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abril
2004
Nº 112

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Viaje a través de la ayahuasca
GABRIELA WIENER
La ayahuasca o "soga de los muertos" es la
mítica sustancia psicoactiva perseguida por los beatniks que los
indígenas amazónicos consideran una planta sagrada. Según
los expertos, logra expandir la conciencia incluso más que los
poderosos hongos o el peyote. Éste es el relato de un viaje real
a la selva del Perú, y de otro simbólico hacia el misterio
de lo existente.
Parecemos fardos funerarios extraídos de sus tumbas.
Diez o doce personas sentadas en el suelo de la habitación, en
círculo y a oscuras. Ocupando un lugar central está el curandero.
Fuma un mapacho -el tabaco típico de la selva del Perú-
y echa el humo sobre el borde de una botella repleta de un líquido
viscoso. Primero bebe un trago y a continuación nos llama uno por
uno. Tengo miedo. Los que han tomado ayahuasca dicen que el sabor es repugnante
y los primeros efectos -dolor de estómago, náuseas, mareos,
escalofríos-, difíciles de soportar. Todos agradecen a Dios
y beben el contenido sin titubear. Soy la última. Me siento con
los ojos cerrados, saboreando ese amargor indefinible que me va dejando
sin saliva.
Días antes, el curandero me había pedido que hiciera una
dieta preparatoria: debía abstenerme de carne de cerdo, grasas,
picante, alcohol, otras drogas, pastillas y relaciones sexuales, todo
lo cual, me dijo, neutralizaba la acción de la planta. Pero eso
no fue lo peor: una noche antes de la sesión, me encontré
vomitando junto a un grupo de desconocidos que, igual que yo, se vieron
forzados a ingerir un brebaje amazónico y ocho litros de agua para
expulsar los residuos que deja el mundo occidental en nuestro organismo.
La "purga", como la llaman los curanderos, es el paso previo
a la toma de ayahuasca y es casi tan importante en la regeneración
del cuerpo y el espíritu como esta última. El brebaje que
bebimos no era otra cosa que un extracto de tabaco, flores y otras plantas
de efecto vomitivo. De cuando en cuando, y para mi absoluto escándalo,
el maestro se acercaba a ver el contenido de nuestros baldes y diagnosticaba
toda clase de padecimientos: desde estrés hasta cólicos
renales. Al volver a casa, y a pesar de lo, digamos, tortuoso del asunto,
uno se siente efectivamente limpio, como si de pronto se nos hubiera liberado
de un gran peso cuya misma existencia desconocíamos.
Llegué temprano a una dirección en el distrito de La Molina.
¿Cómo era posible que en este barrio de clase alta, rodeado
de muros y tranqueras, fuera a oficiarse un ritual para convocar las fuerzas
invisibles de la naturaleza? Tenía que ser una estafa. Para terminar
de destrozar mi idílica idea de chamán auténtico,
mágico y desinteresado, he pagado el equivalente a unos 20 euros
por algo que, según todos los testimonios, no tiene precio.
Pero estoy aquí y no hay marcha atrás. Sólo tengo
una ligera molestia en el estómago y unas enormes ganas de irme
de aquí en lugar de seguir participando de esta farsa. No veo nada
todavía. El dolor de estómago aumenta. Algunos comienzan
a vomitar. Dicen que tras el vómito surgen las visiones. Yo no
veía nada todavía.
Primeras noticias
Había oído hablar de la ayahuasca en la universidad, siempre
bajo un halo de misterio. Antes de probarla me tomaba en broma todo aquello.
Una de mis mejores amigas de esa época bebía desde niña.
Su madre es antropóloga y un curandero iba cada cierto tiempo a
oficiar una sesión en su propia sala. Mi amiga solía llegar
a, por ejemplo, nuestra clase sobre filosofía kantiana y contarme
que la noche anterior se había convertido en leopardo, había
volado sobre la Europa medieval o descubierto que hablaba chino mandarín.
Yo solía pedirle que me invitase a participar como si le estuviera
pidiendo algo tan simple como un porro. No puedo olvidar su frase: "Creo
que todavía no estás preparada", como si se tratara
de algo trascendente. Según ella, tomarla podía cambiarte
la vida dramáticamente. No era una droga para escapistas sino para
valientes. Al parecer no se tomaba sólo para ver serpientes y destellos
de colores.
Luego supe que mucha gente la utilizaba para explorar su interioridad,
para detectar a través de las visiones sus traumas y problemas,
a manera de un psicoterapeuta vegetal. Al parecer, la ayahuasca provocaba
un estado de expansión tal de la conciencia equivalente al autoanálisis.
Era una forma de curar la mente y el alma, si es que es verdad que tienen
cura. También hay personas que comenzaron a creer en Dios a partir
de su experiencia con la planta. Una mujer me dijo que si la religión
le había hablado de Dios, la ayahuasca se lo había presentado
en persona. Un hombre aseguró tomar para arreglar asuntos pendientes
con el alma de sus familiares muertos. Algunos vieron a remotos y desconocidos
antepasados. Según varios testimonios, bebiéndola se pueden
recorrer largas distancias y épocas diversas, cruzar el universo,
el personal y el cósmico. Hay a quienes la ayahuasca les ha revelado
su misión en este mundo y la cara de sus hijos antes de nacer,
los que han descubierto que podían hablar en otro idioma, resolver
fórmulas trigonométricas o cantar bien.
Todos tenían en común una revelación, todos habían
escuchado una voz que respondía sus preguntas. ¿Qué
revelaciones me esperaban a mí? ¿Había llegado el
momento? ¿Estaba preparada? Al menos tenía muchas ganas
de preguntarle un par de cosas a la ayahuasca. Por eso fui hasta la casa
de La Molina. Pero en esa ocasión, la planta y yo no conectaríamos.
A excepción de unas lucecitas lejanas y algo de náuseas,
la sensación se parecía a la de la marihuana. Desilu- sionada,
me fui al amanecer.
Con el libro de botánica
La ayahuasca es una sustancia a la que se le atribuyen virtudes de agudización
de la imaginación y de los poderes telepáticos, y que los
curanderos indígenas utilizan para buscar objetos perdidos, en
especial, dicen, "cuerpos y almas". En la selva peruana la llaman
"madrecita ayahuasca", porque se cree que tiene una sabiduría
femenina y una cualidad maternal. En quechua, ayahuasca significa "soga
de los muertos", lo que alude a su poder para conectarnos con otra
dimensión. Su especie botánica es la Banisteriopsis caapi
y se puede encontrar en la franja amazónica: en el Perú,
en el Brasil y en Colombia. No es verdad que sea una sola planta; el brebaje
conocido como ayahuasca es la mezcla de dos plantas: la liana (ayahuasca)
y otra planta medicinal -que puede ser la chacruna o el toé-, que
contiene la sustancia llamada dimetiltriptamina (DMT), la misma que produce
el sueño nocturno. El curandero corta unas buenas porciones de
cada una y las hierve hasta conseguir esa bebida espesa.
Para hablar de ella es preferible utilizar el término de sustancia
visionaria o enteógena (término que quiere decir: que genera
a Dios dentro de mí), en lugar de describirla como simplemente
alucinógena o psicodélica. Su ingestión no altera
los sentidos, sino que produce estados de éxtasis al tiempo que
una intuición de lo profundo y trascendente. De hecho, en el Brasil
existen tres religiones sincréticas que utilizan regularmente ayahuasca
en sus liturgias como medio para acceder a lo divino. En las comunidades
indígenas de la selva del Perú, los chamanes beben ayahuasca
para detectar enfermedades y para curarlas. Aseguran que las causas se
les aparecen en las visiones y también la cura. Hace cientos de
años y sin haber leído un solo libro de botánica,
los nativos conocen las propiedades de las plantas y sus infinitas combinaciones.
También se han probado los efectos de la ayahuasca en tratamientos
de adicciones. En el Perú existe una comunidad terapéutica
donde se trata la dependencia a la cocaína o el éxtasis,
con ayahuasca. También se emplea con resultados asombrosos para
combatir miedos, angustias y depresiones agudas; como complemento en terapias
de enfermos de cáncer, y últimamente en enfermos de sida,
ya que, como se sabe, el sistema inmunológico está estrechamente
ligado a las emociones y a la espiritualidad de una persona.
¿Y cómo se explican los fenómenos telepáticos,
la comunicación con los antepasados, la sensación de unión
con el universo? Jeremy Narby, antropólogo sueco, encontró
que la forma de serpiente doble enroscada de la liana coincidía
con la del ADN, por lo que lanzó la hipótesis de que la
ayahuasca permitía atisbar las partículas de ADN con toda
la información genética sobre nuestro origen y, por lo visto,
sobre nuestro destino.
Cartas del yagé
Por los días de mi primera toma, leí The Yagé Letters,
las cartas que William Burroughs le envía en 1953 a su discípulo,
el poeta Allen Ginsberg, desde Panamá, Ecuador, Colombia y el Perú,
en las que narra su viaje por la selva amazónica en busca de la
ayahuasca, conocida en Colombia como yagé. Burroughs dice ir tras
"el colocón final", luego de buscarlo fallidamente en
la heroína, la marihuana y la cocaína. En el mismo libro
aparece la respuesta del autor de Aullido, escrita siete años después,
desde el Perú, dando cuenta de sus propias visiones y terrores
con la misma planta y pidiéndole su consejo.
Ginsberg escribe de su visión del "Gran ser": "Me
sentí como una serpiente vomitando el universo o un jíbaro
con tocado de colmillos que vomitara al comprender el Asesinato del Universo,
mi muerte próxima, la muerte próxima de todos. (…)
La choza íntegra parecía rayada de presencias espectrales
sufriendo transfiguraciones al contacto de una Cosa Única que era
nuestro destino y que tarde o temprano habría de matarnos".
Ginsberg rompe en llanto recordando a su madre, quien murió lejos,
quizá sufriendo, y decide, en un acto revolucionario para su vida,
tener hijos.
"Demasiado horrible para mí, todavía, para aceptar
el hecho de la comunicación total con digamos todo el mundo, un
serafín eterno macho y hembra a la vez, y yo un alma perdida en
busca de ayuda", escribía el beatnik. Su experiencia, por
lo visto, estaba llena de pavor. Conozco gente a la que la voz de ayahuasca
le ha hecho bromas o le ha contado chistes buenísimos, pero en
la misma sesión le ha enseñado a sus hijos muertos. Como
le dice el chamán a Ginsberg, "cuando más se satura
uno con ayahuasca, más hondo se llega: se visita la Luna, se ve
a los muertos, a Dios, se ve a los espíritus de los árboles".
Yo también quería llegar hondo. No iba a darme por vencida
al primer intento. Según los entendidos, sólo podía
lograr eso en la selva. Tomar la planta en la ciudad es sacarla de su
contexto ritual, y hacerlo sin la protección y los conocimientos
de un chamán es una locura. Un amigo mío, un joven poeta,
se quemó vivo. Se encerró en una habitación, se ató
a la cama y roció su cuerpo con gasolina; después se prendió
fuego. Dicen que en una sesión se le había aparecido el
fin de su vida, que entrañaba una misión: la planta le había
ordenado que se prendiera fuego un veinte de diciembre, en pleno solsticio
de verano, tiempo de cambios y renacimientos. Lo cierto es que mi amigo
hace un tiempo que tomaba solo, sin la guía de un curandero. En
sus últimos días tenía una rara expresión
que a todos nos pareció de felicidad.
Pero, el hombre blanco que se interna en la remota espesura del monte
sudamericano en busca de la poderosa planta psicotrópica es ya
una idea romántica. Cada vez más, los chamanes se trasladan
a las grandes ciudades, ganan en dólares o en euros y llegan en
avión con una botella de ayahuasca bajo el brazo a curar enfermedades,
casi siempre requeridos por personas adineradas que ya lo han intentado
todo. Si Burroughs hubiera sido un beatnik del nuevo milenio, jamás
habría movido su trasero del mugroso sofá de su habitación
de yonqui.
Chamanes y brujos malos
La ayahuasca vino a la ciudad, pero yo me fui a la selva, al menos por
unos días, como Burroughs o Ginsberg. Para mí es más
fácil, yo vivo en el Perú. Un vuelo de una hora y media
me deja justo en Pucallpa, el paraíso de los ayahuasqueros. Sólo
me preocupan las advertencias acerca de los chamanes. Se sabe que un chamán
es el ceremonioso intermediario entre la planta y nosotros, alguien que
suscita el trance místico para curar y vaticinar. A diferencia
de los doctores de bata blanca, el médico tradicional considera
el drama interno de cada persona. Él es quien viaja al reino de
lo invisible, inventa cuentos simbólicos para explicar el mundo,
organiza el ritual para acceder al plano sobrehumano e invoca las energías
que nos están enfermando.
Quizá por el discurso de las religiones comparadas, a veces olvidamos
que los chamanes son personas como nosotros. Alguien me contó que
los chamanes más famosos han sido absorbidos por el sistema y dan
ayahuasca en lujosos hoteles europeos. Hay muchos que al trasladarse a
la ciudad abandonan a sus mujeres; se emborrachan y tienen una vida contraria
a la ayahuasca. Sus espíritus se han contaminado y ya no pueden
ser una buena ayuda para nadie.
Pero lo realmente angustiante es la figura del "malero", suerte
de curandero que ha caído en el lado oscuro, un brujo malo en suma.
Por pura ignorancia, uno podía encontrarse gato por liebre, o peor:
demonio por liebre. Claro que así no son todos los chamanes. Para
ser chamán, la mayoría efectúa su transmutación
mística internándose en el bosque durante meses, emprende
durísimas dietas para aprender las potencias de cada planta. En
las sesiones curativas se sacrifica, y siente dolor, y se deja devorar
por los espíritus de animales feroces mientras se encuentra en
trance. A mí me han recomendado buscar a Rosendo Marín,
un curandero desconocido en el ambiente y cuyo espíritu está
virgen e irradia bondad. ¿Rosendo podrá ser ese personaje
de las leyendas amazónicas, será mi mago verde?
Sobre tierra colorada
Me ha venido la regla, con el equipaje listo y el pasaje comprado. Me
han dicho que no se puede tomar ayahuasca con la menstruación.
Según los curanderos, son ener-gías que chocan entre sí.
Este "deshecho contaminante" perturba a la planta. Y yo que
creía que la ayahuasca tenía género femenino. Finalmente,
he decidido ir. He llegado a Pucallpa hoy, viernes por la tarde. Pucallpa
está a 475 kilómetros al noreste de Lima y es la capital
del departamento de Ucayali. Su nombre quiere decir "tierra colorada",
en shipibo, el dialecto de la zona. Estoy a punto de darles la razón
a todos los que me dijeron que ésta era la ciudad más fea
del Perú: una especie de gran mercado del que hay que alejarse
varios kilómetros para notar los horizontes de bosques y ríos
típicos de la amazonía. El aire sí es bastante selvático:
caliente, invasivo y pegajoso. Me instalo en un hostal sencillo y me dirijo
hacia el puerto de Yarina. Mi idea es encontrar a Rosendo en la comunidad
nativa de San Francisco de Yarinacocha -donde vive la mayoría de
los chamanes- ese mismo día, entrevistarlo y proponerle la sesión
para mañana en la noche.
Intento llamar a Rosendo al único teléfono comunitario del
pueblo, pero las líneas estaban bloqueadas. Son casi las seis de
la tarde cuando me entero de que ya no salen botes hacia San Francisco.
Alguien dice: ¡por la carretera!, pero en los paraderos los conductores
duermen a pierna suelta sobre sus timones. Nadie quiere llevarme. A pocos
metros, aparece la causa de tanta indolencia: la desolada imagen del enorme
animal de hojalata herido de muerte en medio del camino. Hace unos días,
debido a la lluvia, se cayó el puente que conecta Yarina y San
Francisco. No puedo ignorar lo simbólico del hecho: la idea de
puente, soga, conexión con el otro lado, define a la ayahuasca.
¡Y el puente estaba roto!
Resignada a volver al hotel, doy una última mirada a las embarcaciones
que llegan de San Francisco. Un hombre grita "paseo, paseo, paseo
en bote por zonas ecológicas", y, para mi sorpresa, lo siguiente
que dice es: "Consulta con chamanes". Ahora tenía ante
mí a la última escala del drug tourist, tratando de vender
la excursión perfecta que incluía toma de ayahuasca con
un chamán nativo. Los conoce a todos. Menos, claro, a Rosendo.
Dice que el famoso chamán, Guillermo Arévalo, tiene su casa
en Yarina. Sólo hay que encontrarlos. Tomo una moto que funge de
taxi. Puede ser una noche sin ayahuasca pero con sendas entrevistas a
chamanes célebres. El taxista sabe dónde viven los hermanos
de marras. Toco varias veces inútilmente y estoy a punto de emprender
la retirada cuando una camioneta Cherokee sale al paso y se detiene en
la puerta. Una guapa mujer mestiza se baja y el taxista me informa que
ella es la mujer de Guillermo. Había pasado por casualidad a recoger
unas cosas a esa casa, pues ellos no vivían allí por estos
días, sino en su albergue de Soi Pasto. A estas alturas no parece
sólo una racha de buena suerte. Algún poder (¿la
ayahuasca? ¿un brujo?) me atrae. La mujer acepta recibirme, pero
agrega que sólo tendré una hora para entrevistarlo porque
a las nueve el maestro empezará una sesión de trabajo. Esta
noche será ardua pues tiene que curar a un pariente que sufre de
cáncer, nos confesó. Con el mismo taxista hago un desvío
de nueve kilómetros de la carretera hasta el albergue. Los comentarios
del chofer se centran en la Cherokee regalada por un gringo, y en esa
carretera construida exclusivamente para llegar al albergue, que "seguro
le ha costado un dineral". Al llegar, una luz de lamparín
sale al paso. Es él. Con una sonrisa serena me hace pasar sin hacer
preguntas. Ya no cabe duda: o un espíritu le ha anunciado que llegaría
o su mujer lo ha llamado por el móvil. Cuestión de fe.
Visiones del infierno
Guillermo es un ser deslumbrante: ha estudiado en el Brasil, es un chamán
viajero que recorre el mundo dando seminarios, incluso ha actuado de sí
mismo en varias películas suecas y holandesas. Al término
de la conversación me invita a participar en la ceremonia. No seguir
el plan original me llena de temor. Intento escuchar alguna corazonada
que me avise si éste es el lugar, si éste es el chamán,
pero nada está claro. Finalmente, acepto. Y entro en una cabaña
que, según Guillermo, se ha construido en el lugar en que cayó
un rayo. En un extremo está la enferma en una especie de gran cuna
sostenida en el aire por sogas y totalmente cubierta con sábanas.
No sé si mencionarle al chamán mi condición de menstruante.
Ya a estas alturas me preocupa seriamente aquello de que si la mujer insiste
en formar parte del ritual con la menstruación, puede perjudicar
el poder del chamán y atraer energías negativas. Incluso
se dice que el chamán puede percibir si la chica no ha tenido la
decencia de contarlo. Con estas culpas y sufrimientos, pero ya instalados
alrededor de la mesa ritual, me acerco a don Guillermo y le susurro al
oído: maestro, estoy con mi menstruación, ¿Podemos
seguir? El chamán pone cara de pocos amigos, luego asiente y me
deja decidir. Me siento y me dispongo al viaje. No sabía lo que
me esperaba.
Esa noche vi con espanto un espectáculo de animales muertos, fetos
descompuestos y violaciones teatrales. La enferma ha asomado su cabeza
de entre las sábanas blancas y he creído ver en su cara
el rostro de alguien querido, que me mira con crueldad y reproche. ¿Es
consecuencia de mi menstruación? Alguien a mi lado no para de llorar
como un loco, y está tan cerca de mí que pienso que es el
llanto de un bebé abortado. Me persiguen por una ciudad devastada,
trato de escapar saltando charcos llenos de cuerpos destrozados y sangrantes.
La etnia de los cashinagua cree que el miedo es bueno para botar lo negativo
y curarse, pero yo no podía entender que esto tuviera algo positivo.
No sé si estoy condicionada por todo lo que he escuchado, pero
éste podría ser un brujo malo. He sido atraída por
la oscuridad.
Busco al chamán, pero ha desaparecido. Pienso que nunca saldré
de aquí. Las horas pasan y no amanece. Yo sólo puedo pensar
en magia negra. Imagino la cabaña como un ataúd. Nos han
tapiado, estoy segura. Estamos muertos y la muerte es ese insomnio desesperante
en una más desesperante negra eternidad. Es un mal viaje, sin duda,
como flirtear con la locura. De pronto, unas figuras blancas y brillantes,
moviéndose entre los árboles, me hacen pensar que sigo en
el sueño, pero no, estoy con los ojos abiertos, y ésos tienen
que ser los benditos espíritus del bosque anunciando el amanecer.
Apenas aclara me precipito a la puerta. Obsesionada con la idea de la
cabaña-ataúd, casi sufro un susto de muerte cuando detrás
de la puerta aparece un enorme perro negro ladrando agresivamente y bloqueándome
el paso.
La televisión de la selva
En este nuevo amanecer soy la última en levantarme. La mujer de
Rosendo Marín hace vajillas de barro, las hijas amamantan a los
nietos y los niños persiguen lagartijas. Salgo del mosquitero como
de un útero blanco. Estoy exhausta pero feliz. En casa de Rosendo,
acurrucada entre los miembros de su familia, he despertado de mi último
viaje de ayahuasca. En mi tercera vez con la planta sagrada he cambiado
el albergue opulento por la choza más modesta de San Francisco,
un monte sin electricidad sembrado de plantas visionarias. Hasta aquí
he llegado huyendo del brujo y buscando al curandero. Tenía el
presentimiento de que Rosendo guardaba la medicina para mis males imaginarios.
El segundo viaje me había dejado más allá que acá.
Dicen que la ayahuasca es la televisión de la selva. Y yo necesitaba
cambiar de canal antes de apagarla. Para irme a la cama al menos con una
imagen banal.
Apenas desembarqué en San Francisco, me advirtieron que no perdiera
el tiempo buscándolo, que Rosendo estaba borracho en algún
lugar de la isla. Recordé el puente destruido, las líneas
telefónicas bloqueadas, el desvío de los nueve kilómetros.
¡Ahora mi chamán bueno era un borracho! Una energía
extraña había evitado por todos los medios que llegara aquí.
Aunque parezca increíble, suele pasar entre chamanes: se roban
la clientela en luchas de poderes sobrenaturales. Rosendo los llama "daños".
Pero no estaba borracho. Más bien acunaba a su hija menor en una
hamaca. Claramente, esa imagen en el televisor me pareció el fin
y el principio de algo, un fugaz signo de irreverencia con la muerte.
Pensé en las situaciones que nos esperan sin que nosotros, pobres
mortales desprovistos de magia, podamos adivinarlo ni prepararnos para
ellas. Pensé que esta paz aguardaba por mí desde el comienzo.
Recibí mi ración de ayahuasca. Cerré los ojos sin
miedo.
Por fin está ocurriendo: tengo la exacta impresión de que
mis arterias y venas se estiran casi hasta romperse, ramificándose
y curvándose como plantas enredaderas, es la luminosa autopista
sobre la cual estoy a punto de deslizarme. Puedo ver mi cuerpo, el frágil
pero constante latido de mis órganos internos, una música
tan primitiva como la primera canción de cuna. Estoy como ante
un ordenador que va mostrándome la conexión de mis partes
más recónditas, ahora bañadas por un líquido
verde dorado, por una nueva energía que me recorre de un extremo
al otro. Tal grado de autoconciencia me produce una alegría entrañable
y de inmediato una poderosa culpa por haber dudado del curandero. Me reprendo
por ser siempre así, por sospechar de todo y de todos, por mi poca
fe, mi diminuta esperanza, mi sarcasmo pedante, mi cinismo a raudales.
Lloro por ese defecto tan feo que es la soberbia, esa ilusión de
tener todo bajo control. Cuando estoy reprendiéndome lastimeramente
y odiándome, algo dentro de mí me dice: pero qué
defecto tan feo es la autocompasión, qué paralizante; y
decido perdonarme y, mejor aún, decido reírme de mí
misma a carcajadas.
Paso de ser una supermujer a verme como una semilla, mi modestia es tal
que casi me hace desaparecer. Nunca me he sentido tan plena, sin censuras,
sin desaprobarme a cada paso. Además, la liberación va acompañada
de una sensación de bienestar físico. De repente, me queda
claro por qué algunos dicen que tomar ayahuasca es como un psicoanálisis
instantáneo y acelerado. Una sensación de paz me domina,
la paz, supongo, que da el conocimiento, porque en este instante creo
entender algún misterio. Puedo reconocer que existe algo superior
a mí y que soy parte de ese algo. Estoy despierta: sigo escuchando
los pájaros, los cantos del chamán y los sonidos que hacen
al lado mis compañeros. Es lo más parecido a soñar
despierto. Todo se pone azul. Dicen que ese color indica la llegada de
los espíritus. Hablo con mi familia y amigos, con los vivos y con
los muertos. Les pido perdón a todas las personas a las que he
traicionado o a las que no he querido lo suficiente. Mientras medito acerca
de eso, escucho por primera vez una voz muy antigua, que parece haber
sido ignorada durante años ¿Es la voz de la ayahuasca o
mi propia voz? Una voz que responde preguntas, dura pero a la vez dulce
y consoladora como la voz de una mamá. Puedo preguntarle sobre
mi presente, mi pasado y mi futuro y me contesta, para mi desconcierto,
con toda clase de noticias increíbles. Comienzo a sentirme sin
peso, ligera. Mi mente, ¿mi alma quizás?, puede flotar hasta
situarse sobre mi cuerpo, como en las películas de fantasmas. Tengo
la seguridad de que puede irse para siempre y dejar ese lastre de cuerpo,
que ahora mismo todavía se retuerce de extrañeza y frío.
Veo a Rosendo cantando bellas canciones de consuelo, soplándome
el cráneo con humo de tabaco protector, un gran mago verde atajando
cada uno de mis fantasmas.
Epílogo
Respeto a las personas que salen en televisión explicando cómo
Dios salvó sus matrimonios en ruinas o los libró de una
enfermedad incurable, pero siempre me sentí escéptica ante
aquellos que aseguraban haber visto la luz. Y los llamados trip reports
de consumidores de plantas alucinógenas tienen por lo general ese
tufillo a verdad revelada y balance de libro de autoayuda. A mí
en lugar de incitarme suelen insensibilizarme. Por eso, después
de beber ayahuasca, no quise contárselo a nadie. Sólo ahora
puedo decirlo: es cierto.
Lo más increíble es la convicción, que nadie podrá
arrebatarme, de haber sido testigo del absoluto, del misterio perdido
de la naturaleza, quizás del misterio de nuestro origen. Por eso
hay quienes dicen que el trance de la ayahuasca es el de un simulacro
de la propia muerte. Pero a diferencia del racionalismo europeo que ve
la muerte como un terrible final, la cultura de los ayahuasqueros nos
propone verla como un principio, como un cambio de energía. La
muerte es una buena noticia sobre el mundo que nos espera más allá
de la vida. Un viaje para el que la ayahuasca parece prepararnos. En este
punto ya no tengo miedo y espero que Ginsberg, esté donde esté,
tampoco.
Cuando el narrador del cuento "El Aleph", de Jorge Luis Borges,
baja al sótano de una casa y se le aparece Todo, absolutamente
todo lo que existe en el mundo, todos los lugares desde todos los ángulos,
dice: "Vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos;
vi todas las hormigas que hay en la tierra (…). Vi la circulación
de mi oscura sangre". Esas líneas daban vueltas en mi cabeza
al tratar de explicarme lo que me había pasado en los días
que siguieron a la experiencia. Pensaba: "Borges tuvo que probarla.
No hay forma de que haya escrito 'El Aleph' sin tomarla". Aunque
es posible pensar que haya llegado a esa visión a través
de la imaginación. Para algunos escritores no es necesario vivirlo
para escribirlo. Más aún si a través de los siglos
la Totalidad con mayúsculas no ha sido sólo una recurrente
fantasía literaria, sino también filosófica, mística
y en suma humana. Para algunos, la literatura es como el sótano
de Borges, el lugar de las revelaciones, la puerta hacia el todo inconmensurable.
Para otros es el cristianismo, el budismo zen, Deepak Chopra, Internet
o la ayahuasca.
Yo, hija de marxistas, jamás bautizada, llamada "hereje"
a los seis años por mi propia abuela, convidada de piedra en las
misas de difuntos, encontré una dimensión desconocida que
había morado dentro de mí desde siempre. ¿Cómo
alguien que no veía nada de pronto creyó verlo todo?
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Gabriela
Wiener (Lima, 1975) es cronista y poeta. Es corresponsal
de la revista Etiqueta Negra en Barcelona y colabora con el diario
El Comercio del Perú. |
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