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septiembre 2004
Nº 117

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Edward Hopper

Edward Hopper (1888-1967), el pintor del espacio, el artista de la luz y el vacío, sigue despertando diversas reacciones entre los críticos. Para muestra un botón: Alabern y Verdaguer repasan la obra de Hopper desde puntos de vista discrepantes, tras la muestra antológica que la Tate Modern de Londres ha dedicado al pintor americano este verano.

Construyéndolo
LLUÍS ALABERN
Silencio y psicoanálisis. Habitaciones metafísicas. Referencias constantes al mundo del cine. Estudio minucioso de la luz y el volumen. Ensimismamientos que han sobrevenido iconos pop. ¿Puede este categórico mundo plástico ser el de un pintor paleto al que podamos adherir a la American Scene, dedicada a pintar maizales y grandes extensiones del Far West a principios del siglo XX?
Edward Hopper estudió en París, aunque no conectó su obra con las vanguardias. Se fijó en la pintura impresionista, de la que aprendió la relevancia de la luz en la composición. Vendió su primer cuadro a los treinta años, trabajó durante un largo período como grafista publicitario. De ese quehacer profesional embebió probablemente la necesidad de esbozar insistentemente algunas de sus composiciones. Era un buscador de lugares, no dudaba en recorrer boceto en mano las calles, cafeterías y gasolineras donde volcar sus bosquejos y transformarlos en óleos. Esa escrupulosidad espacial le llevó también a considerar la estructura del lugar como un personaje más. Sus espacios son retratos psicológicos de cierta manera americana de concebir la existencia.
Su obra, emparentada con la de Balthus, Chardin o Veermer, supera las exiguas polémicas que a lo largo de buena parte del siglo XX se extendió sobre realismo y abstracción. Cada cuadro es una tesis sobre composición, estructura, luz y contención emocional. Hopper ha trazado mitos, y ha conseguido que gran parte de su producción se conozca con nombres y apellidos. Quizás un cuadro destaque en popularidad por encima de otros, Nighthawks. Hasta en un capítulo de "Los Simpson" se permitieron los dibujantes parodiar la mítica composición de la barra de bar sobre la que se aloja la desesperanza de unos personajes solitarios.
La comisaria de la exposición que este verano se ha podido ver en la Tate Modern de Londres, Sheena Wagstaff, ha enfatizado la relación entre cine y la pintura de Hopper. Es una relación de reciprocidad, pues han sido varios los directores de cine que han reconocido la influencia de los encuadres y atmósferas del pintor en sus filmes. La Tate ofrece un ciclo de películas inspiradas en cuadros del artista, como Shadow of a Doubt (1943), de Alfred Hitchcock, o Matar a un ruiseñor (1962), dirigida por Andrew Mulligan.
Es cierto que Hopper carece de sentido del humor. Aleja así su pintura de la producción del arte pop posterior, de la que se le supone precursor. Su plástica es más existencialista. La imagen de una habitación vacía y austera, un callejón, la esquina de un edificio público, una luz intensa que se cuela a placer por la ventana, un atardecer, todo ello macerado por la compleja psique del artista. Poco sitio para la chirigota y el guiño kitsch del que los artistas pop harían bandera.
Preguntado sobre qué quería expresar con esa combinación de luz y vacío, Hopper respondió: "A mí mismo".

Deconstruyéndolo
XAVIER VERDAGUER
Una de las exposiciones más aclamadas de la presente temporada -para mi sorpresa- ha sido la antológica que la Tate Modern de Londres ha dedicado al pintor estadounidense Edward Hopper. No sé si ésta ha sido una apuesta personal de su nuevo y flamante director, el valenciano Vicente Todolí, o si, por el contrario, dicha muestra es una de esas deudas que se heredan sin remisión ni acuse de recibo (me inclinaría a favor de ese último supuesto). Con todo, el azoramiento ha sido aún mayor al leer algunas de las recientes críticas que se han vertido sobre la citada exposición. Valga decir, aunque sólo sea de soslayo, que para los garantes de Hopper, que ahora parecen ser legión, la historia de la pintura moderna quedaría poco menos que desvirtuada sin la aportación del artista americano. Ante esto parece evidente que el atributo moderno ya nada califica, toda vez que lo que anteayer era considerado adocenado o retrógrado -como sería el caso de la pintura de Hopper- hoy se recupera a la ligera haciendo uso de tan fácil epíteto. Las intrincadas leyes del mercado del arte y las necesidades de la industria cultural obran milagros.
Aunque no puede negarse que Edward Hopper (1888-1967) fue un pintor, digamos destacado, dentro del contexto artístico americano de los años treinta y cuarenta, e incluso sobresaliente en determinados aspectos formales como el tratamiento de la luz y la composición del espacio, lo que no puede decirse es que fuera un pintor moderno, teniendo en cuenta, cuando menos, el sentido etimológico del término. Veamos por qué.
Hopper se formó siguiendo al dedillo los postulados de la Ashcan School, un grupo de artistas que, bajo la tutela de Robert Henri, destacó por promover en Estados Unidos una pintura de raíz impresionista. Su principal referente, además de la pintura holandesa del XVII, era, sobre todo, Édouard Manet (para ellos incluso la pintura del último Monet era ya demasiado arriesgada, o sea, demasiado "moderna"). Como era de rigor, Hopper viajó a París en 1907 con el fin de mejorar su formación. Lo que allí encontró -la eclosión del postimpresionismo y la gestación de las primeras vanguardias- le disgustó sobremanera. Para él, la forma y el color no eran valores autónomos, sino que, contrariamente a lo que preconizaban las nuevas estéticas, debían estar subyugados a la realidad, esto es, al desarrollo de una cierta narración pictórica en la que, asimismo, emergiera la psicología de los personajes representados. Con esas premisas, habría de desarrollar, a lo largo de más de cincuenta años y sin apenas variaciones, un lenguaje figurativo ajeno por completo a las especulaciones creativas que se desarrollaron en Europa primero, y en Estados Unidos después.
Sus personajes ensimismados y melancólicos, sus calles desoladas y silenciosas y sus cafeterías y cines siempre habitados por seres solitarios -marca de autor todo ello- podrían parecer reflejar las vicisitudes del hombre moderno, pero aun así, y en cuanto a lo temático, su aporte para con la historia del arte es también poco relevante, dicho en otras palabras, su obra no dice nada -si es que la pintura tiene que decir alguna cosa- que en su momento no dijera ya Baudelaire en sus Tableaux Parisiens o que, bajo el influjo del poeta maldito, no representaran los artistas de la Escuela de París (¿cuántos bebedores y bebedoras de absenta, melancólicos e igualmente solitarios, no se pintaron a finales del XIX?).
Tampoco está de más recordar, ahora que todo se olvida con demasiada facilidad, que, en 1953, Hopper fue, junto con otros cuarenta y seis artistas, uno de los fundadores de la revista Reality, publi- cación esta que se caracterizó por su oposición frontal al arte abstracto y, muy especialmente, a la Escuela de Nueva York representada por Pollock, Rothko, De Kooning y compañía. "La pintura tendrá que tratar de la vida y los fenómenos naturales con mayor intensidad si quiere volver a ser algo grande", declaró en uno de sus artículos. Un servidor, sintiéndolo mucho y acotando el término moderno, prefiere las incógnitas y el misterio arcano que le siguen proponiendo las abstracciones de Rothko, por poner sólo un ejemplo, a las ensoñaciones y extrañas añoranzas que exhiben los ensimismados personajes de Hopper.

Lluís Alabern es artista gráfico, asesor técnico en la manipulación de obras de arte y objetos patrimoniales y director de la publicación ATM.
Xavier Verdaguer es crítico de arte.