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octubre 2004
Nº 118

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Recaptando serotonina
JUAN TREJO

Se detuvieron en el ceda el paso de la primera rotonda, frente a la urbanización Pinemar. Acababan de dejar atrás varios concesionarios de automóviles, de marcas extranjeras, y las piscinas azules de fibra sintética que, como gigantescos cuencos para el desayuno, descansaban verticales y obsoletas tostándose al sol. A la izquierda, podían apreciar los absurdos diseños metálicos de colores que decoraban la fachada del bingo que daba entrada a la urbanización. A la derecha, se erguía el almacén de materiales para la construcción, como surgido de la nada, al borde del asfalto.
Avanzaban a velocidad moderada. Circulaban muchos coches en ambas direcciones por la carretera nacional, pero el tráfico no era especialmente denso. Óscar conducía con el brazo apoyado en la ventanilla abierta. Ana estaba sentada en el asiento del copiloto, ligeramente recostada, con los pies descalzos apoyados en el salpicadero, aunque sin dejar de controlar veladamente los movimientos de su marido. La medicación podía provocarle somnolencia, pero el doctor Jordá, que había autorizado personalmente su salida, le había hablado de los beneficios que podía entrañar el hecho de que, de vez en cuando, Óscar emprendiese algunas iniciativas.
Eran poco más de las doce del mediodía. El sol caía sobre la tierra como un espeso fluido, extendiéndose por todas partes y adaptándose a todas las formas y contornos. Pero también podía notarse la suave brisa de levante, que ventilaba el interior del coche y aliviaba la humedad haciendo que el aire fuera respirable. Óscar y Ana conversaban, pasaban de un tema a otro sin detenerse demasiado en los detalles.
Pasaron junto al hotel Heidelberg. Por primera vez desde que inició el tratamiento, sus extrañas formas apaisadas, su tejado con vertientes de pizarra y los refuerzos de madera oscura de las paredes no le incomodaron. Tampoco le molestaron los bloques que crecían hacia la playa, ni el desorden de los chalets desperdigados por la falda de la cordillera litoral junto a la carretera, ni el destartalado cuartel de la Guardia Civil, ni los carteles publicitarios con sus formas y colores estridentes…
El cielo era una enorme sábana de algodón azul celeste, tensa, completamente uniforme y plana. Y todo parecía brillar de manera única.
-Me gusta esto -dijo Óscar sin soltar el volante-. Tiene algo.
Y era cierto que para él tenía algo en ese momento. Todo lo que se extendía a su alrededor parecía dispuesto por una mano torpe que hubiera lanzado los edificios y el resto de cosas desde lo alto, sin responder a ningún tipo de plan concreto. Sin embargo, todas aquellas imágenes diferenciadas y casi contrapuestas por separado, desprendían una fuerte sensación de coherencia, de armonía incluso.
-Es la primera vez que lo dices -le respondió Ana. Sonreía.
Pasaron otra rotonda. Las rotondas aparecían ahora en cualquier parte, a lo largo de toda la N-II.
-California… La vida de los suburbios -dijo ella en voz baja, como si sus palabras escondiesen un mensaje cifrado de amplias reminiscencias.
Óscar esbozó una sonrisa para acusar el recibo de lo que acababa de escuchar. Echaba de menos las gafas de sol, le molestaba el exceso de luz.
-Esto nunca será como Estados Unidos -dijo con seguridad-. Nunca.
Una gasolinera a la derecha, de vivos colores. El desvío al pueblo de Santa Susana: "Centro urbano". Les adelantó un vehículo de color verde oscuro.
-Mira -dijo él-. Ése es el monovolumen del que te hablé el otro día. El Chrysler Voyager.
-Es bonito.
Recorrían la carretera hacia el norte, en dirección a un hipermercado llamado Maxis. Querían comprar unas sandalias para él y un par de cosas más, tal vez algo de comida; nada que no pudiesen comprar en otro sitio. Les apetecía recorrer unos cuantos kilómetros, ése era el auténtico motivo para desplazarse
hasta allí.
Malgrat estaba muy cerca, podía apreciarse ya la torre de su iglesia cuando tomaron el desvío a la derecha. Aparcaron a unos cincuenta metros de la puerta principal, en un sector que no estaba asfaltado.
-La moda de los monovolumen es una tontería- dijo él antes de cerrar con llave. En su camiseta blanca podían leerse tres anchas letras: NYC. En el interior de las letras se apreciaban con bastante claridad algunos de los más famosos edificios de Manhattan-. Un rollo americano… Como lo de los cuatro por cuatro.
Había mucho movimiento en el aparcamiento, coches que entraban y salían sin cesar. Caminaron a la sombra de la fachada principal, bajo el enorme cartel que anunciaba el nombre del establecimiento: maXis; la X en color azul, el resto en rojo. Se cruzaron con varios grupos de extranjeros cargados con bolsas de plástico o con simples latas de refresco en las manos. Todos iban en camiseta y bañador o bermudas, caminando invariablemente con despreocupación, arrastrando los pies con indolencia, como si el mundo conocido no estuviera sometido a los rigores de la variación.
En cuanto activaron la célula fotoeléctrica y las puertas se abrieron, notaron cómo una violenta oleada de aire frío salía a su encuentro. El color blanco, punteado por mínimos detalles color rojo, lo dominaba todo. Había música ambiente, versiones relamidas de antiguos éxitos pop.
A Óscar siempre le habían inquietado las grandes superficies comerciales. Difícilmente había podido soportar jamás la amplitud insulsa, el orden impersonal o las muchedumbres anónimas. Sin embargo, ahora todo resultaba tolerable. Cualquiera habría podido pensar que esa relajación del juicio se debía a la laxitud propia de los meses de verano, o al hecho de estar pasando una temporada cerca del mar, y no a la prolongada ingestión de una combinación de ansiolíticos y antidepresivos; el doctor Jordá había decidido suspender temporalmente la ingesta de litio. Óscar ni siquiera había sentido la necesidad de realizar alguno de sus cáusticos comentarios habituales.
-¿Echas de menos la ciudad? -le preguntó ella.
-No.
-¿Y el trabajo?
-¿Qué trabajo?
Estaba de buen humor. Recorría los amplios pasillos al lado de Ana con una sonrisa, sin dejar de bromear, mirando las estanterías plagadas de potes de detergente o de bolsas de aperitivos con falso interés. Su mente vagaba sin llegar a materializar nada.
Estuvieron dando vueltas en aquel espacio fresco y aséptico durante unos tres cuartos de hora. No encontraron las sandalias que buscaban. Al pasar por caja sólo sacaron de la cesta una bolsa de patatas fritas congeladas McCain, una bandeja con pepinos gigantes, dos bolsas azules de cortezas de maíz y un tetrabrik de zumo de tomate. Nada de cerveza, nada de alcohol; eso se había acabado hacía meses.
Junto a la entrada principal, todavía en el interior del recinto del hipermercado, había una pequeña agencia inmobiliaria, con decenas de fotografías colgadas de sus paredes y de la inmensa luna de cristal del escaparate.
Se dirigieron hacia ella automáticamente, sin necesidad de consultarse.
Las fotografías mostraban edificaciones de todo tipo y terrenos sin construir. Bajo cada una de ellas, un pequeño cartel informaba acerca de las características de cada oferta y sus respectivos precios.
-Me encantaría vivir en una casa así -dijo Óscar señalando una vieja masía restaurada.
Ana no pareció prestarle demasiada atención. Continuó mirando por su cuenta, guiada por intereses concretos que no tenía intención de desvelar por el momento.
Fue en ese instante cuando Óscar empezó a sentir una extraña comezón en el estómago. Se levantó la camiseta y, al palpar sus flácidos abdominales, se dio cuenta de que estaba tenso.
-Estaría bien, ¿no te parece?
Ana no respondió. Observaba los detalles de una fotografía: un terreno de veinte hectáreas junto a las orillas de
un lago.
-¿Dónde estará esto? -preguntó ella sin esperar respuesta.
Óscar se encontraba a dos metros de Ana, dándole la espalda, concentrado en la masía restaurada. "Gran oportunidad." Notaba el peso de la bolsa de plástico en su mano. El frío aire acondicionado acariciaba sus sienes. Se volvió y caminó hacia Ana.
-Está muy bien de precio. Uno piensa que esas cosas deben ser muy caras, pero ya ves. Y tiene terreno alrededor. Diez mil metros cuadrados. No está mal, ¿no?
-No…
Salieron de la oficina inmobiliaria. Traspasaron de nuevo la puerta mecánica y entonces fue el calor exterior el que vino a su encuentro casi con alevosía.
Óscar continuó hablando. Algo le empujaba a ello. Tenía que explicarle sus motivos, tenía que hacerle comprender.
-Siempre he querido tener una casa… Una casa grande, con terreno… No demasiado lejos de la ciudad, pero lo suficiente como para estar tranquilo.
-Sí -dijo Ana con aire ausente-. Me lo has dicho mil veces. Ya sabes que yo también…
Abrió el maletero y metió dentro la bolsa de
plástico.
-Una casa en el campo, apartada.
-Bueno, ahora estamos en el campo.
Óscar se detuvo. Visualizó durante unos segundos el centro médico en el que estaban pasando unos días, sala por sala, metro a metro, a toda velocidad. Sacudió la cabeza para reactivar el orden y cerró el maletero. Ana no podía estar hablando en serio.
-Me refiero a algo nuestro. Una casa.
-Sería mejor un terreno, nos saldría mejor de precio…
-No, un terreno no -replicó, y apenas pudo mantener bajo control la irritación-. Una casa antigua… reformada… Una masía… Una casa en la que se pudiera vivir… Cuando pienso en una casa… pienso… pienso que me gustaría tener hijos.
-¿Hijos? -Ana le miró con absoluta seriedad, pero al cabo de unos segundos dejó escapar una explosiva carcajada-. Cuando te pones a desbarrar resultas muy
divertido.
Lo dijo con sinceridad, sin asomo de cinismo. Pero Óscar había dejado de bromear en cuanto vio aquella fotografía. "Gran oportunidad." La ansiedad hacía rato que se había establecido e incluso estaba dejando paso a la angustia. Una angustia sólida, afilada. Tenía la boca seca.
Salieron del aparcamiento y, después de atravesar un pequeño túnel, se incorporaron a la carretera nacional en dirección contraria a la que habían venido.
-Si tuviéramos una casa así podría hacer muchas cosas.
-¿Qué cosas? -dijo Ana mientras se sacaba la sandalia del pie derecho y comprobaba el estado de una pequeña herida.
¿Qué cosas?
No había abierto la ventanilla. Las gotas de sudor resbalaban lentamente por su cuello. Era una pregunta lógica, no tenía nada de malo. Ana podía tener algunos defectos, pero entre ellos no se encontraba la tosquedad, la falta de tacto. Cabía la posibilidad de que se tratara de una simple reacción automática, lo que le habría preguntado a cualquier amigo o conocido de haber estado hablando con él de ese tema. Aunque, probablemente, la pregunta respondía al calculado esfuerzo de Ana por restar peso a las afirmaciones concluyentes de Óscar, limar las crestas anímicas, ya fuesen positivas o negativas. Parte de su labor, como le había oído decir al doctor Jordá, consistía en eso: relativizar, enfriar. Tal vez había intuido la aparición de una ola en mitad de la calma y ésa era su particular manera de abortar las posibles consecuencias. Óscar se esforzaba, se esforzaba mucho, pero tener en cuenta todas las posibilidades, todas las suposiciones, todos los matices, no siempre aportaba resultados satisfactorios.
Al rodear una de las rotondas se fijó en la extensión de tierra que se desplegaba a su derecha, hacia el oeste, entre dos nutridos grupos de chalets. Matojos secos. Varias parcelas sin cultivar. Algún que otro pino mecido por la suave brisa de levante. Y una casa de contornos indefinidos, a lo lejos, recortada borrosamente contra la montaña.
Todo parecía estar tan lejos… Los objetos, los seres vivos. Sus propias palabras, sus pensamientos parecían alejarse sin remedio hacia algún lugar insondable. Y tuvo ganas de acelerar, de pisar a fondo el pedal del gas y dejar atrás todo aquello. A toda velocidad. Sin saber si lo que deseaba era llegar rápidamente a algún sitio o avanzar sin objetivo hasta el final del horizonte.

Juan Trejo (Barcelona, 1970) es escritor y traductor literario.