaja en un banco, que
es mucho peor porque cuenta todo el día la plata que otros se van
a gastar en todo menos en cafeteras.
Otra aclaración. Yo soy comunista. Comunista de verdad. Y en este
bus declaro que nuca más vuelvo a esa ciudad. Que aquí me
quedo. No en el bus, pero sí en este pueblo y en esta finca que
sin mucha dificultad voy a heredar convenciendo a Plinio de que nos tomemos
un petaco juntos, aunque tal vez a mí me toque comprar unas cervezas
por fuera del petaco, y aunque tal vez a Plinio le dé por gritar
Viva El Partido Liberal y blandir machete en la calle.
Me gusta este pueblo.
Y voy a seguir haciendo lo que hacía en mi barrio, en Bogotá.
Falsificando papeles para todo tipo de vueltas burocráticas, que
son iguales en cualquier parte del país, y aquí además
me voy a falsificar un buen título de Arquitecto, y voy a ser el
único arquitecto de este pueblo de campesinos más buena
gente que todos los vecinos que yo he tenido en mi vida, y voy a prohibir,
como arquitecto titulado en la Universidad de Roma que voy a ser, que
se tumbe ninguna casa de este pueblo o sus alrededores, o que se construya
ninguna. Y punto.
Sólo casas viejas.
Por orden del gobernador, mediante decreto que yo también voy a
falsificar y le voy a hacer llegar al alcalde después de una llamada
con voz de gobernador.
Así estamos pues.
Lo que me llevó a escribir estas palabras, entonces, además
de la historia de mi abuelo, de la aburrición de mi papá,
además de mis planes para el futuro, fue precisamente mi abuelo
mismo. Su cuerpo, además de su historia. Su presencia. Su presencia
y la vida que produjo alrededor cuando estuvo vivo; y, cómo no,
también el alboroto que causó su presencia, dura como una
piedra, una vez que a su cuerpo le dio por morirse.
De mi abuelo muerto voy a decir algo, pues, cómo no: de su entierro,
que fue como otro chiste de mi abuelo vivo.
Me gustó muchísimo el entierro de mi abuelo, mucho. Hombre,
sí. Al principio fue aburrido. Con el cura ese, antes de la peregrinación,
en el pueblo, recordando cada detalle de una donación en cemento
que significó el resurgir de su parroquia y la importancia que
adquirió frente a otras parroquias, que también tenían
una ayudanta bajita y gorda y musgo entre los ladrillos del piso y techo
de zinc con goteras. Eso aburrió.
Pero no aburrió nada el cajón de mi abuelo.
Negro, pesado, sobre la tierra roja de la calle.
Y mi abuelo ahí acostado adentro, viendo todavía las nubes
sobre el cielo azul al otro lado de su vidriesito bien limpio, con sus
ojos grises.
Así hubiera querido verse a sí mismo, si hubiera podido
venir a su entierro.
Duro, con los brazos ordenados a ambos lados del cuerpo, riéndose
todavía, porque se murió en la mitad de otra carcajada sin
eco, seca, que soltó en la mitad de la noche, en la mitad de la
cama doble. Mi abuela no pudo oírlo, la pobre, porque mi abuela
está muerta y enterrada hace quince años.
Me dicen, los que saben, que tomaba mucho mi abuelo. Yo lo entiendo. En
eso también somos iguales. Además de ser ambos comunistas.
Y además de llamarnos Peter Lübeck, porque aunque entre mi
Peter y mi Lübeck haya un Martínez, somos casi lo mismo. Éramos.
Altos, gordos, de pelo negro y nariz grande y ojos verdes.
Ambos de pasos largos.
Y ambos de voz gruesa. Mi abuelo decía antes de morirse que cuando
él era joven y no había vendido ningún yunque ni
había hecho ningún hijo, era capaz de romper copas de cristal
llenas de champaña, con sólo llamar al mesero del restaurante.
No creo que haya nunca entrado a un restaurante en Berlín, mi abuelo,
pero lo de los vasos, sin champaña, se le puede creer. Tenía
un pecho como de vendedor de yunques y una sonrisa de más de siete
dientes y unos bigotes negros y gruesos y unos ojos chiquitos que le arrugaban
toda la cara cada vez que se reía.
Pero yo estaba diciendo cuánto me gustó el entierro.
Acabó de hablar el cura. Una señora gorda, morena, de labios
gruesos, que sudaba debajo de su monumental descote de luto, entró
en un ataque de llanto tal que las flacas señoras elegantes tuvieron
que carraspear hasta atorarse en su tiza. Y Plinio, que ya estaba un poco
borracho, se llevó a la señora forrada de negro detrás
de un guayabo que hay junto a la capilla, y le dio un trago de aguardiente
y la puso a mirar: el cañón lejano, las nubes blancas lamiendo
la otra pared de la cordillera. Y si no es porque el cura lo llamó
directamente por su nombre, Plinio, ahí se quedan. Mirando las
nubes.
Bueno, pues lo mejor fue lo que vino después. Aparecieron por una
calle de piedra por donde apenas cabían, por donde las barrigas
de cuero y pelos rozaban las fachadas de las casas más elegantes,
dos bueyes monumentales. Dignos de mi abuelo: negros, con cachos gruesos,
con collares negros por su muerte.
Me lo pude imaginar antes, a mi abuelo, parado junto a esos bueyes, acariciándoles
el lomo. Pero no les acarició nada, se quedó muy quieto
en su ataúd. Y yo entiendo. Con ese cielo, y ese olor del río
oliendo a lo lejos, a monte y a hojas de tabaco secándose al sol,
mejor estarse quieto.
Yo estuve solo, todo el tiempo.
Pero no tan solo. Porque como si yo no fuera yo sino mi abuelo, se me
fueron pegando en la caminada de un pueblo al otro las amigas de mi abuelo.
Que eran muchas. La de la carnicería, con su marido; la de la farmacia,
con su papá; la de la plaza de mercado. Y todos caminamos durante
media hora detrás de la carreta jalada por los bueyes.
Pero nosotros no sufrimos.
Sudamos, eso sí, y nos cogimos de los codos en las subidas, y vigilamos
a una viejita que juraba entre sollozos que había alzado a mi abuelo
cuando él no sabía decir ni mu. Los hombres más jóvenes
iban más atrás. Hablando de problemas de la siembra de piña,
de las herraduras de los caballos, de un incendio en el canei.
Plinio sólo era: iba, venía. Avisándole a mi abuelo
antes de cada hueco, riéndose con el cura cuando él le decía
que los muertos no oyen, y era como si el sol o la sonrisa de mi abuelo
les hiciera reírse a los dos. Contándome anécdotas
de las elecciones con mi abuelo, de los primeros días de la fábrica,
de un asado de señoritas en el río, al que se metió
mi abuelo sólo para dárselas de muy valiente y nadar hasta
el borde del cañón, hasta donde el río desaparece
y cambia de clima, para salvar una mantilla bordada de mi abuela, que
sólo era una gorda linda.
Bonito. O no.
Cómo para que un periodista de esos europeos haga una película.
Pues sí.
Y entonces aquí estoy yo.
Plinio ya se quedó dormido.
El señor que maneja el bus es un médico. Un médico
antiguo. Casi alquimista. Es el que de verdad era el mejor amigo de mi
abuelo. Ya me prometió que me daría sus discos y sus libros
sobre el comunismo.
Cuando lleguemos a la finca.
Yo también me dormiría si pudiera, pero me da pena con el
señor que maneja. Además el señor no se puede quedar
solo en esta carretera, que de pronto se duerme y nos vamos todos a acompañar
a mi abuelo. Y esa tampoco es la idea.
Lo mejor del entierro fue el final. Al final lo sacaron entre cuatro hombres
del carromato. La de la plaza del mercado se acercó, agachó
sus pechos y le dejó sobre la tumba un ramo de flores. Le llevó
un beso con los dedos, desde su boca de dientes blancos hasta la boca
de él, que siguió riéndose al otro lado de su vidrio
ya frío.
Y ahí lo dejaron bajar. Despacio, rechinando las poleas sobre la
tierra roja, debajo del cielo que hervía, debajo de todo ese azul.
Cuando el peso negro se apoyó en el fondo, pasó una bandada
de tórtolas.
Plinio se puso la mano en el pecho y gritó.
Hasta Luego, Don Lübeck.
Y el silencio de viento que vino después fueron las paladas rojas
en el azadón de los dos campesinos que supieron lo que tenían
que hacer, con esa caja negra tocando el fondo de la tumba. Que lo hicieron.
Y yo también lloré un poco, imaginándome lo que lloraría
su mamá, la de mi abuelo, si lo viera aquí, hundiéndose
en esta tierra roja.
Cuando salimos del pueblo sólo había un radio prendido en
una cantina, en la única, vacía. Yo le dije a Plinio que
si me daban la finca, él se quedaba con las gallinas.
Ahora el bus se mece. El hombre va a parar aquí. Suenan las chicharras.
El viento es tibio. Están ladrando los perros, tal vez creen que
el que viene es mi abuelo.
Pero mi abuelo se murió, hoy mismo,
en la cama.
El que viene soy yo.
Peter M. Lübeck
Octubre 1997
Antonio Ungar (Colombia,
1974). Ha sido incluido en las antologías, como Cuentos caníbales
(Alfaguara, 2002), La horrible noche (Planeta, 2002), Letras capitales
(ICCI, 2001) y Ud Träumten von Leben (2001). Prepara la publicación
de Zanahorias voladoras para el año 2004.
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