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octubre
2004
Nº 118

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Hannah Arendt. La
comprensión y lo inexplicable
MARCELO BIRMAJER
La ansiedad por extender los límites de lo comprensible,
llevó a la brillante pensadora e historiadora Hannah Arendt a contradicciones
entre sus teorías. El autor hace un repaso por su obra y su relación
con Heidegger, opone a la optimista voluntad de Arendt de abarcar la historia,
el pesismismo de la inteligencia que ve al ser humano como un caos inaprehensible.
Hace ya tiempo que cada año el nombre de Hannah
Arendt circula como novedad en las librerías argentinas, ya sea
por una reedición, conferencias compiladas o algún texto
que no había sido traducido al español, o bien por alguna
exégesis de su pensamiento a cargo de un crítico favorable.
Cuando terminé de escribir este artículo, habían
aparecido tres títulos de Arendt como novedades, a razón
de uno por mes. Un cuarto lo encontré de casualidad perdido en
un escaparate. Un quinto libro es imprescindible para cerrar el triángulo
que abren dos de estos cuatro libros, los dos más importantes.
De los cuatro primeros libros, los dos conflictivamente centrales son
Los orígenes del totalitarismo y Eichmann en Jerusalén,
y el tercer libro, fundamental para comprender no los temas que aborda
la autora sino a la autora misma y su modo de abordar los temas, es Hannah
Arendt y Martin Heidegger, que llegó a la Argentina en el año
96.
Los dos libros restantes son Entre amigas, correspondencia entre Hannah
Arendt y Marty McCarthy 1949 y 1945; y el libro casual en el escaparate
Hannah Arendt, de Elisabeth Young Bruehl, una completísima biografía
editada en castellano, en 1993, por la Diputació Provincial de
Valencia bajo el sello Alfons El Magnànim.
La comprensión
"Porque la misma Historia es destruída y su comprensibilidad
-que se basa en el hecho de que es realizada por hombres y, por lo tanto,
puede ser comprendida por los hombres- se encuentra en peligro siempre
que los hechos ya no sean considerados como parte del mundo pasado y del
actual y sean mal empleados para demostrar esta o aquella opinión",
escribe Arendt en el primer capítulo de la primera de las tres
partes de Los orígenes del totalitarismo: "Antisemitismo".
Es evidente la primera formulación de Arendt: los hombres construyen
su propia historia (efectivamente: no hay otra especie en este planeta
cuya influencia sobre nuestra historia podamos probar). Pero no hay ninguna
evidencia de su segundo postulado: nada prueba que el hecho de que los
hombres construyan su propia historia traiga como consecuencia la inevitabilidad
de su comprensión. Podemos estudiarla, abordar la Historia, es
cierto, con el optimismo de la voluntad; pero es imperativo el pesimismo
de la inteligencia para aceptar que todos nuestros desvelos pueden conducirnos,
no obstante, al callejón sin salida de la ignorancia. Que podemos
terminar de leer los tres tomos de Los orígenes del totalitarismo,
de Hannah Arendt, y aún no tener la menor idea de por qué
las personas se comportan como se comportan. Que el comportamiento humano,
en algunos casos, es un caos tan difícil de aprehender para los
hombres como lo es el caos del universo, en cuya hechura no han tenido
la menor responsabilidad.
Entre estos dos enunciados gigantescos se encuentran las virtudes y las
fallas de la no menos enorme obra de esta brillante pensadora e historiadora:
la convicción de que la historia es hecha por las decisiones y
acciones humanas, de la cual se deduce el sostenido rigor y un monumental
recorrido histórico, y la intención -no siempre triunfante-
de defender a ultranza los hechos objetivos y reales contra toda lectura
ideológica deformadora de la Historia. Y, por otra parte, una ansiedad,
que supera la idea de esfuerzo, por extender los límites de lo
comprensible, llevándola a contradicciones entre sus teorías
y el sentido común que ella misma propone. Como si un esfuerzo
exagerado por extender el dominio de la lógica le provocara una
hernia teórica.
En algunos de sus apuntes, este esfuerzo -que buscando la razón
supera la razón- se debe a una preocupación moral: Arendt
sospecha que si no podemos comprender los motivos de los criminales, tampoco
podremos juzgarlos. Si sus actos son incomprensibles para la humanidad,
¿cómo podrán los jueces humanos juzgarlos?
Y aquí queda atrapada en su actitud equívoca respecto a
reconocer un trasfondo misterioso como telón de fondo de las comprobables
y materiales acciones humanas; de lo contrario, podría aceptar
que podemos distinguir el Bien y el Mal sin que necesariamente podamos
explicar racionalmente de qué educación o de qué
circunstancia concreta nos deviene este conocimiento.
Los creyentes posiblemente podrán citar a Dios como fuente última
de aquellos hechos que, aunque protagonizados por hombres, no pueden ser
comprendidos por los hombres. Los laicos agnósticos podrán
resguardarse en una misterio metafísico: puedo juzgar las cosas,
pero no siempre comprender por qué ocurren. Hannah Arendt no busca
refugio: se lanza a explicarlo todo; y esa acción conmovedora,
esa intención poderosa, aunque por momentos ingenua o fútil,
merece el aplauso de la lectura.
Arendt quiere encontrarle una lógica a Eichmann, que no la tiene;
entonces la construye. Quiere encontrarle una lógica al antisemitismo,
que no la tiene. La racionalidad, para ser consecuente, está obligada
a aceptar sus propios límites.
Hannah Arendt parece tener, por momentos, la superstición de que
todos los hechos tienen una lógica propia o una razón oculta
finalmente accesible a los hombres; de que ningún hecho es un puro
misterio, o de que ningún comportamiento cotidiano puede estar
basado en un completo caos causal. Aunque nos explicará, con no
menor pericia, que el totalitarismo, entre otras cosas, consiste precisamente
en eso: en inventar una lógica falsa para enfrentar al real caos
de la vida.
Sin nombres
"Los nazis estaban convencidos de que en nuestro tiempo el hacer
el mal posee una morbosa fuerza de atracción. Las afirmaciones
bolcheviques, dentro y fuera de Rusia, de que no reconocían las
normas morales ordinarias se convirtieron en el eje de la propaganda comunista,
y la experiencia ha demostrado una y otra vez que el valor de la propaganda
de hechos canallescos y el desprecio general por las normas morales es
independiente del simple interés propio, supuestamente el más
poderoso factor psicológico en política".
Además de encomiable y clarificante, y quizás el corazón
de todo su grueso volumen sobre los totalitarismos, este párrafo
tiene la virtud de haber sido publicado por la autora en una fecha tan
temprana como 1951, en Los orígenes del totalitarismo, mientras
que en el resto del siglo xx la lectura exclusivamente materialista -y
la percepción de la búsqueda del beneficio material propio
como motor fundamental de los sucesos políticos o sociales- de
la Historia ha tenido una preeminencia hegemónica entre los historiadores
y analistas.
A partir de este corazón teórico, Arendt deshoja los dos
únicos ejemplos de "totalitarismo" acaecidos, no en el
siglo xx sino en la historia de la humanidad: el nazismo y el estalinismo.
(Debemos hacer la salvedad, ya en los primeros años del siglo xxi,
de que aún no han aparecido científicos sociales que puedan
categorizar los nuevos totalitarismos triunfantes, como el régimen
fundamentalista iraní o los talibanes de Afganistán).
Aquí, nuevamente, a la hora de reseñar hechos y deducir
de ellos pequeñas certezas teóricas, Arendt resulta a veces
infalible y muchas veces brillante. Pero cuando quiere trazar una cosmogonía,
una lógica global por la cual siempre reconoceremos, de ahora en
más, los totalitarismos, fracasa. Logra explicarnos qué
sucedió y por qué podemos llamar totalitarismo a lo ya sucedido;
pero no logra generar una epistemología del totalitarismo que nos
permita definirlo, a futuro, del mismo modo que hoy podemos definir, por
ejemplo, qué es una democracia o qué es una dictadura (con
todas las complejidades del caso).
Pero si uno desea saber cuáles fueron los objetivos del nazismo,
cuál fue su método para dominar por medio del terror, cómo
logró, empíricamente, construir Hitler su imperio de muerte,
el de Hannah Arendt es un libro fundamental. Pocos como este libro nos
describirán el modo en que el totalitarismo no se basaba en una
serie de leyes sino en su completa ausencia, y el reemplazo de ellas por
el terror y la arbitrariedad. No por la convicción en un pensamiento
errado, sino por la eliminación total de cualquier convicción
personal. Un líder supremo que nos hace jugar un juego del cual
sólo él conoce las reglas: y en realidad no las conoce,
las inventa a su arbitrio según le plazca. Pocos como este libro
nos revelarán la imbecilidad última -sorprendente, pasmosa-
de los líderes totalitarios y sus seguidores.
Resulta refrescante, también, que Arendt haya tenido la valentía
para escribir, dentro del ambiente progresista en el que se movía,
semejante crítica devastadora de Stalin. Y su información
acerca de ese gigantesco Gulag que fue la Unión Soviética
y su reconstrucción de cómo llegó Stalin a convertirse
en uno de los más grandes asesinos impunes de nuestro siglo, son
una fuente de consulta invalorable. Pero tampoco aquí sus intentos
por explicar en una misma horma al estalinismo y al nazismo llegan siempre
a buen puerto. El armisticio entre Hitler y Stalin, el hecho de que ambos
hayan sido asesinos y líderes de masas, no alcanza para explicar
con un mismo rasero ambas pesadillas: en el mismo recorrido histórico
de Arendt uno descubre la suficiente cantidad de diferencias ontológicas
entre los dos regímenes como para, al menos desde la perspectiva
de las ciencias sociales, no poder explicar a los dos con una misma clasificación.
Heidegger desencadenado
El estupendo libro de Elzbieta Ettinger, Hannah Arendt y Martin Heidegger,
resulta imprescindible para comprender algunos de los enfoques de Arendt.
Ya no caben dudas de que Heidegger era un nazi. Bastaría, para
afirmarlo, con su ficha de afiliación al partido. Pero también
fue rector de la Universidad de Friburgo colocado por los nazis, y dio
un discurso pro nazi de aceptación del cargo, y directamente echaba
a los judíos de su universidad, o los denunciaba ante sus superiores.
Arendt, luego de intimar sexualmente con él a los dieciocho años,
y después del breve intermezzo de la guerra -en el que no pudieron
relacionarse porque a Heidegger le tocaba ser nazi y a Arendt una judía
que debía exiliarse porque si no, la mataban-, mantuvieron un romance
que duró hasta la muerte de Arendt, en 1975. No se trata sólo
de la permanencia de un romance en el que la capacidad de auto-odio de
Arendt resulta insoportable, sino de que esta perversión la llevó
a atentar contra un tesoro que ella perseguía e intentaba cuidar:
la verdad histórica.
No sólo perdió su verosimilitud en el homenaje que le escribió
a Heidegger cuando éste cumplió ochenta años -exculpándolo,
rindiéndole tributo- también intoxicó la sinceridad
de Los orígenes del totalitarismo, cuando escribió, en primer
lugar: "Sería temerario tratar de disminuir la importancia
de la terrible lista de hombres preclaros a los que el totalitarismo puede
contar entre sus simpatizantes, compañeros de viaje y miembros
inscritos del partido, atribuyéndolo a extravagancias artísticas
o a una ingenuidad profesoral".
Para luego contradecirse penosamente, en un párrafo que parece
especialmente concebido para disculpar a su profesor nazi, Martin Heiddegger,
sólo veinte páginas después:
"Por otra parte, para ser completamente justos con aquellos miembros
de la elite que, en un momento u otro, se han dejado seducir por los movimientos
totalitarios y que a veces, en razón de su capacidad intelectual,
han llegado a ser incluso acusados de haber inspirado el totalitarismo,
es preciso declarar que lo que estos hombres desesperados del siglo xx
hicieron o no hicieron no tuvo influencia alguna en ningún totalitarismo,
aunque desempeñó cierto papel en los primeros y desafortunados
intentos de los movimientos totalitarios por obligar al mundo exterior
a tomar en serio sus doctrinas".
Lo más lamentable, tal vez, del párrafo, es el mote de "hombres
desesperados" para referirse a quienes, gozosamente y sin ninguna
desesperación, asumieron cargos jerárquicos gracias al régimen
nazi.
Sus conflictos con su propia condición como judía, mencionados
en este libro, podrían aclarar levemente, al menos, por qué
Arendt, no citó en ninguna parte de sus estudios sobre el totalitarismo
ni en sus reportes sobre el juicio a Eichmann los más importantes
ejemplos de resistencia judía contra el nazismo, como por ejemplo
la rebelión del gueto de Varsovia. Puesto que Arendt acentúa
las situaciones en que diversos judíos, por ceguera u obediencia,
a lo largo de los siglos, según ella, no reaccionaron ante un destino
fatídico, no se entiende por qué no hace la menor mención
a un hecho de resistencia -la rebelión del gueto- que destaca precisamente
por su durabilidad frente a la fácil caída de muchos países
europeos. Y si se encarga de destacar cómo los Consejos judíos
cumplían las órdenes nazis, no hace otro tanto con los ejemplos
de resistencia doméstica judía, de las redes educativas,
del mantenimiento de vínculos humanos en medio del terror.
Tal vez los conflictos que anidaban en el alma de Arendt, graficados en
su inefable relación con el nazi Heidegger, puedan aclarar un poco
el por qué de este desbalance.
Eichmann en Jerusalén
Fue su intención de retorcer la razón hasta explicar lo
irracional lo que la puso en problemas con tantos lectores y medios periodísticos
cuando publicó su conflictivo libro de reportes sobre el juicio
a Eichmann en Jerusalén, en los primeros años sesenta. En
el intercambio de cartas con la escritora Mary McCarthy queda muy bien
reseñada la polémica de aquel entonces, y el impacto de
la misma sobre Arendt y sus amistades. McCarthy se escandaliza por cómo
tratan los medios a su amiga, especialmente el Nouvel Observator, que
tituló la nota al respecto preguntándose acerca de Arendt:
"¿Es ella nazi?".
Nada hay en el libro que permita una pregunta semejante.
En un libro con algunos pensamientos brillantes, y un recorrido histórico
necesario por el genocidio en Europa -siguiendo la labor genocida de Eichmann-,
Arendt tropieza con su soberbia en dos de sus principales enfoques del
caso: 1) una sarcástica consideración general sobre el rol
jugado por Ben Gurión, por entonces Primer Ministro de Israel;
2) la declamación, demostrada con detalles puntillosos, de que
ella conoce la lógica interna de Eichmann; de que puede demostrar
que actuó con la misma falta de sensibilidad en el cumplimiento
de su tarea que un fabricante de zapatos no demasiado entusiasmado con
su oficio, y que no tenía, en verdad, un deseo sádico de
realizar el Mal.
Comencemos por la segunda afirmación, que es por lo menos temeraria.
Para asentar su posición, entre otros muchos ejemplos, Arendt sostiene
que, durante el juicio, "no fue la acusación de haber enviado
a millones de seres humanos a la muerte lo que verdaderamente le conmovió,
sino la acusación (desechada por el tribunal) contenida en la declaración
de un testigo, según la cual Eichmann había matado a palos
a un muchacho judío". Luego Arendt agrega que Eichmann debió
sentirse aliviado cuando dejaron de matar a los judíos a tiros
para pasar a exterminarlos en masa en las cámaras de gas, el mismo
método que se utilizó al comienzo del nazismo para matar
a "los verdaderos alemanes", por algún motivo débiles
mentales, "merecedores" de la "eutanasia". Arendt
llega a esta conclusión luego de auto-convencerse de que Eichmann
estaba en paz consigo mismo puesto que consideraba "bueno" cumplir
con la ley: no especialmente asesinar, sino cumplir con la ley; y si la
ley ordenaba asesinar, pues sería bueno asesinar. De modo que se
sentiría aliviado al poder cumplir con la ley provocando el menor
sufrimiento posible.
Pero Arendt entra con su suposición en un callejón sin salida:
si Eichmann conocía la diferencia entre morir dolorosamente -morir
a tiros-, y morir -según esta suposición de una suposición,
indoloramente, en la cámara de gas-. ¿por qué no
podía continuar diferenciando la ley humana "no matarás"
de la ley asesina del Reich? ¿Y si la Ley del Reich, en lugar de
matar hubiera sido, específicamente, matar con dolor? ¿Eichmann
habría perdido mágicamente esta capacidad de discernimiento
entre "muerte indolora" y "muerte con sufrimiento"
que Arendt le supone? Por otra parte, ¿de dónde deduce Arendt
que Eichmann supone que la muerte en las cámaras de gas resultaba
en menos sufrimiento para los que por ley debían morir? ¿Cree
que Eichmann desconocía que eran apelotonados en vagones de tal
modo que algunos morían por el aplastamiento, por la falta de aire,
la sed, o por la simple razón de que era un sufrimiento que no
les resultaba soportable? ¿Cree que Eichmann desconocía
que las madres que veían morir a sus hijos o hijos a padres, sufrían
de un modo no cualificable, no comprensible, y no comparable, igual o
peor que la muerte a tiros? Arendt misma confirma que Eichmann conocía
las condiciones de los campos de concentración. Entonces, ¿qué
alivio?
La suposición de Arendt respecto al "alivio" de Eichmann
es totalmente arbitraria, carece por completo de asidero lógico.
Todo parece indicar que ni ella ni nadie puede llegar a aseverar con cierta
racionalidad qué ocurría dentro del cerebro de Eichmann.
Cuál era su lógica. Todo parece indicar que debemos resignarnos
y conformarnos con la única convicción certera que tenemos,
mencionarlo según sus actos: participó jerárquica
y materialmente de la ejecución de un genocidio y de la tortura
de quienes asesinó, es un genocida y un torturador.
Arendt ni siquiera se pregunta acerca de la naturaleza de Eichmann, la
asevera. Y no está aseverando un hecho histórico, está
aseverando una suposición: cómo funcionaba internamente
Eichmann, cómo funcionaba su alma, su conciencia o su intelecto.
Enfrentada a un enigma sin otra solución que la acción -capturar
a Eichmann y neutralizarlo para siempre-, Arendt realiza una serie de
parábolas teóricas para cumplir con una función ímproba:
explicar como sea lo inexplicable. Y cuando lo inexplicable son los crímenes
más terribles realizados nunca por un conjunto de hombres, las
explicaciones arbitrarias resultan terriblemente irritantes.
El primer error de enfoque está vinculado al segundo y consiste
en que desde las primeras líneas de su libro Arendt critica la
conducción política de Ben Gurión sobre todo el asunto
del juicio. Arendt diferencia a los jueces, en quienes ella ve expresada
la verdadera justicia e imparcialidad, de Ben Gurión y los fiscales,
quienes, según ella, tienen mayores intereses políticos
que legales. Cita al mismo Ben Gurión cuando éste declaraba
que el juicio de Eichmann serviría para educar a los jóvenes
judíos de todo el mundo y se queja, Arendt, de que ése no
puede ser el motivo de un juicio. En estos momentos, la sofisticación
de Arendt es insoportable. El mínimo sentido común nos indica
que un gobernante, luego de encontrar a uno de los peores asesinos de
su pueblo, en lugar de mandar matarlo discretamente en un callejón,
arriesgó la posición diplomática de su país
-posición que Israel necesitaba como el agua-, arriesgó
la vida de sus mejores hombres de inteligencia, y arriesgó su propia
tranquilidad como gobernante, a cambio de brindarle a uno de los peores
asesinos de la historia humana un juicio justo. Pero para Arendt, la acción
de Ben Gurión no merece más comentario que la de un político
intentando hacer política en el momento inadecuado, en lugar de
dedicarse exclusivamente a la justicia. Tampoco aquí se entiende
bien el sentido de la crítica: la obligación de un primer
ministro no es emitir o no declaraciones políticas respecto a un
juicio legal, sino no interferir con el poder judicial. Y, por el relato
de Arendt, una completa apología de la independencia de los jueces,
se desprende que el principio de división de poderes funcionó
razonablemente bien. Nuevamente aquí, en busca de su idea de justicia,
una justicia ideal que ella se explica a sí misma perfectamente,
Arendt prorrumpe en una serie de dislates: que hubiera sido legalmente
igual o más coherente matarlo en la calle en un asesinato reivindicativo
o que, para que el juicio fuera enteramente válido, debería
juzgarlo un tribunal internacional (inexistente). ¿Tan difícil
le resulta a Arendt comprender que han atrapado a uno de los ejecutores
del genocidio, que le han permitido defenderse y que de todas las imperfectas
alternativas ante lo incomprensible ésta es quizás la menos
mala? ¿Tan lejos la lleva su soberbia por cerrar su círculo
teórico?
Si frente a sus críticas al juicio Arendt se hubiera preguntado
-en una paráfrasis del pensamiento kantiano- ¿podrían
mis críticas, de ser aplicadas, mejorar la situación de
las personas?, la respuesta hubiese sido un rotundo No. Especular con
la formación de un tribunal internacional habría simplemente
demorado el juicio y acercado a Eichmann a la posibilidad de continuar
impune. Lamentablemente, más que la pregunta de si hubiera sido
mejor que fuera juzgado por un tribunal internacional, subyace el alivio
de que Eichmann no haya quedado libre para poder ser votado en aquellos
países que aún permiten entre sus candidatos a primeros
ministros a nazis declarados (y los votan).
Arendt dice en un momento de su prólogo a Los orígenes del
totalitarismo que "la convicción de que todo lo que sucede
en la Tierra debe ser comprensible para el Hombre puede conducir a interpretar
la Historia como una sucesión de lugares comunes".
En realidad, puede pasar algo más grave: puede que la obsesión
por explicarlo todo no nos lleve a lugares comunes sino a completos sin
sentidos, en la porfía por ponerle nombres a lo que no sabemos
nombrar, y que con disparates teóricos oscurezcamos aquellas convicciones
racionales a las que sí habíamos logrado llegar.
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Marcelo Birmajer (Buenos Aires,
1966) es escritor. Ha publicado entre otros libros Tres mosqueteros
(2001), Historias de hombres casados (Alfaguara, 2000) y Nuevas
historias de hombres casados (Alfaguara, 2002). |
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