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septiembre
2004
Nº 117

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Los
caballos azules
RICARDO MENENDEZ SALMÓN
I
Tantos días llevo despertando llamándome Fabiani, que a
menudo olvido quién soy en realidad.
Sin embargo, por debajo del nuevo nombre, que no sólo vive en labios
de los demás y en la superficie de los espejos, sino en cierto
documento que guardo en un escriño lacado, justo a la altura del
corazón, algo subsiste todavía de la vieja calavera con
que un lejano febrero de 1960 vine al mundo, y en ocasiones, casi por
sorpresa, como si descubriera a un intruso dormitando entre las sedas
de su alcoba, Fabiani se ruboriza al atarse los cordones de los zapatos
con un gesto que no es suyo, sino que pertenece al otro, a Jofra, el primer
y legítimo morador de esta prisión.
Anoche mismo, mientras me sacaba la camisa por la cabeza, comprendí
que ese acto resultaba inapropiado para el Fabiani que ahora reina en
mi carne, un hombre que desabotona sus camisas sosegadamente, como si
estuviera componiendo música, pero que era plausible en el Jofra
que quedó olvidado a ocho mil kilómetros de distancia, al
otro lado del océano.
Incluso María Alicia me supo distinto, pues mirando los brazos
que aleteaban por encima de la cabeza, como pájaros atrapados en
una danza confusa, anunció con más sorpresa que reproche
en la voz:
-Jamás te había visto con tanta prisa por tumbarme en la
cama.
Así que cuidado. Nadie debe sospechar que, bajo la piel de Fabiani,
aún respira un poco de Jofra. Ellos no me lo perdonarían.
II
Alguien, quizás un monje chiflado de la Edad Media, supuso que
los nombres no son más que soplos de aire, flatus vocis, vanidad
nacida de una laringe caprichosa.
Si hoy aquel hombre fuera Fabiani, sabría que se equivocaba. Porque
el perdido nombre de Jofra estaba repleto de sentidos. Y el tendero, mi
suegra y los apostadores del hipódromo respondían ante él
con actitudes precisas, actitudes que nombres como Ramírez, Noriega
o Salcedo hubieran convertido en inútiles farsas.
Los nombres, como amos brutales, llevan a la realidad atada de una correa,
trastabillando o al galope, a veces enredándose en los pies del
que camina, a veces sorteando charcos y basuras, a veces alegre y descuidada
como un cachorro que juega con un moscardón.
Cuando Jofra se convirtió en Fabiani, su nombre quedó borrado
de la memoria del mundo junto a multitud de cosas tangibles, como una
ciudad frente al mar y una casa flotante en el borde de la playa, por
no hablar de amores, credos y pasatiempos. Al morir, Jofra dejó
una viuda inconsolable, quemó una pila de libros firmados por Marx
y Gramsci, destruyó en un santiamén veinticinco años
de fascinación por el ajedrez.
Pues debe ser dicho ya, sin ambages ni demoras, para que se entienda de
una vez y para siempre, que Fabiani nació frisando los cuarenta
y soltero, fascista por vocación, jugador de naipes franceses.
III
Lo más duro fue acostumbrarse a vivir sin el consuelo del mar.
Cómo no añorar el eterno vaivén de las olas contempladas
desde la ventana, el vértigo de la brisa en la cara cuando el viento
sopla hacia el interior, los belfos de la espuma en la noche, como islas
de cornejo lamiendo una tierra opaca y negra.
Pero la añoranza es mala consejera, y en mi trabajo no valen nostalgias
ni el candor de una patria natal. Así que incluso me arrancaron
eso, los aromas de la sal y de las algas, para parirme completo, conciso,
exacto como la maquinaria de un funesto reloj de cuco: Andrés Fabiani,
metro ochenta de estatura, perito en joyas, jamás aprendió
a nadar.
IV
Hace tiempo, María Alicia tuvo una hija con un africano que un
día desapareció de su vida. La niña se llama Aurora,
y aunque su nombre es una paradoja resulta hermoso, cada domingo por la
mañana, cuando todavía los ojos no se han acostumbrado a
la claridad, llamar a Aurora y ver entrar en la habitación su cabecita
oscura, como un gran copo de nieve sucia.
Yo siento que Aurora está más cerca de Jofra que de Fabiani,
pues a Fabiani no le gustan los mestizos y a Jofra el color de la piel
le resultaba indiferente. No obstante, Fabiani tolera a la niña
con paciencia, casi con placer de padre putativo. Así es que, para
no comprometerme, he decidido que a partir de hoy buscaré un motivo
para reñirla todos los días. Y si es posible incluso le
propinaré de vez en cuando una bofetada ruidosa, con mi diestra
obscena y rotunda, armada como un aspa de molino.
V
Lo primero que me entregaron fue un revólver con cachas de nácar,
instrucciones acerca de un puñado de hombres, un lugar en los mapas
donde pudrirme en silencio y sin prisa.
Después alquilaron una oficina en cuya trastienda tendí
un catre de campaña e instalé una pequeña cocina,
llenaron el frente de vitri,nas con sortijas, pendientes y dijes, me asignaron
dos empleados industriosos como arañas y colgaron en la entrada
un rótulo que reza
JOYAS FABIANI
COMPRA Y VENTA DE ORO
El día quince de cada mes envían dos cheques. Uno para mí;
el otro para satisfacer el alquiler del negocio. Desconozco quién
y cuándo paga a los empleados, pero nunca se quejan, y siguen devanando
el hilo de su rutina en completa calma, con una terquedad que no deja
de asombrarme.
Dijeron que me vigilarían, pero que nunca sabría cómo.
Dijeron que querría escapar, volver a ser Jofra, pero que no hallaría
rastro alguno de mi antigua vida. Tenían razón. Una tarde,
por puro capricho, mientras me buscaba la cara en un pocillo de café
rancio, llamé a mi número del otro continente y pregunté
por mí mismo. Y aunque juraría que la voz que me respondió
fue la de Laura, la viuda de Jofra, lo único que supo o pudo o
quiso decirme, con un acento que de pronto reconocí ajeno e insondable,
fue que nadie llamado así vivía en aquella casa.
No volví a intentarlo. Una vida acabada es imposible de rehacer.
Sería como pretender desecar el mar a cucharadas.
VI
Por aquel entonces fue cuando me tropecé con María Alicia.
Una noche, al cerrar la joyería, la hallé con la nariz pegada
al escaparate, contemplando con arrobo un camafeo con un busto de princesa
en su centro.
Quizás ella sea un cebo, otro lazo más para que Fabiani
siga siendo Fabiani hasta que un día, cuando muera definitivamente
y sólo sea un puñado de polvo y furia aplacada, ellos decidan
con qué nombre habré de reposar bajo una recoleta lápida
de pórfido blanco.
Poco importa si así fuera. Cuando Jofra tuvo su primera muerte,
también murió su capacidad para amar. Lo que hoy queda de
aquel sentimiento apenas si es un vago rescoldo, una sombra sin cuerpo,
un paréntesis entre palabras hermosas. De modo que todo lo que
espero de María Alicia es calor durante el invierno, consuelo en
la enfermedad y, por qué no decirlo, algún sucedáneo
de la ternura si es que llegamos a compartir la vejez o el hambre.
VII
Es probable que para hacer comprensible esta historia, para poder moverse
en el tiempo de la narración con un mínimo de certidumbres,
para disponer de un norte y un sur, un arriba y un abajo, un ahora y un
entonces, yo debiera contar cómo y por qué Jofra se convirtió
en Fabiani, qué motivos pudo tener un hombre como aquél
para transformarse en su antítesis, su antípoda, la máscara
innoble de todo lo que un día fue, pero una de las consecuencias
(y la más cruel esclavitud) del cambio de nombre consiste precisamente
en la necesidad de olvidar.
Fabiani no recuerda los motivos por los que antes fue Jofra y pensaba
y actuaba como tal. Es como si hubiera ingerido un mágico bebedizo
que borrase casi por completo la memoria de lo que antaño hizo.
Así que en estas páginas me limito a tomar nota de ese mudo
asombro y contar con sencillez, al estilo Fabiani, sin inútiles
digresiones, qué hago, dónde vivo, con qué sueño
por las noches al acostarme, qué siento al saber que he sido, al
menos, dos hombres distintos.
VIII
Mi contacto es un hombre llamado Solomón. Se trata de un hombre
culto, amable, jovial cuando la situación lo requiere. Suele vestir
ropas claras y le encantan los sombreros panamá. No lleva anillos
ni se perfuma los cabellos. Tiene una boca carnosa y blanda, parece que
siempre estuviera haciendo buches de agua.
A menudo Solomón acude a la tienda, y tras curiosear entre la mercancía
y conversar con los empleados pasa directamente al almacén, donde
se tumba en mi cama mientras preparo café y escucho sus órdenes.
Otras veces voy a ver a Solomón a una dirección de las afueras.
Como Fabiani no sabe conducir (Jofra incluso pasó contrabando en
camiones durante su juventud), acudo a esas citas en taxi, apeándome
a tres o cuatro cuadras de mi destino, y paseo luego por calles sin asfaltar,
llenas de trastos de chamarilero y canalones reventados, antes de enfrentarme
al galpón húmedo y hueco, abandonada fábrica de tractores
donde Solomón, sentado tras una mesa de roble, reina entre montañas
de cartapacios y unos pocos ábacos de madera.
Los ábacos sirven para llevar la contabilidad de la empresa. Solomón
me explicó un día su método: las bolas amarillas,
que son mayoría, representan a los hombres que hay que matar; las
bolas verdes, cuyo número no excede de treinta, a los hombres encargados
de hacerlo; las bolas azules son los trabajos llevados a cabo con éxito.
Inocentemente, en una actitud más propia de Jofra que de Fabiani,
le pregunté qué sucede con los encargos fallidos.
-Esa posibilidad ya fue contemplada -contestó con frialdad-. Si
una bola verde hace mal su trabajo, se convierte de inmediato en una bola
amarilla. Así que basta reclutar otra bola verde para que la plantilla
se equilibre de nuevo.
Muy raras veces, Solomón viene a casa de María Alicia para
compartir con nosotros una merienda frente al televisor. Siempre se muestra
distante con Aurora, y aunque le trae barquillos, colgantes de azabache
y muñecas vestidas de franela roja, en sus ojos late una mirada
de rencor hacia la niña.
Siento entonces cómo Jofra revive por un segundo y desearía
romperle la espalda al intruso, pero al instante Fabiani impone su propósito
de recordarle a la pequeña Aurora qué significado tiene
la palabra disciplina, y qué dura e ingrata tarea es la de llevar
puestos los pantalones en un hogar.
IX
La inteligencia es hija de la costumbre.
Solomón me habla de bolas verdes que al principio carecían
de cualquier talento para su trabajo y que ahora, con el discurrir de
los años, se han convertido en irremplazables.
Acostumbro entonces a preguntarme si dentro de mí existe algún
instinto para matar. La respuesta es casi siempre negativa. Lo curioso
del caso es que las raras ocasiones en que encuentro en mi cuerpo un soplo
de violencia y carácter para la muerte, es en los momentos en que
Jofra parece asomar un poco la cabeza, como un pato de feria en las barracas
de tiro, antes de volver a esconderse tras el estruendo del disparo.
Nunca se lo he confesado a Solomón, pero tengo la sospecha de que
es Jofra y no Fabiani quien cumple las órdenes que me encomienda.
Ayer, por ejemplo, tuve que llevar a un hombre hasta el macelo para una
ejecución. El hombre era un tramposo y le había citado allí
con las artes de Fabiani, persuadiéndolo con engaños y vanas
esperanzas, hablando con él en su misma lengua. Yo era consciente,
mientras charlaba por teléfono y tramaba así su futura muerte,
de que era Fabiani quien estaba cumpliendo a la perfección su trabajo.
Pero una vez en el macelo, cuando el hombre comprendió y supo,
cuando empezó a gimotear implorando piedad, cuando la cobardía
le subió a los ojos como una fiebre terrible y fue incapaz de morir
sin suplicar, noté que Fabiani vacilaba y exudaba un humor triste,
que mi mano temblaba como cuando el alcohol le falta a un borracho. Entonces,
por un instante, sentí que el pato asomaba su cabeza, que su pico
y su plumaje resplandecían en el teatro del macelo, y todo volvió
a ser tan fácil como respirar. Cada cabeceo del pato significó
un disparo. Cuatro cabeceos, cuatro disparos.
Y luego vino la calma de llamarse Fabiani otra vez, las manos en los bolsillos,
el macelo con su cadáver a mis espaldas, el regreso a la ciudad
sin prisa ni miedo, entonando una cancioncilla militar, una marcha de
sangre y conquista que a Jofra jamás se le hubiera ocurrido tararear,
ni siquiera mientras defecaba en el excusado de un bar de carretera.
X
Fabiani tuvo una infancia que no consigo recordar. En algún lugar,
hacia el sur de este país, viven sus padres en una explotación
ganadera. Tiene dos hermanas a las que nunca he visto, pero que periódicamente
envían postales en las que hablan de los progresos en la escuela
de mis sobrinos.
Al poco de ser Fabiani, una madrugada en que el sueño no llegaba,
encontré en un apolillado traje de fiesta una fotografía
amarillenta, con marcas de ceniza, que los jefes de Solomón pasaron
por alto. Era una vista de las montañas de Asturias, allá
en España, en la que una pareja joven, abrazada ante un farallón
calizo, sonreía al mágico dispositivo de la lente.
Atrapados en un clic eterno, ahí quedaron ambos para siempre, imborrables,
intolerables, insólitos: la muchacha un poco regordeta, vistiendo
un traje ajustado y con un jersey sobre los hombros; el muchacho delgado
y coqueto, con patillas en forma de hacha y el puño derecho cerrado
a la altura de la sien.
Aquel muchacho, anclado en las tinieblas del pasado, se parecía
increíblemente a Fabiani. Bastaría con robarle veinte años
al tiempo y, acaso, susurrarle al oído el nombre de Jofra, para
que de su clepsidra inagotable manara un venero de esperanza.
XI
Nada de cuanto hay en el mundo existe por sí solo. El secreto de
la vida radica en la necesidad de los contrarios. La dialéctica
es la gran madre nutricia. Definir el calor como ausencia de frío
o la enfermedad como falta de salud; sumar al sueño la vigilia
para completar el tiempo de un hombre; narrar a las gentes que pasaron
para comprender a las gentes que nos rodean.
Y es que esta mañana, cuando Solomón telefoneó para
encargarme un trabajo en Lisboa, comprendí lo caprichoso de mi
destino, asumí la mitad especular de mi existencia, me admiré
del mágico gozne sobre el que hoy se articula mi ser. Porque Jofra,
por razones que hoy habrá olvidado (los encantos de su gastronomía,
la vida de un gran poeta, la peculiaridad de ese país que vive
arrinconado contra el mar), siempre quiso conocer Portugal, pero sólo
ahora, cuando soy Fabiani y no me gustan los portugueses, ni su acento
nasal, ni su triste historia de corsarios venidos a menos, podrá
aquella alma marchita saldar una cuenta largo tiempo pendiente.
Éste es mi exilio y mi reino, acaso mi cruz: yo soy la carne de
dos, el anhelo de dos, el ojalá y el asco de dos; yo viviré
el doble aunque sólo pueda gozar la mitad, pues aunque me han dado
dos corazones para la aflicción y dos cerebros para el ensueño,
tengo el sentimiento amputado.
XII
Volando en primera clase, los párpados pesados como aceite, miro
los tobillos de las azafatas y busco requebrarlas con la mirada. Y aunque
fracaso, aunque ni siquiera recibo como consolación la estudiada
sonrisa de las academias de vuelo, experimento un intenso placer al pensar
en este raro prodigio, aquí, a nueve mil pies de altura, mientras
Montevideo se va pareciendo a un saurio que se retuerce en su osamenta
de hierro, mientras los trigales de Sudamérica perfilan de amarillo
el mediodía estival, mientras el ardor de una copa de tinto me
deja un sabor áspero y acre en la garganta, como si hubiera lamido
un guijarro.
Aquietado tras su mesa de roble, la voz engolada y dulce, Solomón
gusta de repetir un viejo dicho de la Cábala: "Conviene no
jugar al espectro, pues se corre el riesgo de llegar a serlo".
Yo contemplo a mis compañeros de viaje y me asombro de su ceguera.
Porque fui otro hombre, tengo hoy el raro privilegio de saberlos espectrales,
cáscaras vacías, vanos fantasmas encarnados en humo, miseria,
aplazada extinción. Eso son para mí, cárceles sobre
zapatos, esclavos en una lóbrega caverna, como esos niños
que vuelan por vez primera y disputan por mirar a través de la
ventanilla; como esa pareja que se toma de las manos y se jura fidelidad
eterna; como ese matrimonio que lee revistas atrasadas y elude mirarse
a los ojos. Todas vidas únicas e irrepetibles pero condenadas al
tedio, sacos de migraña y dispepsia, comedores de frutas de temporada
y pescados en salazón.
¡Ah, los mortales!
XIII
Lisboa se parece a la ciudad que yo imaginaba. Un raro temblor recorre
sus calles: la esperanza, a menudo satisfecha, del reencuentro con el
mar.
Me hospedo en una recoleta pensión desde la que diviso, imponente
y seductor, el castillo de San Jorge, con los adarves de sus murallas
repletas de hormigas pululantes: españoles, italianos, franceses
que vienen a orillas del Tajo a cumplir un rito de paso.
Cuando la he llamado para preguntar por Aurora y pedirle que cuide del
negocio, María Alicia ha llorado sin reproches ni acritud, con
la indolencia de quien sabe que el olvido es una estrategia del vivir.
Y aunque Solomón me cubre las espaldas con la confusa coartada
de una reunión de joyeros en la otra orilla del Atlántico,
adivino su sospecha de que algo raro sucede en mi vida.
Después de todo puede que María Alicia sea una mujer real,
de carne y hueso, que el azar ha puesto en mi camino para beneficio de
mi cuerpo y consuelo de mi corazón, aunque al irme a la cama esta
noche, mientras las gabarras pitan en el río y una cantante devana
el hilo insomne del fado bajo mi ventana, me asalta la imagen de Solomón
tumbado en el camastro de la tienda, acariciando con repugnancia el pelo
de Aurora mientras con su mano libre, hurtada a los ojos de la niña,
pasea sus dedos bajo las bragas de María Alicia.
XIV
Tengo la certeza de que este sueño no me pertenece, de que es propiedad
de Jofra. Tengo la certeza de que la imagen de los cuatro caballos azules
es patrimonio suyo, una porción de su memoria cautiva.
El sueño es siempre idéntico y comencé a tenerlo
el pasado invierno, cuando las lluvias anegaron Montevideo durante semanas.
Sueño con dos machos enormes, de brillante pelaje, que rumian una
hierba asperjada de rocío. A su lado, una pareja de pequeños
potros contempla a los grandes caballos con una expresión que,
si no fuera por la paradoja que encierra dicho calificativo, me atrevería
a llamar humana. En un determinado momento ambos machos levantan la cabeza,
y con sus belfos todavía húmedos de hierba me miran de frente
a los ojos, mientras los contemplo desde la butaca del sueño. Entonces
se dan la vuelta y comienzan a trotar seguidos por sus crías, alejándose
de mí.
Sé que al final de ese trote espera un precipicio, un abismo al
que se van a arrojar relinchando angustiados. Es entonces cuando despierto.
Y aunque los caballos se han ido, su relincho y su agrio olor a bestias
siguen ahí, emboscados en las paredes del cuarto como una advertencia
ominosa.
XV
Esta tarde, en el restaurante Martins de Arcada, bajo las marquesinas
devoradas por la humedad, he vuelto a fumar. De pronto, mientras el camarero
me servía un chablis, me he descubierto pidiéndole un cigarrillo
que él mismo ha encendido con mano firme.
Luego he arrastrado mi angustia en dirección al Cais do Sodré,
con el estómago revuelto y la cabeza confusa, como si el humo inhalado
hubiera ascendido hasta mis ojos.
He contemplado a las putas en sus sillas de tijera con el ánimo
encogido, asustado ante mi propia fatalidad. Las he visto devorar empanadas
de carne con un placer de cosa antigua, como si fueran animales en una
covacha infecta, mientras bajo sus faldas de polisón se oculta
una emoción indomeñable.
¿Qué verdugo alienta en mi ser que me arroja a costas y
costumbres que un día conocí y amé bajo otro nombre?
Hay algo espantoso en el hecho de un hombre que fuma sin noticia alguna
de su deseo, poseído por una voluntad ajena. Y por eso, porque
no tengo memoria de Andrés Fabiani fumando un sahumerio oloroso,
venido de países lejanos, he llorado con más pavor que desconsuelo
al penetrar en una tabaquería de la plaza Folgueira para pedir,
con acento de connoisseur y voz grave, un paquete de tabaco de Sumatra.
XVI
Decir que hoy he visto al hombre sería una exageración.
Es cierto que he seguido su rastro (un abrigo de espigas inadecuado para
el tiempo actual, el resonar de unas botas negras, una gorra de lana inglesa
sin visera) durante casi una hora, pero en ningún momento he llegado
a verle la cara.
Anoche Solomón telefoneó para darme su dirección
y prevenirme. Pero ha conseguido escabullirse, moviéndose con agilidad
felina por las calles empinadas del Chiado, hurtándose a mi mirada
cada vez que un tranvía se lo permitía, esquivándome
con pericia de acróbata todas las veces que he confiado en la ayuda
de un escaparate para descubrir un visaje de su rostro. En el último
instante, entre el gentío del transbordador y el color azufroso
que desprende el río, he alcanzado a ver su silueta imprecisa bajo
el crepúsculo, como una sanguina difusa: una figura acodada en
el barco al Cristo de Almada que, quitándose la gorra, me ha saludado
desde la lejanía, como burlándose de mi incapacidad.
Y por un momento he sentido que era mi propia mano la que se agitaba allá
a lo lejos, como si estuviera viendo una película hecha por un
orfebre demoníaco, nacido para avergonzarme.
XVII
En el transbordador a Almada se confunden los turistas de paso con los
lisboetas que viven en la otra margen del río. El portugués
tiene un carácter acariciador y domesticado pero lleno de orgullo,
pareciera nacido no tanto para la servidumbre como para la devoción
y el afecto. Uno siente confianza ante su voz pausada y melosa; apetece
confiarse a esos hombres morenos y pulcros, negligentes como caballeros
andantes; apetece confesarles filias y fobias, nuestros cotidianos escarnios,
las luchas que nos devoran.
Llegado a Almada, me mezclo en su trajín cotidiano. En una esquina
del bazar un chiquillo negro, de piel lustrosa aunque llena de cicatrices
rosadas, me toma de la manga de la chaqueta con fuerza. Al principio no
comprendo su insistencia, pero al rato advierto que desea que le siga.
A nuestro alrededor se han ido congregando un puñado de mirones
ociosos. El chiquillo me arrastra a través de las tiendas donde
cabe todo el asombro humano: el abigarrado perfil de los alimentos y los
vestidos; la oscura fascinación por lugares remotos cifrados en
mapas, astrolabios o cimitarras; la insidiosa presencia de objetos robados
en comercios y domicilios, por manos sabias y perdurables.
Sin soltarme de la manga, el niño me conduce hasta una casona de
finales del XIX, un desolado palacete, reconvertido en hospedaje, de cuyos
muros hace muchos años sin enjalbegar penden pajareras azules y
afiches de futbolistas de la selección nacional. Entramos en un
portal umbrío y fresco donde un viejo, que fuma sentado en una
silla sin respaldo, pega un brinco al verme y suelta una blasfemia irreproducible.
Crispo la mano dentro del bolsillo y aprieto la pistola. Es un acto reflejo,
pero me hace sentir seguro.
Después, por espacio de diez largos y confusos minutos, el hombre,
de quien sólo alcanzo a comprender que se llama João y es
el propietario del establecimiento, me habla en un tono obsceno, tan alejado
de la habitual amabilidad de sus compatriotas que, por un momento, imagino
estar en otro país. Sólo al final de su discurso, cuando
se escabulle camino de la cocina y vuelve con unos papeles que mueve ante
mi cara, comprendo lo que sucede.
Es difícil hallar palabras que expresen la suma insólita
de sensaciones que su revelación me produce. Quizás estupor
sea el término que mejor convenga ante semejante descubrimiento.
Porque lo cierto es que lo que don João mueve ante mis ojos corresponde,
respectivamente, a una factura de cuatro días sin satisfacer, que
comprende alojamiento más desayunos, junto a una fotocopia de un
documento de identidad que me deja clavado en un punto sin retorno, como
una ballena varada en una playa de frambuesa. Y es que entre los gordos
dedos del casero, recorridos por el amarillento beso de la nicotina, advierto
el nombre de Juan Carlos Jofra y la fotografía de mi propia cara.
XVIII
Es común pensar que un hombre sin identidad no es nada. Pocas veces
sin embargo se ha reflexionado sobre lo que sobrevive de humano en alguien
que posee más de una identidad, o una identidad impostada. En este
caso, no creo que el defecto sea menos terrible que el exceso.
De regreso a Lisboa, el Tajo me parece un espejo deformante, uno de esos
artilugios nacidos para el espanto humano. Mucho se ha escrito sobre la
monstruosidad de los espejos de azogue, pero todos ellos se quedan cortos
ante un espejo carnal, óseo, incorruptible a los azares de una
pedrada lanzada por un niño. Quien me mira desde las aguas que
corren hacia el Atlántico, a despecho de su turbio fondo legamoso
y opaco, es Juan Carlos Jofra, llegado desde el otro lado del tiempo para
apoderarse de mis reservas de cordura. Qué poco pueden todas las
pistolas del mundo ante semejante heraldo, es algo que no me es dado expresar.
XIX
Esta tarde he comprendido que, en un mundo de pesadilla, la gracia no
se concede. Se conquista.
Por eso corro hacia el transbordador de Almada, para reapropiarme de la
estancia donde alguien llamado Juan Carlos Jofra pasó cuatro días.
Al verme de regreso don João me recibe enfurruñado, pero
veinte mil escudos de anticipo y una caja de vino de Madeira comprada
en un colmado transforman su cólera en una genuflexión.
Su boca airada y mendicante se extiende ahora, plácida y carnosa,
en una sonrisa de beneplácito, la máscara de los siervos.
Entro en la habitación que fue del supuesto Jofra con una mezcla
de escrúpulo y devoción: escrúpulo porque el sicario
que llevo dentro me ha impuesto esta disciplina del músculo y la
inteligencia hace tiempo; devoción porque siento que es en un lugar
conocido, una suerte de patria natal, donde ahora ingreso.
Lo primero que hago es tumbarme en la cama y dormir cuatro horas con las
ventanas abiertas, llenándome del olor a Jofra que todavía
rezuman las paredes de la habitación. Lástima que las sábanas
estén frescas y planchadas. Me hubiera gustado hallar, siquiera
fuera remotamente, un rastro de su piel en los algodones.
Al despertar he rebuscado en cada centímetro de la estancia, he
mirado debajo de la cama, en el fondo de los armarios, he revisado cada
rincón donde alguien hubiera podido guardar un secreto. Un minúsculo
poso de ceniza ha quedado olvidado en una esquina, junto a la ventana.
Imagino a un hombre sin rostro, o con mi propio rostro, o con todos los
rostros acaso, vuelto del pasado, venido de la nada, acodado en la ventana
de Almada mientras piensa en otro hombre, su sombra o su perseguidor o
aquel a quien persigue. Puedo sentir cómo fuma, ahí, en
pie, conciso, completo, hurtado a la prisa, cautivo en la casa de don
João como un actor que espera su turno entre bambalinas para recitar
su parlamento, dejándose invadir por el sabor del tabaco, jugando
a ser alguien, un resucitado quizás, un ladrón del tiempo
seguramente, un sosias o doble o absurdo doppelgänger llegado del
más lejano país, el de los muertos, para musitar en mi oído
antiguas palabras.
Me pregunto que tendrá Solomón que decir de todo esto, qué
respuesta exacta hallará en su macabro ábaco. Pero no le
llamaré. No quiero otra mentira ni más añagazas en
esta historia. Ya no me importan sus razones de contable. Sobre todo ahora
que fumando en la ventana mi odiado tabaco de Sumatra, ése que
me pone una arcada en la boca y una sensación de ahogo en el pecho,
cuando ya no sé si soy Fabiani o Jofra o la suma insólita
de ambos, he comprendido que hace un rato, mientras dormía en esa
cama extraña, he vuelto a soñar con los cuatro caballos
azules despeñándose hacia la muerte, y he visto en esa imagen,
sucinta y sobrecogedora, la exacta urdimbre de mi destino.
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Ricardo
Menéndez Salmón (Gijón, 1971) es escritor
y licenciado en Filosofía. Ha publicado el libro de relatos
Los desposeídos, las novelas La filosofía en invierno
(KRK Ediciones), Panóptico (KRK Ediciones) y Los arrebatados
(Ediciones Trea) y el ensayo sobre política y estética
Crematorio bajo la clepsidra: la poética de Adolf Hitler.
Este cuento ha resultado ganador del Premio Internacional
Juan Rulfo del Instituto de México en París y Radio
Francia Internacional (2003). |
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