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abril
2004
Nº 112

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Nicólaos Trigonidis
MAKIS TSITAS
Nuestros pasteles están hechos según una
receta tradicional de Constantinopla, la misma que usaba mi padre para
hacer sus dulces en la pastelería que tenía allí.
Una de las más conocidas, en el centro mismo de la ciudad. Griegos
y turcos los comían y se lamían los dedos".
Eso decía a todo el mundo, y ellos le creían y venían
del otro extremo de la ciudad para comprarle galactobúrecos, baclavás
y cataífis1, y, sobre todo, janum burek, un dulce que en nada se
diferencia del saraglí2 -los mismos ingredientes, el mismo sabor-
excepto en el aspecto, y a todos les parecía exquisito, quizá
porque, como se suele decir, todo es hacerse a la idea. Si supieran que,
en realidad, su padre había sido zapatero remendón en el
arrabal de Béyoglu, y que la receta que utilizaba la había
aprendido de un artesano deTerme que contrató en seguida después
de abrir la tienda, nadie pondría el pie en la pastelería,
y él no se frotaría las manos de satisfacción porque
su clientela aumentaba de año en año y, con ella, aumentaban
sus ganancias, ni presumiría de ser muy listo y de manejar a la
gente con los dedos de una mano, ya que, cuente la mentira que cuente,
ellos se la tragan en seguida.
Digamos que todo el mundo creía que era un hombre hacendoso de
talante emprendedor, que trabajó duramente hasta que llegó
el momento en que pudo abrir una tienda, después -fruto siempre
del trabajo y la perseverancia- pudo abrir otra, más grande ésta,
en el centro, luego una tercera y una cuarta, una cadena de pastelerías
grandes y de lujo, que, una vez organizadas de la mejor manera posible,
repartió entre sus hijos ("¡Este sí que es un
buen padre!", decían todos), y se quedó él mismo
con una sola, la más vieja, la más pequeña. Mientras
que él nada había logrado en la vida hasta los cincuenta,
durante diecisiete años no hizo más que atender el bufé
del Olimpion, donde nunca le confiaron un puesto de responsabilidad, el
puesto de cajero, pongamos por caso, porque se daban cuenta de que tenía
la mirada viva. Pero tuvo muchísima suerte y le tocó dos
veces la lotería, una detrás de otra. La primera, ganó
el gordo de la Popular, y así abrió la tienda en la esquina
de Casandro; la segunda, dos años después, le tocó
el primer premio de la Nacional, y empezó a abrir una pastelería
tras otra -impulsado por sus hijos, porque él es un poco lento-
y las administraba todas personalmente. Sus hijos trabajaban como empleados,
con sueldo y cartilla, hasta que se rebelaron, "o nos das las pastelerías
o nos vamos", y así se vio obligado a dárselas y se
quedó con la más vieja, la más pequeña, la
que más dinero daba. Y, en última instancia, salió
beneficiado porque, si exceptuamos el dinero que perdió, ya no
tenía que correr de un lado para el otro, sin un momento para descansar
del trabajo y las preocupaciones, y tampoco tenía que aguantar
a sus hijos, que metían las narices en todo, "esto lo hemos
de hacer así; aquello, asá", ni a su mujer, una auténtica
lapa, que no le dejaba ni a sol ni a sombra. Ahora se quedaba en la pequeña
pastelería y se ocupaba de todo con tranquilidad. A sus hijos les
veía de uvas a peras, y a su mujer la había mandado de vuelta
a casa, diciéndole "sólo tenemos una tienda
ahora, yo solo me puedo apañar", como si no quisiera cansarla
más.
Y así puso un anuncio en el Macedonia que decía: "Se
necesita dependienta con experiencia, educada, sociable y sin compromisos
familiares, de menos de cuarenta años de edad". No fueron
pocas las interesadas que pasaron por la tienda para ser entrevistadas,
y él eligió a Caterina, divorciada, que no tenía
ninguna experiencia pero sí treinta y cinco años, pelo rubio,
cuerpo sinuoso y una sonrisa llena de promesas. La contrató y en
seguida empezó a enseñarle el trabajo: éstos son
los dulces, éstos son los precios, así los empaquetamos,
así los envolvemos, así los entregamos al cliente, así
le damos las gracias, y todo el tiempo tratando de ligársela. "¡Qué
bien coges la tulumba!" o "¡Qué manera de quebrar
el cuerpo cuando sirves las pastas!" o "Una mujer como tú
podría ganar mucho si lo quisiera" y mil cosas por el estilo,
hasta que, ya la segunda tarde, en lugar de dejarla con su BMW en Santa
Xeni y seguir camino de Nueva Helvetia, dobló hacia Panorama y
la llevó a Los Pinos. Allí, en la habitación 501,
Caterina hizo exhibición de sus aptitudes y le dejó boquiabierto.
Y el pobre se hundió una y otra vez en sus profundidades, con una
voracidad nunca vista, casi de adolescente, hasta que se quedó
tieso en la cama y no se podía mover. El día siguiente apareció
en la pastelería con una cadenita de oro, se la colgó del
cuello y la nombró su amante oficial. Así podía estamparle
besos sin problemas, incluso, delante de los demás empleados, podía
susurrarle cosas como "Si supieras lo que tengo hoy para ti, muñeca",
y podía meterle mano. Cada tarde, después del trabajo, la
llevaba a su casa. A veces se quedaba con ella, aunque no mucho rato,
porque su mujer tenía la costumbre de esperarle despierta y, además,
estaba cansado. Generalmente, iba a verla por la mañana. Abría
la puerta a las ocho o a las nueve, la despertaba y le hacía el
amor, así, con las legañas y los dientes sin lavar. Después
se tomaban una ducha y, al final, un café griego. Todo eso sucedía
en la calle Kilkisíu, en el apartamento de dos habitaciones que
Caterina alquilaba en un viejo edificio desde hacía tres años.
A Trigonidis, aquel apartamento no le era nada simpático, por eso,
pronto le alquiló un ático de gran lujo, ciento cincuenta
metros cuadrados, junto a las oficinas de la compañía eléctrica
en la calle Papanastasiu, y se lo decoró con los mejores muebles.
Puso su nombre en la puerta y en los timbres, y todo el mundo pensaba
que también él vivía allí -le veían
muy a menudo- y que era el marido de Caterina. Una vieja judía,
que vivía en el segundo y tenía mucha simpatía a
Caterina, cada vez que la veía le preguntaba: "¿Cómo
está el marido?". Y Caterina se presentaba en todas partes
como la señora de Trigonidis, y en la peluquería, donde
se encontraba con las señoronas del barrio, contaba una sarta de
mentiras: que Nicos había enviudado hacía unos años
y que se sentía muy solo, hasta que un día se conocieron
en casa de un amigo, se enamoró de ella y se casaron tres meses
después, que al principio no la dejaba ir a la tienda pero ella
insistió -"porque a los dependientes no les duele el negocio
ajeno"- hasta que pudo convencerle, que la relación con sus
hijos era más que buena, que se veían a menudo, que hasta
sus nietos la llamaban "abuela" y un largo etcétera.
Los hijos, por supuesto, sabían lo de su padre con Caterina. Cuando
se enteraron, trataron de disuadirle, al principio, por las buenas, después,
por las malas, pero sin resultado. Al final, él les echó
una bronca y, desde entonces, se habían enfriado sus relaciones.
A su madre no se lo contaron, porque la edad por un lado (ya tenía
más de sesenta años) y la salud por el otro, que no era
muy buena, les hicieron temer por ella. Y ella no se dio cuenta de nada.
Cómo iba a sospechar, si el zorro de su marido la llevaba en palmas,
"Helena mía" y "Helena mía", le daba
dinero de sobra para sus gastos, le llevó a una mujer de la limpieza
para que ella no se cansara, cenaban fuera juntos una vez por semana y,
lo más importante, estaba dispuesto a darle todo lo que ella quisiera.
Cuando un día se le ocurrió a la pobre pasar por la pastelería,
se dieron cuenta a tiempo y Caterina pudo esconderse en el cuartito trastero,
donde tuvo que quedarse más de dos horas, hasta que la señora
Helena decidió marchar, convencida por la insistencia de su marido:
"Más vale que te vayas, Helena mía, está anocheciendo"
y "Va a llover, Helena mía, vete antes de que te pille la
lluvia". Entonces Caterina salió del trastero y todos dijeron
"Nos libramos por los pelos" y se echaron a reír, pero
ella no se reía en absoluto, estaba furiosa y dijo a Trigonidis:
"Quiero hablar contigo". Se retiraron a un rincón y empezó
una pelea de mil demonios: Caterina gritaba "¡Embustero, mentiroso!"
y Trigonidis protestaba "Pero escúchame, pero escúchame",
y Caterina no quería escuchar hasta que, al final, rompió
a llorar, agarró su bolso y se fue. En seguida se supo por qué:
Trigonidis le había dicho que su mujer estaba gravemente enferma,
que no podía levantarse de la cama, que, según los médicos,
no le quedaban más que unos meses de vida y que, cuando muriera,
se casaría en seguida con ella y la llevaría a su casa como
legítima esposa. Hasta sabían quién sería
el padrino de bodas y habían decidido el diseño del traje
de novia...
De modo que Caterina se fue y todos dijeron que ya no volvería
después de lo ocurrido. Pero volvió el día siguiente,
entró en la pastelería y empezó a ordenar los pasteles
con una sonrisa, como si no hubiera pasado nada, y así quedó
demostrado una vez más que ese hombre "manipula a la gente
con los dedos de una mano".
Hubo muchas más demostraciones en lo sucesivo, como aquélla
con Vaso, la hija del fontanero. Vaso era una muchacha guapa, retraída
y tranquila; tenía dieciséis años aunque aparentaba
tener veinte. Trigonidis la había visto varias veces cuando iba
a comprar con su madre, sabía que acababa de abandonar el instituto
y le propuso trabajar como dependienta en la pastelería los fines
de semana. Ella aceptó encantada y, en cuanto se presentó,
Trigonidis se la llevó de lado para enseñarle el negocio.
Caterina no vio con buenos ojos ni la contratación, que consideraba
innecesaria, ni la especial simpatía que su amante mostraba a la
joven, pero no podía decir nada. A fin de cuentas, Vaso era una
chica tímida y recatada.
Hasta que pilló a Trigonidis tocándole el culo detrás
del aparador, y la pequeña riéndose. Entonces se puso fuera
de sí y empezó a despotricar, pero Trigonidis le dijo que
estaba loca. En esta ocasión, Caterina ni siquiera se fue... Tuvo
que pasar bastante tiempo, y ella tuvo que oír a Vaso (que últimamente
aparecía con joyas y vestidos caros) preguntar a Jorge, el lavaplatos,
si una chica joven podía quedarse embarazada de un hombre de sesenta
y tres años, para darse por fin cuenta. ¿Y cuál fue
el resultado? Vaso fue despedida -después de que Trigonidis le
cargara toda la culpa- y aquí no ha pasado nada.
Hubo muchas más dependientas: vendedoras, lavaplatos, ayudantes
de taller, camareras, pero ninguna se quedaba mucho tiempo. Una semana,
dos a lo máximo, porque Trigonidis pretendía ligárselas
en seguida y Caterina, para evitar males mayores, las despedía
con cualquier pretexto. Aunque ya no hacía escenas, ni gritaba,
ni se iba para volver el día siguiente. Lo tragaba todo.
Trigonidis, sin embargo, no daba su brazo a torcer. Cuando se enteró
de que Caterina se mostraba demasiado amable con uno de los clientes,
le dijo: "Escúchame bien, dile a tu amiguito que no vuelva
a pasar por aquí o te irás a la mierda, te encontrarás
en el cuchitril de Kilkisíu antes de que cante un gallo".
Y, desde ese día, empezaron los reproches, los controles, las restricciones
y las llamadas telefónicas para asegurarse de que ella estaba en
casa, cosas que hacían la vida de Caterina muy difícil,
insoportable. Decían los empleados de la pastelería: "Este
hombre tiraniza a todo el mundo", y entre "todo el mundo"
estaban también ellos, que sufrían las mil y una en sus
manos; por muy duro que trabajaran, nunca les dirigía una sonrisa,
nunca les daba las gracias, por el contrario, les apremiaba con un "más
rápido esas manos, más rápido", y les ponía
muy nerviosos y les quitaba las ganas de seguir trabajando. Incluso cuando
no había clientes y se permitían relajarse por un momento,
"¿De poltroneo?", les gritaba. "¡A ver si
trabajamos un poco, que para eso os pago!".
Realmente, les pagaba bien y cotizaba a la sveguridad social, y cobraban
sus pagas extra. "De qué nos sirve", se quejaban, "si
nos hace la vida imposible y nos trata como esclavos", porque Trigonidis
no paraba de criticarles: "Qué pintas son éstas",
"La crema no ha cuajado bien", "¿Aún no has
aprendido a servir?", "¿Por qué no sonríes
un poco?", "¿Aún no has terminado?", "Este
pastel es más feo que tu jeta", y les humillaba delante de
los clientes, sin ninguna consideración. Además, cuando
se enfadaba -y se enfadaba muy a menudo- les insultaba: "majadero",
"estúpida", "mameluco", "idiota",
"alelado", "gilipollas", y a una lavaplatos que se
atrevió a levantar la voz la llamó "puta".
Cuando los que conocían la situación les preguntaban "¿Por
qué no os vais?", ellos respondían: "¿Adónde
vamos a ir? ¿Acaso será mejor en otro trabajo, que Dios
sabe cuánto tardaremos en encontrar? Aquí, al menos, nos
pagan bien". Así que no decían ni mu sino que respondían:
"Sí, señor Trigonidis", "En seguida, señor
Trigonidis", "Desde luego, señor Trigonidis". Y
Trigonidis daba órdenes con la mirada torva y sin contemplaciones,
para que no se le fuera la situación de las manos.
Como habían hecho sus propios jefes en el pasado, especialmente
el viejo Isidoro, el propietario de La Rotonda, que gritaba a todo el
mundo de la mañana a la noche, sobre todo a él, a Trigonidis,
a quien llamaba "inútil" y "retrasado", aunque
estuviera en el primor de sus veinticinco años y midiera dos metros
de alto y tuviera brazos de acero. Fueron estas cosas y su mirada juguetona
que atrajeron a la mujer de Isidoro, una francesa feísima de cincuenta
y cinco años cumplidos, que le arrinconaba cada dos por tres en
el trastero para que se lo hiciera y después le regalaba ropa,
relojes y cadenas de oro en señal de agradecimiento.
1 Galactobúreco: Especie de pastel de leche tradicional.
Baclavá: Pastel de hojaldre con jaraba dulce y nueces. Cataifi:
Pastel con jarabe dulce y cabello de ángel.
2 Saraglí: Los nombres de estos pasteles son turcos y se siguen
empleando actualmente en Grecia.
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Makis
Tsitas (Grecia, 1971) es escritor, poeta y periodista. Entre
sus últimas obras de teatro se encuentran The Television
y At the Square. |
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