nº 124
ABRIL 2005
 
 
Debates
 

Problemas logísticos de un filosemita
MIHÁLY DÉS

A partir de la reciente y accidentada publicación de un libro, y en la línea de un artículo anterior –“Antisemitismo postmoderno” (Lateral, nº 107)–, Mihály Dés apunta aquí algunas de las dificultades de orden práctico con las que puede toparse actualmente un filosemita.

En comparación con cualquier otro tiempo pretérito, la aceptación social de un sujeto filosemita ha mejorado considerablemente: su mortalidad, por ejemplo, se parece a la de sus conciudadanos y su integridad física sería la envidia de sus semejantes de otras épocas. Pero como uno está educado en el precepto de la infatigable mejora, me permito señalarles algunos puntos en que podríamos perfeccionarnos todavía más, con especial atención al referido campo logístico.
Pero, ¿por qué precisamente la logística? –podría preguntar algún lector. Hombre –le contestaría yo–, desde el punto de vista de lo que nos ha reunido aquí, la logística es un terreno sumamente significativo. Y voy a ponerles un ejemplo concreto, porque tampoco me van a creer si les digo eso de palabra de honor. Se trata de un libro publicado en Zaragoza recientemente, por tanto, en principio no hay ningún impedimento para corroborar mis afirmaciones. Digo en principio, porque a causa de los mentados problemas logísticos, a lo mejor les costará encontrar dicha publicación. Casi mejor, entonces, que les presente el libro.
Las historias auténticas siempre parten de un pecado original. En nuestro caso, éste hace su aparición ya en el mismo título: En defensa de Israel. Se trata de un volumen colectivo en el que diecinueve intelectuales españoles, catalanes y latinoamericanos (algunos de ellos judíos) se conjuran para cumplir con lo prometido en el título.
Así es, ya lo han pillado ustedes: ¿Qué se han creído ésos al tratar de defender un país del que hasta José Saramago abomina? Así que, tal como era de esperar, el proyecto no progresó. Ninguna editorial española estaba dispuesta a prestar su nombre a semejante fechoría, y eso que sus compiladores han insistido durante más de dos años hasta que el modesto pero temerario sello de Zaragoza, Libros Certeza, se ha terminado por apiadarse de ellos.
Lo curioso es que la mayoría de los autores (el mexicano Enrique Krauze, el uruguayo Roberto Blatt, los argentinos Marcos Aguinis, Horacio Vázquez Rial o Marcelo Birmajer, los españoles José Jiménez Lozano, Gabriel Albiac o Reyes Mate, los catalanes Valentí Puig, Joan B. Culla, Pilar Rahola o Vicenç Villatoro, entre otros) no sólo no tienen problema alguno para publicar individualmente, sino que sus editores los persiguen para sacarles un original y hasta les ofrecen contratos antes de que hayan escrito una línea.
Por supuesto, las tribulaciones logísticas no cesaron cuando por fin lograron publicarlo. Según me comentaron sus impulsores, ninguno de los lugares donde habitualmente se presentan libros en Madrid se prestó a tan desafiante acto. Finalmente, la presentación se hizo en un hotel madrileño, con el secretismo y las medidas de seguridad que corresponde a una conspiración judeomasónica.
De la distribución de este libro no puedo aportar datos, pero si una editorial maña tendría problemas hasta para colocar El código da Vinci, pueden imaginar cuál habrá sido el destino de esta obra subversiva. Por otra parte, lo normal sería que un libro tan escandaloso, y firmado por una pléyade de autores notables, llamase la atención. No ha sido así, y apuesto a que muy pocos de ustedes han sabido de su existencia.
Tan firme y continuado rechazo no puede ser casual. Yo, que he leído el libro, puedo confirmar las peores sospechas. No sé ni por dónde empezar. Como tónica general, todos los autores se muestran dolidos, a veces incluso irritados, por un supuesto trato discriminatorio hacia Israel. Es cierto que ninguno de ellos defiende esta o aquella política concreta, pero a diferencia de la mayoría de los adversarios de Israel, todos abogan por su derecho a vivir en paz y con seguridad. Aunque sea por pura astucia, tampoco ninguno de los textos tiene una mala palabra para el Islam, los palestinos o los árabes, y en cambio, la mayoría de ellos reivindica la creación de un Estado Palestino. Esa sospechosa generosidad se ve empañada por la inclemente crítica dispensada a las organizaciones terroristas, las tiranías islámicas que las amparan y la complicidad de la mayoría de los medios de comunicación de España.
Y eso no es todo. Gabriel Albiac, por ejemplo, tiene la desfachatez de hurgar en los escombros de Yenin –ésos que inspiraron a Saramago a compararlo con Auschwitz–, y demostrar con datos avalados por el Human Right Watch y la ONU, que el genocidio que sacudió aquella vez el mundo consistió en 52 muertos, la mayoría de ellos, terroristas activos. Krauze señala la presencia de una fuerte corriente política, mediática e intelectual en Israel a favor de la paz, el consenso y las consiguientes renuncias, pero niega que exista la misma actitud en el lado palestino, al menos antes de la muerte de Arafat, muy posterior a la gestación de este libro.
En otro registro más historicista, Joan B. Cull intenta desvincular el sionismo –un movimiento en principio de izquierdas y hasta igualitario– de la lacra racista y genocida con la que lo han cubierto las décadas. Varios de los autores (Aguinis, Blatt, Vázquez Rial, Rahola…) no tienen reparos en declarar que, para bien o para mal, Israel representa la modernidad en la zona, y su caída supondría un irreparable golpe para el mundo entero, incluidos los pueblos árabes.
Finalmente (para interrumpir en algún punto estas jeremiadas), Valentí Puig llega al extremo de hablar de doble rasero, y apunta que las auténticas masacres de los palestinos fueron perpetradas por sus rivales árabes –como en Jordania (1970) o en Siria (1982)–, cuyas docenas de miles de muertos no despertaron protestas comparables a las que provoca cualquier acto de Israel.
No es necesario seguir desenmascarando esta apología colectiva de un país que, según una opinión bastante generalizada, es el más dañino, peligroso y racista del planeta, tal como lo han definido, entre otros, más de tres mil organizaciones sociales en el Congreso Mundial Contra el Racismo de 2001.
En resumen: entraña ciertas dificultades hacer públicas opiniones como el que representa En defensa de Israel, pero no ha habido ningún problema para editar libros que proponen que los judíos estaban detrás de los atentados contra las Torres Gemelas. Llegado el caso, tampoco habría dificultad para publicar las enseñanzas de Bin Laden. Más bien al contrario. Como tampoco protesta nadie por el hecho de que el caso del niño de La Guardia –asesinado por los “malvados judíos” con fines rituales– esté presente en varias ediciones actuales de los cuentos y leyendas de España. Otro ejemplo lo encontramos en la bibliografía de un ensayo que acaba de publicar Riopiedras sobre Los protocolos de los sabios de Sión (Hadassa Ben-Itto: La mentira que no ha querido morir) en la que aparecen varias traducciones recientes de ese terrible panfleto antisemita.
Consciente de su indefendible postura, el filosemita no pide mucho a la sociedad multicultural y pluridemocrática. No va a ser tan estúpido como para proponerle a la opinión pública y mediática cierta objetividad, o invitarle a conocer los hechos que con tanta pasión juzga. El filosemita del siglo xxi es mucho más modesto y se conformaría con el mismo trato que se le dispensa a un antisemita. Es una simple cuestión de logística.

     
   
 
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