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marzo 2004
Nº 111

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Encerrados en Belén
Juan Ruiz Sierra

En 2002, un grupo de palestinos ingresó en la basílica de la Natividad y allí resistió 38 días de terror. Cuando Sharon los dejó ir, España se ofreció a recibirlos. Aquí no eran ni refugiados ni inmigrantes; tampoco acusados. El reportero Juan Ruiz Sierra los visitó en sus lugares de semireclusión en Soria y Zaragoza, en la pausa de una guerra sin cuartel.

El 2 de abril de 2002, en una tarde lluviosa y fría, Ahmed Hemamreh telefoneó a su esposa: "Llamo para despedirme", le dijo, "no creo que sobreviva. Te quiero. Adiós". Se encontraba en un empedrado y estrecho callejón de la ciudad vieja de Belén (Cisjordania), donde llevaba combatiendo doce horas contra el Ejército israelí.
"Era como una película", evoca Ahmed. "Había decenas de tanques y helicópteros Apache. Nos disparaban por tierra y aire. No podíamos hacer nada".
"¡A la basílica de la Natividad!", escuchó a alguien gritar poco después. Sin pensárselo, comenzó a correr con el tronco inclinado hacia delante, mientras los proyectiles silbaban a su alrededor.
Al llegar a la puerta que flanquea el templo, un compañero voló el candado que les impedía la entrada. Doscientas personas penetraron, con el fusil en la mano, en el lugar donde según la tradición nació Jesucristo. "¿No sabéis que está prohibido venir aquí con armas?", les dijeron los diez monjes que en ese momento se encontraban rezando.
Junto a Ahmed también entraron Ibrahim Musa Abayat y Aziz Abayat. Él aún no los conocía.

El encierro
Una vez dentro, los palestinos esperaron a que el Ejército abandonase la ciudad. Creían que tratándose de un lugar de tanto contenido simbólico, los israelíes nunca se atreverían a asediarlo. "Al principio, el más pesimista de nosotros pensaba que estaríamos fuera dentro de tres días", afirma Ahmed. Pero pronto asumieron que el sitio iba a ser largo.
"¡Entregaos o todos moriréis!", dice que escuchó. La voz del soldado, con el tono metálico que dan los megáfonos, no permitía hacerse ilusiones. "Poco después, empezaron a disparar sin parar. No sabíamos si iban a entrar o no. El ambiente era de terror", continúa Ahmed, cuyo rostro, reflexivo y adornado con unas gafas ovaladas, parece más propio de los pasillos de una universidad que de la guerra en Oriente Próximo.
Mientras tanto, fuera de los milenarios muros de la iglesia, los 40.000 habitantes de Belén no podían salir de sus casas. Estaban viviendo su propio asedio. Decenas de tanques israelíes patrullaban la ciudad. Yasmín, la esposa de Ahmed, recuerda que veía los cuerpos inertes de dos combatientes palestinos desde la ventana de su hogar. No despegaba los ojos de la televisión, preguntándose si su marido estaría vivo o muerto, dentro o fuera de la basílica. El teléfono volvió a sonar: "No te preocupes, estoy bien". Ahmed intentó que su voz sonase tranquilizadora. Según Yasmín, no lo consiguió.
Esa misma noche, Aziz Abayat, un hombre muy religioso, de ojos vivos y orejas puntiagudas, se tumbó al lado de una de las cuarenta monolíticas columnas de la nave principal del templo. Ya no durmió en otro lugar durante los 38 días que duró el asedio: "Era como una superstición, me sentía seguro junto a esa columna. Pensaba que mientras pasase las noches en ese lugar, nada me iba a ocurrir".
La mañana siguiente se levantó con la boca pastosa. A su alrededor, en la nave principal de la basílica, la mayoría de los sitiados intentaba dormir. Otros rezaban, frente a un cuadro de la Virgen María, con dirección a La Meca. Creyó que estaba soñando. Siempre había vivido a 500 metros del templo, pero jamás pensó que pasaría una noche dentro. El recinto se encontraba en silencio. No sabía lo que ocurría fuera, sólo sabía que no podía salir.
Despertó a varios compañeros y juntos se pusieron a buscar comida por todo el complejo, un espacio de 12.000 metros cuadrados, el equivalente a dos campos de fútbol y medio. Llegaron a las estancias de los monjes, y en una de las despensas encontraron varios kilos de pasta, arroz y lentejas. "Vamos a tener que racionar", se dijeron entre ellos.
Los religiosos también habían salido de sus habitaciones. Les dieron un hornillo y una olla grande y plateada, que colocaron sobre el estrado del altar, en la nave principal. Se organizaron. A cada persona le correspondía una taza de agua caliente con dos o tres espaguetis. Decidieron que a partir de ese momento, sólo harían una comida diaria.
Ese mismo día, el patriarca latino de Jerusalén, Michel Sabbah, hizo unas declaraciones que llenaron de esperanza a los asediados: "La basílica es un lugar de refugio para todo el mundo, sean palestinos o israelíes", dijo. Aziz recuerda que todos los cercados se abrazaron entre sí, e incluso algunos dispararon al aire, lo que provocó la indignación de los monjes.
El quinto día se produjo la primera muerte entre los encerrados. Sólo que el fallecido, en principio, no contaba entre los objetivos del Ejército israelí. Se trataba del campanero del santuario, Samir Ibrahim Salman, y murió cuando se disponía a realizar el que había sido su trabajo durante los últimos 30 años. "Le dispararon los francotiradores israelíes", responde categórico Aziz, "¿Por qué íbamos a
matarlo nosotros?".
Los monjes -franciscanos, greco-ortodoxos y armenios- organizaron una misa en memoria del muerto. Los pocos cristianos que había entre los asediados se unieron a ellos. Los musulmanes, al mismo tiempo, realizaban sus propias plegarias en la nave principal. Aziz, arrodillado y con la frente tocando el suelo de mármol, pensó que si el Ejército había matado al campanero, muchos de ellos correrían la misma suerte.
La jornada siguiente, un nuevo muerto. "Khaled Syam, Khaled Syam", Aziz repite varias veces su nombre, como si estuviera invocándolo. A las cuatro de la madrugada le despertaron las voces alarmadas de sus compañeros. Había un incendio en el claustro y en la capilla de San Jerónimo. "Provocado por los israelíes", sostiene. Los encerrados sólo disponían de cubos de agua. Khaled, un joven policía palestino, disparaba su arma para cubrir a los que luchaban contra el fuego. La bala entró por el lado izquierdo de su rostro y salió por la parte posterior del cráneo. Murió al instante. Siete horas después, las llamas se habían extinguido.
Aziz nombra con veneración a los ocho muertos que hubo durante el asedio. Para él no son simples nombres. Son shahids (mártires), "hombres que cayeron para liberar a su pueblo".
La mayoría de ellos falleció por obra de una máquina. Desde el séptimo día, tres globos sonda de color blanco y en forma de zepelín surcaban el cielo, justo arriba de la basílica, en las zonas que carecían de techo. Llevaban una cámara y un arma teledirigida. Abajo, un militar israelí vigilaba los movimientos de los sitiados a través de un ordenador. Sólo tenía que apretar un botón. Con sólo pulsar una tecla, un hombre podía morir.
Y una vez muerto, no podía ser enterrado. "Los monjes no nos dejaban cavar tumbas en el jardín de la iglesia, por miedo a que el lugar se convirtiese en un símbolo de la resistencia palestina", asegura Aziz, esbozando al tiempo una tímida sonrisa.
Tuvieron que construir ataúdes provisionales. Los religiosos les dieron maderas, y con éstas hicieron las cajas que luego colocaban en una zona descubierta, por ser más fresca. Así evitaban que el olor a muerto invadiese el interior del templo.
Los heridos hacían el recorrido inverso. Iban a la zona más cálida, a la Gruta de la Natividad, el lugar exacto al que la tradición atribuye el parto de Jesucristo. Allí, sangrando por las heridas de bala, podían leer la siguiente inscripción en una de las paredes: In terra pax hominibus. Paz en la tierra a los hombres.
Cuando la comida se estaba acabando, el Ejército israelí cortó el agua y la luz. O, al menos, eso creyeron los sitiados. Porque los antiguos pozos de la iglesia continuaban funcionando. De ellos salía un líquido oscuro, casi negro, que tenían que hervir antes de poder beberlo. Muchos sufrieron diarrea.
Conseguir luz costó una nueva vida. Desde la capilla de San Jerónimo, el lugar que había sido pasto de las llamas, los palestinos divisaban un poste eléctrico. Pensaron que podrían descolgar un cable, aunque el que saliese por él tenía muchas más posibilidades de morir. Nadie se ofrecía voluntario, estuvieron discutiendo varias horas. Pero para los encerrados será imprescindible contar con corriente. La batería de sus teléfonos móviles se había terminado y necesitaban saber qué ocurría fuera de la iglesia, cómo estaba Belén, en qué situación se encontraban sus familiares. Alguien tenía que hacerlo.
Un hombre llamado Hassan Nisman, de Gaza, viudo y con dos hijas, se deslizó por una de las ventanas. Alcanzó el cable, pero su rostro reflejaba dolor. Le habían dado en un hombro. "No paraba de gritar '¡Salvadme la vida!', pero no teníamos medios para hacerlo", recuerda Aziz. Estuvo cuatro horas perdiendo sangre. "Al final, Hassan sólo pensaba en sus dos hijas: 'Se quedarán solas', se lamentaba, 'no tienen otra familia en Belén' ".
A partir de ese momento, los asediados tuvieron corriente, pero no encendieron nada, para que el Ejército no lo supiera.
Ibrahim Musa Abayat llamó a su madre, quien, tras varios días sin hablar con él, le daba por muerto. Ella le contó que los soldados israelíes habían registrado varias veces su casa, y la habían intentado forzar a ir, en zapatillas y camisón, hasta el templo, para que tratara de convencer a su hijo de que abandonase el encierro. También le dijo que la habían amenazado con llevarse a sus nietas y a sus otros hijos si no lo hacía. "Siempre se negó", afirma Ibrahim, mientras los tristes ojos de la madre, anciana y arrugada, le miran desde una fotografía del salón de su actual casa en Zaragoza.
Ibrahim Musa Abayat es un hombre de estatura mediana y fuerte complexión. Lleva su frondoso pelo negro peinado hacia atrás con la ayuda de gomina, sólo interrumpido por un pequeño cráter en la parte trasera del cráneo. De mirada agresiva y desconfiada, Ibrahim se mueve rápida y nerviosamente, pero con un dominio que sugiere una persona acostumbrada a la disciplina. La disciplina de la guerra.
Si él y otros como él no hubieran estado dentro de la basílica, el asedio, probablemente, habría durado mucho menos. Todo habría sido más fácil. Pero el Ejército israelí había entrado en Belén para capturar a varios de los que se habían encerrado en la Natividad. Y, entre éstos, especialmente a Ibrahim a quien consideraba "uno de los terroristas más peligrosos". El más buscado entre los buscados.
Según Ibrahim, ninguno de los encerrados les pidió que se entregaran, para así terminar con el sitio. Ni siquiera los pocos adolescentes que también se encontraban dentro. "Somos héroes para nuestro pueblo", asegura. "Los jóvenes nos decían: 'Mientras vosotros aguantéis, nosotros también lo haremos' ".
Pero cumplidas tres semanas de asedio, nueve adolescentes palestinos salieron de la basílica. Cargaban dos cadáveres en avanzado estado de descomposición. Alí, de 15 años, un sobrino de Ibrahim, era uno de esos jóvenes. Sacó el ataúd, agachándose para pasar por la puerta principal del templo, llamada "de la Humillación", de 130 centímetros de altura. Tiró el cuerpo al suelo, mostró la caja vacía para que comprobasen que no había explosivos escondidos y sacudió varias veces la manta que envolvía al muerto. Después, se escuchó la orden del soldado: "Quítate la ropa, levanta las manos y camina poco a poco".
Dentro, las despensas de los frailes estaban vacías. La dieta se había reducido a raíces y hojas de un limonero que se encontraba en el jardín de la iglesia. Los encerrados las freían. Ahmed Hemamreh recuerda que "sabían a pizza quemada". También fumaban hojas de las matas que crecían en el claustro. Las picaban minuciosamente, liándolas con hojas de periódicos atrasados. Llevaban un mes sin tabaco y, para él, eso fue aún peor que la falta de alimentos.
Ni siquiera hablaban ya entre ellos. Se encontraban demasiado débiles. Ahmed había perdido 16 kilos. Durante una tarde de los últimos días, fue incapaz de pensar en su vida anterior. Era como si siempre hubiese estado allí dentro, en compañía de palestinos armados y frailes, viendo cuadros de imágenes cristianas y rezando con dirección a La Meca. Sin saber por qué, comenzó a cantar una nueva canción. Otros se le unieron. Era un cántico de llamada y respuesta. Él llevaba la voz principal; el resto hacía los coros. Conforme cantaba, notó cómo volvía a su memoria. "Si no llega a ser por esa canción, me hubiese vuelto loco", evoca con los brazos cruzados a la altura del estómago y las rodillas flexionadas hacia arriba, encogido, como si aún se encontrase encerrado en la cuna de Jesús.
Las noticias que llegaban de fuera eran confusas. Se hablaba de que varios de los asediados iban a ser deportados a países europeos. Se hablaba de una lista. El nombre de Ahmed entraba y salía de esa lista.
El ocho de mayo, dos días antes de su salida, uno de sus compañeros le dijo que, definitivamente, él se encontraba entre los que tendría que abandonar Palestina. Lloró. Y, por un momento, Ahmed Hemamreh, el hombre que cinco semanas antes había llamado a su mujer para despedirse, pensó que prefería morir. "Cuando el Ejército israelí invadió Belén, me dije que volvería a mi casa vivo y libre o moriría".
Ni lo uno ni lo otro. Dos semanas más tarde llegó a un país con el que jamás había soñado.

Lejos de casa
El 22 de mayo de 2002, un avión militar aterrizó en la base aérea de Getafe, al sur de Madrid. A las doce del mediodía, Ibrahim Musa Abayat, Ahmed Hemamreh y Aziz Abayat bajaban por las escalerillas. Un fuerte dispositivo de seguridad les estaba esperando.
Nunca antes el Estado español había tenido un caso de estas características. Habían sido deportados sin juicio previo. Israel los acusa de terrorismo, pero no hay cargos contra ellos en España. No existe ninguna norma que regule su situación. "Se encuentran en un limbo jurídico", dice Francisco Palacios, profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza, quien les asesora legalmente.
Cuando llegaron, el Ministerio del Interior pidió a Cruz Roja que les asistiera en la búsqueda de alojamiento, manutención y gestión de atención sanitaria. "Pero no se cumplieron las condiciones pactadas", declara la directora del Departamento de Actividades y Servicio de la organización, Estrella Rodríguez. "En un principio", continúa, "nos dijeron que iban a poder circular libremente, así como instalarse donde ellos deseasen. Pero después, Interior, preocupado por la seguridad de estas personas y por no crear alarma social, decidió enviarlos a Lubia".
Lubia es un pueblo de 40 habitantes de la provincia de Soria. Adentrada en el frondoso bosque se encuentra una casa forestal poco común. En 1983, el entonces presidente del Gobierno, Felipe González, veraneó en la finca. Casi veinte años después, los tres deportados también residieron una larga temporada allí.
En julio de 2002 llegaron las esposas de Ahmed y Aziz. Yasmín, la mujer de Ahmed, se había casado con él cinco días antes de que el Ejército Israelí entrase en Belén. No se habían visto desde que se encerró en la basílica. "He olvidado por completo mi boda en Palestina", dice Yasmín, una mujer extrovertida que habla un castellano fluido, "pero recuerdo perfectamente su llamada de despedida desde aquel callejón de Belén".
Poco tiempo después, el ministerio del Interior decidió cambiar el régimen que les estaba aplicando. "No hemos hecho ningún daño al pueblo español, no tenían derecho a mantenernos encerrados", dice Ibrahim. Les ofrecieron vivir en ciudades, sin vigilancia constante, pero no en cualquier población.
"Estaban excluidas Madrid, por tener embajadas, y las localidades fronterizas o marítimas" expone Estrella Rodríguez, de Cruz Roja. Les dieron a elegir entre tres poblaciones: Soria, Huesca y Zaragoza.
Ahmed optó por Soria, "porque me recuerda a Palestina", apunta. Vive en una austera y bonita casa blanca de una planta, decorada con cuadros de la mezquita de Al Aqsa de Jerusalén y muchos libros en árabe. "Mis familiares me los van enviando poco a poco. Aunque lo intento, todavía no soy capaz de leer en castellano", dice. También tiene un pequeño huerto y tres gallinas. "No podría vivir en un piso alto. En Palestina se lucha por cada palmo de terreno, así que tenemos una relación muy fuerte con la tierra".
Aziz e Ibrahim escogieron Zaragoza, donde viven en un piso austero con un solo libro visible: el Corán.
En Zaragoza hay una importante comunidad árabe. Pese al caracter desconfiado de Ibraihm y Aziz, Hassan Al-Saisi, español de origen palestino, que ejerce de traductor en las conversaciones con ellos, asegura que ellos "han sido un revulsivo para nosotros". "Antes estábamos más desvinculados. Ellos son un símbolo de la lucha de nuestro pueblo", argumenta Hassan. Prueba de ello es la recientemente creada Asociación Hispano-Árabe Belén-Zaragoza.
Pero Aziz e Ibrahim tampoco parecen muy interesados en esta asociación. "Nuestra lucha está en Palestina, no en Zaragoza. A veces", puntualiza Aziz desde el salón de su casa aragonesa, sorbiendo una taza de humeante café, "a veces incluso añoro aquella columna de Natividad en la que dormí durante cinco semanas".

Ante las acusaciones
En la historia de Ibrahim Musa Abayat se junta la guerra por Palestina y la venganza familiar. El 9 de noviembre de 2000 murió su primo Husein, por entonces líder en Belén de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, las juventudes paramilitares del partido Al Fatah. El coche en el que viajaba fue alcanzado por varios misiles lanzados desde un helicóptero. En ese momento Ibrahim iba en otro vehículo, detrás. "Sentí una rabia imposible de explicar con palabras", reconoce mientras se tensan los músculos de su cara.
El testigo de Husein lo tomó Atef, otro primo suyo. Pero el 18 de octubre de 2001 una bomba que los servicios secretos israelíes habían colocado en los bajos de su coche acabó con su vida. "Desde entonces, me gusta que me llamen Abu Atef, en honor del mártir", apunta Ibrahim.
Poco después se convirtió en el único líder de los Mártires de Al-Aqsa en Belén. Israel le acusa de haber ordenado decenas de atentados contra civiles y de ser el autor directo de seis muertes.
Aziz Abayat, farmacéutico, formaba parte del movimiento islamista Hamás, la organización palestina con mayor número de ataques suicidas a sus espaldas. "Por su profesión, adquirían fácilmente compuestos químicos que usaban para la preparación de explosivos," dice un documento de los servicios de seguridad de Israel. A Ahmed Hemamreh, miembro de las milicias Tanzim, le imputan ser el encargado del reclutamiento y entrenamiento de varios activistas suicidas.
Al preguntar por estas acusaciones, los tres deportados, en un principio, se niegan a responder. El ambiente se enrarece. Tensos y nerviosos, se levantan y hacen ademán de querer finalizar la entrevista. Ibrahim se acerca y clava directamente su agresiva mirada en los ojos del periodista. No pestañea. Intenta atemorizar y, al mismo tiempo, detectar el miedo. Finalmente, es él mismo quien responde:
-"¿Terroristas? Los israelíes son los únicos terroristas. Ellos nos echan de nuestra tierra, nos bombardean, nos asesinan, nos obligan a vivir en campos de refugiados".
-Entonces, ¿estáis diciendo que las acusaciones de Israel son falsas, que vosotros no habéis cometido los actos que os atribuyen?
Silencio.


Juan Ruiz Sierra (Alicante, 1976). Trabaja en la revista dominical Magazine de La Prensa de Nicargua. Es máster en Periodismo por Les Heures/UB - Columbia de NY.