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febrero
2005
Nº 122

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Literatura
Juan Villoro
Paisaje del post-apocalipsis
MIHÁLY DÉS
Juan Villoro es una de las
voces más singulares de la literatura contemporánea en Hispanoamérica.
Conocido por sus extraordinarias crónicas y sorprendentes ensayos críticos,
su último libro, El testigo, premio Anagrama de novela 2004, es una invitación
a descubrir su narrativa de ficción. Éste es un exhaustivo análisis del
conjunto de su obra.
El principal signo de distinción de la narrativa hispanoamericana
que surgió después del boom es que carece de signo de distinción principal.
Al menos en lo que a corrientes literarias dominantes se refiere. No hay
en el horizonte nada parecido a las tiranías del Romanticismo, l´art pour
l´art, el realismo social o la novela psicológica. Si descontamos los
derivados del realismo mágico, bien sea en su variante ecologista (como
es el caso de Luis Sepúlveda), bien sea en clave de novela rosa (como
Isabel Allende, Laura Esquivel, entre otras),casi el único movimiento
literario que se detecta en la actual narrativa hispanoamericana es el
así llamado grupo crack, que muy característicamente, más que una poética,
representa una operación de marketing para promocionar un puñado sumamente
desigual de jóvenes escritores mexicanos.
En ese panorama variado, pero también disperso y amorfo,
lleno de brillantes fracasos y éxitos patéticos, de aciertos de un solo
libro y la sorda promesa de las variantes del mismo, de experimentos formales
y genéricos, de desafíos lingüísticos y coqueterías culteranas, de populismos
literarios y literaturas pop, de reconocimientos histéricos y ninguneos
ominosos es donde hay que situar el peculiar arte combinatorio del mexicano
Juan Villoro (1956), quien, desde el precoz comienzo de su trayectoria
a mediados de los setenta se ha distinguido como una de las voces más
originales, esperanzadoras y memorables de la nueva narrativa de su país.
La promesa de sus pinitos literarios se ha cumplido con creces y, a lo
largo de la última década del siglo pasado, Villoro se ha afianzado como
uno de los autores hispanoamericanos contemporáneos más importantes, que
se distingue incluso entre los mejores por su excepcional ingenio, su
eficacia y originalidad al combinar diferentes géneros y por su gran capacidad
de seducción.
Sobre el abismo que se abrió entre la prosa moderna y
lo que debería ser su público se ha intentado construir puentes de muy
diversas arquitecturas. Las que más sólidas llegaron a resultar fueron
aquellas que utilizaban técnicas, tonos o tramas de los subgéneros (novela
policiaca, novela de aventuras…) y las que recurrían a las más antiguas
formas narrativas: la narración oral, el cuento popular, la epopeya o,
incluso, la gran novela realista decimonónica.
La primera vía supone estar peligrosamente expuesto a
las reglas de esos géneros menores y terminar escribiendo una mera novela
de suspense (como la mayoría de las veces el colombiano Santiago Gamboa,
por ejemplo) o, lo que es mucho peor, una novela de género malograda por
un exceso de ambición literaria. Luego existe el uso paródico de los subgéneros
(desde Manuel Puig hasta Ricardo Piglia), que no corresponde sólo a estrategias
narrativas especiales sino también a la naturaleza del escritor. El arte
no es sólo cuestión de talentos sino también de temperamentos.
La segunda vía (la vuelta a los orígenes), demasiado transitada
por los narradores del boom, resulta vedada a cualquier autor hispanoamericano
con un mínimo sentido del ridículo. Las posibilidades quedan, pues, limitadísimas
para todo escritor que insista en cuadricular el círculo e intentar -dentro
de la decencia literaria- gustar a alguien más que no sean sus familiares
y algún sector de los lectores profesionales. Pero precisamente en esa
cuadratura del círculo puede nacer una prosa interesante y novedosa. Y
precisamente en esa difícil franja se mueve este autor mexicano.
Juan Villoro, nacido en 1956 en el Distrito Federal -la
ciudad más poblada e inconcebible del mundo- pertenece a una generación
bastante distanciada de los de-safíos literarios de los escritores de
los años cincuenta y sesenta: de la ambición de novelar los grandes conflictos
sociopolíticos del continente. En cambio, como muchos intelectuales de
su edad, padece la fascinación por la cultura popular: la música rock,
las tiras de cómic, los deportes de masas… Pero esa fascinación no se
agota en un juego paródico y/o metacultural, como en el caso del argentino
Rodrigo Fresán, ni tampoco llega a inspirarle un modelo literario. Para
Villoro la cultura pop no es un programa, sino un paisaje; el medio ambiente
en que se mueve con la misma naturalidad que Balzac, Tolstói o Proust
en sus respectivos salones. En cualquier caso no es la única ni la más
caudalosa fuente de la que se alimenta su prosa.
Como tantos en la época del escritor independiente pluriempleado,
Juan Villoro cultiva varios géneros: narrativa, crónica, guión cinemaográfico,
reportaje, ensayo y, at last but not least, ejerce, o al menos ejercía,
de traductor, oficio al que le dedicó un hermoso homenaje en el libro
de ensayos Efectos personales (2000). En este sentido poético, y no en
el laboral o biográfico, tiene un significado especial que sea traductor
de autores como el cínico y elegante Truman Capote o del sarcástico y
sagaz Lichtenberg.
A propósito de Lichtenberg, cabe recordar las vinculaciones
germánicas de Villoro. De niño, iba al colegio alemán (se recomienda leer
al respecto "Iguanas y dinosaurios. América Latina como utopía del atraso",
aparecido también en Efectos personales). De joven, trabajó como diplomático,
que es la profesión más cercana a la de espía (que a su vez es la ocupación
más cercana a la de escritor), nada menos que en Berlín Oriental, en aquel
entonces capital del espionaje. Ese lazo con lo alemán le crea otro vínculo,
más íntimo, con Europa Central, la cultura del K.und K. (la Cacania de
Musil), la sensibilidad mitteleuropea, que no es sino una manera sabiamente
escéptica de ver las cosas, un nihilismo vitalista, una percepción grotesca
y a la vez festiva de los milagros y horrores del mundo. O sea, un vínculo
que mejora considerablemente las posibilidades de ser un perfecto mexicano.
Si el humor es una categoría principal en las letras centroeuropeas,
no lo es en las hispánicas, con la honrosa excepción de la socarronería
de García Márquez, la sutil ironía de Borges, la malicia de Cela o, en
la generación de Villoro, el humor neurótico del argentino Mauricio Birmajer.
Pero Birmajer es un humorista, y Villoro, un aforista metido a narrador.
Su humor no nace de situaciones más o menos chistosas, ni tampoco de personajes
cómicos cuyas tribulaciones ya de por sí provocan la carcajada del lector
(bueno, un poco sí), sino de una mirada particular, que, cual un espejo
cóncavo o una caricatura, devuelve una imagen a la vez deforme y altamente
fiel y, sobre todo, esencial. Todo bajo la penetrante pero también gozosa
mirada de Villoro se vuelve grotesco -casi siempre divertido y a menudo
siniestro- que, tal como quería Kayser, el gran estudioso del fenómeno
de lo grotesco, se vuelve en estructura de su prosa.
Por otra parte, Villoro es un aforista extraordinariamente
agudo que hubiera sido digno protagonista de los más competitivos salones
parisinos del Ancien Régime. Si no fuera por su formación germánica, y
sobre todo, por el malicioso Lichtenberg, podríamos acusarle de afrancesado
aventajado. No hay en las letras contemporáneas escritas en castellano
nadie tan dotado para la frase feliz, la formulación axiomática, el resumen
analítico. Ese don, unido a su peculiar sentido del humor grotesco, está
en el núcleo de todos sus escritos. Por eso tiene importancia que Villoro
transite varios géneros. Por eso es que trabaja narrativamente los géneros
de no ficción y que sus novelas necesitan un raisonneur, un narrador que
está reflexionando sobre lo que le sucede o lo que sucede a su alrededor.
¿Cuál es el resultado de semejante combinación? Sus crónicas
o reportajes -mezcla feliz de una ágil estructura narrativa, virtudes
periodísticas y brillantez dialéctica- no tienen parangón en castellano.
Ni siquiera las estrellas del new journalism tienen la agilidad y el donaire
de Villoro, con la excepción del mejor Capote cronista, el de Música para
camaleones. En lo que a sus ensayos se refiere, nadie ha dignificado el
género con tanta agudeza y gracia como él. A Juan Villoro le debe el lector
hispánico el grato descubrimiento de que un análisis literario o una semblanza
puedan ser tan apasionantes como un relato y tan divertidos como una anécdota.
También sus ensayos están construidos narrativamente, y el ritmo, la sorpresa,
la dialéctica de los contrastes e, incluso, la trama desempeñan un papel
primordial en ellos. Por lo general empieza con una frase que crea suspense
o, como mínimo, despierta la curiosidad, como puede comprobarse por este
botón de muestra de oraciones inaugurales, extraídos de ensayos aparecidos
en Efectos personales: "Para Italo Calvino la guerra empezó a los dieciséis
años, cuando aprendía a nadar en bicicleta"; o "Ningún escritor ha sido
tan consecuente con sus barbas como don Ramón María del Valle-Inclán";
o "El 6 de septiembre de 1951, en la borrasca alcohólica de la que sólo
salía cuando estaba drogado, William Seward Burroughs aceptó el desafío
de su esposa y probó su puntería a la manera de Guillermo Tell."
Pero no se crea que se trata de un mero recurso periodístico
para explotar las posibilidades anecdóticas de esas prometedoras aperturas,
cuya continuación, by the way, nunca defrauda las expectativas creadas.
El mismo tratamiento narrativo le da también a las ideas: "Augusto Monterroso
conoce tan a fondo los géneros canónicos que prefiere abordarlos como
parodia"; "Si para Borges la metafísica es una rama de la literatura fantástica,
para los escritores de habla alemana la literatura suele ser una forma
de la filosofía", para citar brillanteces de paso del referido volumen
de ensayos.
Por otra parte, su obra de ficción se compone de los
mismos elementos genéricos que el resto de su producción. Con otra finalidad
y distinta aplicación. En la mayoría de los casos, el papel ensayístico
-la voz de un autor extraordinariamente agudo y generosamente irónico-
está transferido al protagonista (que a su vez, suele ser el narrador
indirecto de las historias, aunque haya uno omnisciente también) que cumple
el mencionado rol de raisonneur. Es como si ni siquiera en su obra de
ficción el autor mexicano pudiera prescindir de la chispa, el genio analítico
y el don de la dialéctica que alimenta sus ensayos y crónicas. Pero no
se trata de un álter ego, sino de una función narrativa dentro del relato.
Ese protagonista-raisonneur de las novelas es siempre
un hombre melancólico, pasivo y algo blando frente a figuras paternales
duras y triunfantes. Él es el oftalmólogo más o menos anodino (pero también
muy observador) que se encuentra metido en una trama casi policiaca cuyos
hilos mueve su todopoderoso jefe en El disparo de argón (1991); él es
el gordito y ocioso (pero también muy sensible) hijo de un arquitecto
famoso, ligón y corrupto en Materia dispuesta (1996); él es el novio atrapado
en el espejismo amoroso de unas hermanas gemelas -el germánico juego de
dobles es un motivo recurrente en la obra del autor mexicano- en "La alcoba
dormida", del libro de cuentos La casa pierde (1998); y él es también
Juan Valdivieso, el escéptico y nostálgico intelectual mexicano que, después
de casi un cuarto de siglo, vuelve a su país en busca del tiempo perdido,
en la novela El testigo (2004).
La mirada de estos irónicos y atónitos protagonistas
hamletianos (o sea, inusualmente inteligentes y no inu-sualmente indecisos)
otorgan un tono especial al relato y su discurso es el que pilota la trama.
Sin embargo, su papel en el relato, su función narrativa va más allá que
eso. Una de las peculiaridades de la prosa de Juan Villoro es que (con
excepción, tal vez, de El testigo) maneja estructuras relativamente simples.
A diferencia de la mayoría de sus colegas contemporáneos, que tienen poco
que contar (por tanto, están rizando el rizo con acrobacias verbales y
tienden trampas estructurales en las que pocos lectores están dispuestos
a dejarse atrapar), Villoro tiene un exceso de material, una infinidad
de materia dispuesta, todo un aluvión de historias, ideas y asociaciones,
que serán organizados y convertidos en materia narrativa precisamente
por sus peculiares narradores-protagonistas. Son arte y parte. En sus
discursos, narración y reflexión se confunden. Sus discursos constituyen,
a la vez, el escéptico registro de sus erráticas vivencias y el lúcido
análisis de lo registrado: un ruinoso laberinto de lazos sentimentales,
o como lo define en El disparo de argón, "un mundo avasallante, donde
lo nuevo sólo dura unos minutos."
Pero hay algo más. Esas estructuras sólidas y simples,
esa superficie transparente y transitable permiten al autor crear unas
profundidades más complejas, desarrollar segundos significados y otros
planos narrativos. Por lo general, a la trama en la superficie le corresponde
una soterrada constelación alegórica. El hospital de ojos en El disparo
de argón es una representación del mundo y del poder, donde cada espacio
del edificio tiene un significado irónicamente simbólico. En Materia dispuesta
un concurso televisivo consiste en vivir en un escaparate de mueblería
a la vista de todo México (una premonición del Gran Hermano a la mexicana),
y toda la trama se teje alrededor de la exitosa obra arquitectónica nacionalista
del padre, basada en símbolos aztecas. En El testigo, las cuitas contemporáneas
del intelectual que vuelve a su patria es seguida, cual si fuera su sombra,
por una historia paralela: los misterios poéticos y biográficos del posmodernista
Ramón López Velarde, tal vez el mayor poeta mexicano de todos los tiempos.
¿Cómo se consigue esa multiplicidad de planos y riqueza de significados?
En ningún momento partiendo de ideas que se pretende novelar, como ocurriría
en una narración alegórica tradicional, cuya solemnidad es ajena al espíritu
de Villoro. Para empezar, toda simbología aparece en su obra vista desde
una óptica irónica y transmitida por la resignada y desilusionada voz
del comentador-protagonista. Y siempre como una sugerencia, una interpretación
posible, en absoluto indispensable para la lectura de la obra, pero alentada
por una realidad tan exagerada que no parece real, y en la que hasta los
nombres parecen bromas con sentido simbólico inverso.
Terminal Progreso se llama la desastrosa colonia donde vive el protagonista
de Materia dispuesta, y donde "incluso los brotes de modernidad adquirían
un aspecto agrario". En El disparo de argón los pasillos del hospital
llevan nombres de gases nobles: El Inactivo, El Oculto, El Emanado… Pero
todo esto viene como por añadidura. El papel de la referida arquitectura
nacionalista del padre en Materia dispuesta, por ejemplo, en principio
no es alegórico. En un primer plano, tiene importancia desde el punto
de vista del hijo, contador de la historia, que observa con disgusto,
pero también con algo de envidia, cómo su padre, una nulidad perezosa
en arquitectura, descubre un buen día el filón de lo nacional. Pero en
otro plano, casi periodístico, detrás de esas construcciones patrióticas
se revela toda una trama de corruptela en la que se dan, o mejor, se untan
la mano la inversión inmobiliaria y el politiqueo. A partir de ahí es
tan sólo cuestión de empatía ver o no ver una alegoría grotesca del México
actual en el provechoso uso de los sagrados ancestros aztecas y de la
aún más sagrada palabra Patria, en la capacidad del gobierno "para combinar
los valores nacionales con los ladrillos."
En El testigo, el cuadro es algo más ambiguo y complejo. Por una parte
no falta el trato irónico y escéptico de esa simbología (por ejemplo,
el Ítaca de esta novela, el mítico lugar del regreso, se llama Los Cominos),
pero como la fe es una de las cuestiones principales que trata la novela
(y con más unción que cinismo) la simbología, en este caso la católica,
tiene una relación más directa e íntima con la historia.
La representación de tantos mundos, planos y tramas requiere grandes espacios
novelescos. Pero Villoro nos ahorra los frescos sociales y urbanos, los
brochazos de la novela total y la prolijidad de la narración costumbrista.
Logra la condensación mediante un recurso que en un principio podría parecer
un derroche: el uso continuo de la frase feliz, el alarde de su don aforístico,
su compulsión de definir. Pero cuando el melancólico narrador de Materia
dispuesta presenta a su padre con el siguiente despliegue de ingenio,
en unas pocas líneas nos sitúa también en una época y, de paso, en su
propia historia edípica: "Mi padre se recibió de arquitecto en 1957, el
año de mi nacimiento. Entró a la década de los sesenta sin construir una
sola casa; pasaba horas consiguiendo amigas en cafés que llamaba existencialistas,
y usaba un suéter de cuello de tortuga negro que le daba el atractivo
aire de un cura recién decepcionado. […] Las mujeres existencialistas
fumaban mucho, decían pendejo, no para insultar, sino para darle ritmo
a la conversación, y repetían obsesivamente la palabra neurosis. Eran
de una edad movediza entre los 22 y los 35, aunque ninguna se veía mayor
que mamá (sus 28 años parecían responder a otro reloj)." El narrador de
El disparo de argón describe así a un colega, ahorrando trabajo hasta
al más meritorio biógrafo: "Lánder es uno de esos amigos que uno tiene
a pesar de sí mismos. Su carácter está más allá del psicoanálisis, la
meditación trascendental, el café sin cafeína, las pulseras iónicas que
le quiso vender Iniestra. No hay forma de materializarlo. Ni siquiera
su mujer, una sonorense de lumbre, de 1,75 de estatura, ha podido reclamar
grandes triunfos". En la novela anterior, así se resume una personalidad:
"Martín era el perfecto Segundo Lugar. Nadie como él para el triunfo matizado,
en cualquier categoría sería sublíder, empezando por su aspecto físico
y su extraña capacidad de parecerse a alguien. En un par de años, Martín
se asemejó al portero de Guadalajara, a un baladista romántico y al asesino
múltiple que sedujo a sus víctimas a sólo unas calles de distancia. El
hecho de que los tres modelos apenas se parecieran entre sí era otro de
los enigmas de la copia."
En El testigo, al tío Chacho, curioso ejemplar de unos patricios rurales,
"todo el mundo lo respetaba por su soberano desdén hacia las cosas concretas
y porque sabía alemán. Estudió en Austria algo incierto que básicamente
lo facultó para tener recuerdos del extranjero. Leía partituras de ópera
y pronunciaba tan bien en dialecto vienés que podía decir 'Guadalajara'
sin que se entendiera".
Se trata de obras en las que uno de los personajes "usa un honesto bisoñé
y, en los mejores días, una corbata con la torre Eiffel"; otro "tiene
la expresión fija de alguien hecho para trabajos fuertes y tragedias largas";
un tercero "más que un hombre convencional, es un extravagante atrapado
en las convenciones"; un cuarto "era incapaz de vivir una historia sin
percibirla como un éxito"; un quinto "sólo tenía ideas firmes en materia
de porcelanas y macramés", y un sexto tenía "la histérica vitalidad de
un anuncio de televisión"…
No sólo la especial capacidad de conceptualización, la chispa dialéctica,
está al servicio de la condensación. Villoro es también un gran observador
dotado de un oído finísimo. En la estrafalaria modernidad que reflejan
sus obras, la tortillería se llama tortilladora y la panadería panificadora,
"el tráfico está de pronóstico", y los hombres preocupados por el destino
de la patria describen a México como "una isla en el mar convulso de América
Latina". No es de sorprender, pues, que algún que otro personaje se sienta
conflictuado.
Las dos primeras novelas de Villoro, parte de la tercera, y varias de
sus cuentos se desarrollan en el Distrito Federal, en un paisaje desolador
en proceso de descomposición, un horizonte que se podría calificar de
apocalíptico si no fuera porque el autor señalase que "una de las características
centrales de la vida en México no es tanto el Apocalipsis, sino la noción
Post-Apocalipsis. La mayoría de los mexicanos, especialmente en la ciudad
de México, se sienten más allá de la tragedia. Son el resultado de algo
que ya ocurrió, un cataclismo impreciso que no podemos ver, pero no es
el anuncio de algo que va a suceder." Se puede decir, entonces, que Villoro
es una suerte de paisajista de ese mundo post-apocalíptico, y que hay
en él la misma fascinación por el horror que la que el ensayista polaco
Artur Sandauer le atribuye a Bruno Schulz. Nada casualmente, Schulz utiliza
una expresión que vale también para el mundo narrativo de Villoro: "la
bancarrota de la realidad". Reconforta saber que aún en la bancarrota
más post-apocalítica, habrá ahí algún libro de Villoro capaz de consolarnos
con la gozosa recreación de esa misma realidad desde la cual acabamos
de huir a leer.
El testigo
Quería el azar que el mismo año aparecieran dos novelas -ésta, y Una ventana
al Norte de Álvaro Pombo- con el trasfondo de la guerra cristera, episodio
oculto de la historia mexicana de principios del siglo xx. La coincidencia
de que dos escritores tan distintos se interesen por ese tema prueba que
la olvidada revolución católica contra la revolución atea tiene algún
mensaje para nosotros. Los enfoques no pueden ser más diferentes: Pombo
narra la vida de una fascinante mujer de la época, y en la novela de Villoro,
que transcurre en el presente, la guerra cristera tiene la presencia de
un fantasma que acecha por doquier al protagonista, de nombre Julio Valdivieso,
de profesión hispanista, con domicilio en París, y con los mismos 48 años
a cuestas que cuenta Villoro al publicar este libro, de los cuales la
mitad los ha vivido fuera de su país.
La novela empieza con el retorno de Julio a México, donde el pasado viene
a su encuentro con la misma urgencia avasalladora que el presente. En
este sentido, El testigo es como una novela rusa decimonónica: amigos,
parientes y desconocidos abordan al protagonista sin cesar, todos se confiesan
con él, y todos tienen montada una trama, que incluye también a Julio.
Un ex compañero de taller literario, por ejemplo, lo requiere como asesor
para una futura telenovela sobre los cristeros. Algo parecido le pide
otro ex tallerista, convertido ahora en una autoridad no sólo literaria.
Lo que acredita a Julio para esa consultoría no son sus conocimientos
históricos, sino los archivos de su familia, patricios de provincias perjudicados
por la Revolución y vinculados a los cristeros, y también a Ramón López
Velarde (1888-1921), para muchos el mayor poeta mexicano, cuya indiscutible
obra y discutida personalidad está en el punto de mira de varios de los
personajes, entre ellos el mismo Julio. A él le aguarda otra sombra también:
su prima carnal y el amor de su vida, ahora muerta, con la que iba a escapar
a Europa…
El mito de Ulises, que tiene aquí una lectura inversa -lo que importa
no es el viaje, sino lo que ocurre tras la llegada a Ítaca- es tan sólo
una de las referencias en esta novela, que son muchas. Por ejemplo, una
sobre México: su sórdido y fascinador presente, sus viejas heridas. Hay
un brillante componente ensayístico (las reflexiones sobre López Velarde
o la religión); la historia de una búsqueda: de una patria, una autenticidad,
el sentido…; una novela de humor (con una media de dos comentarios como
éste por página: "la crisis de un matrimonio va del momento en que tu
mujer empieza a fingir orgasmos al momento en que empieza a fingir dolores
de cabeza"); una saga familiar; un roman à clé; una novela generacional
sobre la prole perdida y podrida del dichoso taller literario; y una historia
de amor, y también de misterio. Este último elemento pertenece al registro
ruso de la novela, en la que termina produciéndose una especie de milagro
y, que en gran medida trata la fe.
Tanta complejidad tiene sus riesgos (de morosidad, por ejemplo), compensados
aquí por el vigor del corpus narrativo, la riqueza de personajes y anécdotas,
el suspense de las tramas más o menos poli-cíacas, y un despliegue de
ingenio aún mayor del que ya es lo usual en Villoro. Sus patrones al utilizar
sucesivamente conceptos como imágenes y aforismos, como metáforas -una
vez más-, traen a colación a Bruno Schulz y, confirman a Villoro como
un autor barroco o, más bien, un autor con un sistema narrativo barroco
y una sensibilidad manierista, en correspondencia con la sensación de
un mundo quebrado como el que transmite su obra.
Con El testigo, su novela más ambiciosa, madura y valiente, Villoro ha
abandonado el terreno seguro de sus logros anteriores para conquistar
espacios poco transitados por la narrativa contemporánea. Sin embargo,
uno de estos logros me parece problemático. Me refiero al sesgo religioso
de la obra, que culmina en una suerte de revelación. Si la literatura
clásica nace del conflicto con los dioses y sus reglas de juego, la moderna
surge de la ausencia, ora dolorosa, ora embriagadora, de esa presencia
real. Las recaídas de los Claudel tan sólo fueron modas efímeras. El mismo
Villoro acaba de demostrar en esta poderosa novela que la religión sigue
siendo un asunto central y fascinante, y que la literatura no es un acto
de fe.
Bibliografía
- El mariscal de campo (La máquina de escribir, México, 1978)
- La noche navegable (Joaquín Mortiz, México 1980)
- El cielo inferior (UAM-Iztapalapa, México, 1984)
- La alcoba dormida (Monte Ávila, Caracas, 1992)
- Albercas (Joaquín Mortiz, México, 1985)
- Tiempo transcurrido-Crónicas imaginarias (SEP/CREA/FCE, México, 1986)
- Palmeras de la brisa rápida: un viaje a Yucatán (Alianza, México, 1989)
- El disparo de argón (Alfaguara, México, 1991)
- Los once de la Tribu (Aguilar, México, 1995)
- Materia dispuesta (Alfaguara, México, 1996)
- La casa pierde (Alfagura, México, 1998)
- Efectos personales (Anagrama, 2001)
- El testigo (Anagrama, 2004)
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Mihály Dés (Hungría, 1950) es director de la
revista lateral.
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