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febrero
2005
Nº 122

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Foco Lateral
Naufragio
JORDI CARRIÓN
A juzgar por la lectura de Cabo Trafalgar, Arturo Pérez-Reverte se cree
más allá del bien, del mal y de las convenciones literarias. Según se
informa en la contraportada, el libro es un encargo: "En vísperas del
bicenterario de la batalla de Trafalgar (21 de octubre de 1805), Alfaguara
pidió a Arturo Pérez-Reverte un relato sobre su particular visión del
combate naval más famoso de la historia". Sin duda el resultado fue particular.
De las muchas facetas de esa particularidad que podrían comentarse de
la novela voy a centrarme en tres: la técnica, la ideológica y la documental.
Técnicamente el relato se basa en el uso constante del
estilo indirecto libre. El narrador es omnisciente y se pasea como Pedro
por su casa por las conciencias de los personajes y por los barcos en
que navegan. Y opta por un registro coloquial para la descripción de mentalidades
y situaciones: "Pero no hacen maldita falta las banderas ni las señales
ni la madre que las parió", "se dirigen a sotavento, tan panchos", "menudo
cachondeo de patria", "compi". Como se puede observar, no existe una voluntad
de reproducir registros propios de la época histórica retratada, sino
que se opta por expresiones que, aunque en algunos casos pudieran existir
a principios del siglo xix, son sobre todo propias de nuestros días. Para
ser sincero, a medida que avanzaba mi lectura de la novela, esperaba que
se me revelara la identidad de un narrador que justificara esa forma de
contar. Un fantasma, pensaba yo, que observa la acción desde un futuro
que es nuestro presente; un novelista que descubre viejos manuscritos
de un antepasado y decide reconstruir los hechos, como testigo indirecto,
en clave de actualización. Pero ninguno de esos mecanismos, más o menos
habituales en los géneros que Pérez-Reverte cultiva, aparece en Cabo Trafalgar.
Y esa ausencia complica técnicamente la comprensión del artefacto literario
que al fin y al cabo es la novela. Porque resulta que a quien más se parece
ese narrador omnisciente que usa y abusa del estilo indirecto libre es
al ser humano histórico llamado Pérez-Reverte. O al menos a la manera
en que esa persona se expresa en las entrevistas que concede y en los
artículos de prensa que publica. Se diría que su voz pública, por tanto,
no distingue ámbitos de expresión. Ese hecho, que puede no ser problemático
cuando se trata de leer productos periodísticos, sí lo es en cambio cuando
lo que leemos quiere ser literatura.
Las convenciones literarias, como la verosimilitud del
relato histórico, según el inventor del capitán Alatriste, están para
saltárselas. Por eso un personaje de su última novela puede decir lo siguiente:
"-Perdona, chaval, pero no hablo catalán. ¿Do yu spikin spanish?". Es
tal el margen de licencia que se toma el autor que de pronto el lector
tropieza con lo siguiente: "cantan 'La Traviata' (cosa singular, por otra
parte, ya que a estas alturas 'La Traviata' todavía no la ha compuesto
nadie)". Si se trata de humor, no lo comparto; pero creo que se trata
más bien de un problema de adecuación: el narrador se siente tan libre
que no puede evitar caer en la desmesura.
Ideológicamente el autor deja claro que la corrección
política no es de su incumbencia. A los franceses los llama "franchutes"
o "gabachos"; a los ingleses, "perros". En un artículo titulado "Sobre
ingleses y perros" (recogido en un volumen cuyo título transparenta una
actitud pública que ha devenido intraliteraria: Con ánimo de ofender.
Artículos 1998-2001) Pérez-Reverte explica el porqué de su respeto a esos
"cabrones arrogantes", sobre todo como marinos, y de su desprecio a la
hipocresía británica y al modo como han subestimado o directamente insultado
a los españoles durante siglos, eso sí, dejando claro que no hay motivos
patrióticos en todo ello, porque la patria "me importa un huevo de pato".
La corrección política no es asunto suyo, de acuerdo, pero quizá habría
que dirigir la pregunta hacia la ética. Seguramente España entera, su
masivo público lector, no saldría demasiado bien parada de semejante pregunta.
En algunos momentos, en que las descripciones del trajín
de un barco son muy eficaces, recordé que Pérez-Reverte es lector de Melville
y de la tradición anglosajona que hizo del mar su matriz narrativa. El
modo como logra que el lector visualice esas escenas está a veces al nivel
del conseguido por el director Peter Weir en Master and Commander, basada
en la obra de Patrick O'Brian. Pero esa calidad es escasa e intermitente,
pese a que la investigación que hay detrás de la novela permitiría sostenerla.
El problema es que tal volumen de documentación es desperdiciada en aras
de lograr, por un lado, la espectacularidad hollywoodiense (la escena
final es la carrera entre bombas de un marinero que trata de colgar un
trapo agujereado -la bandera española- en lo alto de mástil; la novela
termina con el aplauso de los ingleses cuando el español logra su objetivo);
y por otro lado, un nivel de prosa que, pese a los tecnicismos, sea entendida
por un lector medio y, por tanto, más acostumbrado a leer imágenes que
palabras. A este respecto es muy ilustrativo el uso que hace Pérez-Reverte
de las onomatopeyas: "una bala de cañón pasa haciendo raaaaca", "Craaaac.
Cuando el mastelero de juanete mayor se va a tomar por saco".
Algún día debería estudiarse el peculiar proceso de canonización
del que ha sido objeto Arturo Pérez-Reverte y qué rol ha desempeñado en
él la editorial Alfaguara, algún crítico de Babelia y el Grupo Prisa al
completo. Evidentemente, la R.A.E. no saldrá indemne de esas pesquisas.
Porque tiene en su seno a un escritor que no está trabajando con rigor
el idioma ni su tradición literaria y que, además, no apuesta por la cultura.
En el mismo libro que he citado anteriormente hay un artículo ("Francotiradores
culturales") en que Pérez-Reverte brinda una interesante definición de
cultura de verdad: "la que mira hacia adelante apoyándose en lo de atrás,
eslabón de una cadena magistral hecha de siglos, que transmite y genera,
afinando el intelecto". Según esa definición, Cabo Trafalgar no es cultura.
Cabo Trafalgar,
Arturo Pérez-Reverte,
Alfaguara, Madrid, 2004,
256 págs., 17,50 €
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