Problemas logísticos
de un filosemita
MIHÁLY DÉS
A partir de la reciente y accidentada publicación
de un libro, y en la línea de un artículo anterior
–“Antisemitismo postmoderno” (Lateral, nº
107)–, Mihály Dés apunta aquí algunas
de las dificultades de orden práctico con las que puede
toparse actualmente un filosemita.
En comparación con cualquier
otro tiempo pretérito, la aceptación social
de un sujeto filosemita ha mejorado considerablemente: su
mortalidad, por ejemplo, se parece a la de sus conciudadanos
y su integridad física sería la envidia de sus
semejantes de otras épocas. Pero como uno está
educado en el precepto de la infatigable mejora, me permito
señalarles algunos puntos en que podríamos perfeccionarnos
todavía más, con especial atención al
referido campo logístico.
Pero, ¿por qué precisamente la logística?
–podría preguntar algún lector. Hombre
–le contestaría yo–, desde el punto de
vista de lo que nos ha reunido aquí, la logística
es un terreno sumamente significativo. Y voy a ponerles un
ejemplo concreto, porque tampoco me van a creer si les digo
eso de palabra de honor. Se trata de un libro publicado en
Zaragoza recientemente, por tanto, en principio no hay ningún
impedimento para corroborar mis afirmaciones. Digo en principio,
porque a causa de los mentados problemas logísticos,
a lo mejor les costará encontrar dicha publicación.
Casi mejor, entonces, que les presente el libro.
Las historias auténticas siempre parten de un pecado
original. En nuestro caso, éste hace su aparición
ya en el mismo título: En defensa de Israel. Se trata
de un volumen colectivo en el que diecinueve intelectuales
españoles, catalanes y latinoamericanos (algunos de
ellos judíos) se conjuran para cumplir con lo prometido
en el título.
Así es, ya lo han pillado ustedes: ¿Qué
se han creído ésos al tratar de defender un
país del que hasta José Saramago abomina? Así
que, tal como era de esperar, el proyecto no progresó.
Ninguna editorial española estaba dispuesta a prestar
su nombre a semejante fechoría, y eso que sus compiladores
han insistido durante más de dos años hasta
que el modesto pero temerario sello de Zaragoza, Libros Certeza,
se ha terminado por apiadarse de ellos.
Lo curioso es que la mayoría de los autores (el mexicano
Enrique Krauze, el uruguayo Roberto Blatt, los argentinos
Marcos Aguinis, Horacio Vázquez Rial o Marcelo Birmajer,
los españoles José Jiménez Lozano, Gabriel
Albiac o Reyes Mate, los catalanes Valentí Puig, Joan
B. Culla, Pilar Rahola o Vicenç Villatoro, entre otros)
no sólo no tienen problema alguno para publicar individualmente,
sino que sus editores los persiguen para sacarles un original
y hasta les ofrecen contratos antes de que hayan escrito una
línea.
Por supuesto, las tribulaciones logísticas no cesaron
cuando por fin lograron publicarlo. Según me comentaron
sus impulsores, ninguno de los lugares donde habitualmente
se presentan libros en Madrid se prestó a tan desafiante
acto. Finalmente, la presentación se hizo en un hotel
madrileño, con el secretismo y las medidas de seguridad
que corresponde a una conspiración judeomasónica.
De la distribución de este libro no puedo aportar datos,
pero si una editorial maña tendría problemas
hasta para colocar El código da Vinci, pueden imaginar
cuál habrá sido el destino de esta obra subversiva.
Por otra parte, lo normal sería que un libro tan escandaloso,
y firmado por una pléyade de autores notables, llamase
la atención. No ha sido así, y apuesto a que
muy pocos de ustedes han sabido de su existencia.
Tan firme y continuado rechazo no puede ser casual. Yo, que
he leído el libro, puedo confirmar las peores sospechas.
No sé ni por dónde empezar. Como tónica
general, todos los autores se muestran dolidos, a veces incluso
irritados, por un supuesto trato discriminatorio hacia Israel.
Es cierto que ninguno de ellos defiende esta o aquella política
concreta, pero a diferencia de la mayoría de los adversarios
de Israel, todos abogan por su derecho a vivir en paz y con
seguridad. Aunque sea por pura astucia, tampoco ninguno de
los textos tiene una mala palabra para el Islam, los palestinos
o los árabes, y en cambio, la mayoría de ellos
reivindica la creación de un Estado Palestino. Esa
sospechosa generosidad se ve empañada por la inclemente
crítica dispensada a las organizaciones terroristas,
las tiranías islámicas que las amparan y la
complicidad de la mayoría de los medios de comunicación
de España.
Y eso no es todo. Gabriel Albiac, por ejemplo, tiene la desfachatez
de hurgar en los escombros de Yenin –ésos que
inspiraron a Saramago a compararlo con Auschwitz–, y
demostrar con datos avalados por el Human Right Watch y la
ONU, que el genocidio que sacudió aquella vez el mundo
consistió en 52 muertos, la mayoría de ellos,
terroristas activos. Krauze señala la presencia de
una fuerte corriente política, mediática e intelectual
en Israel a favor de la paz, el consenso y las consiguientes
renuncias, pero niega que exista la misma actitud en el lado
palestino, al menos antes de la muerte de Arafat, muy posterior
a la gestación de este libro.
En otro registro más historicista, Joan B. Cull intenta
desvincular el sionismo –un movimiento en principio
de izquierdas y hasta igualitario– de la lacra racista
y genocida con la que lo han cubierto las décadas.
Varios de los autores (Aguinis, Blatt, Vázquez Rial,
Rahola…) no tienen reparos en declarar que, para bien
o para mal, Israel representa la modernidad en la zona, y
su caída supondría un irreparable golpe para
el mundo entero, incluidos los pueblos árabes.
Finalmente (para interrumpir en algún punto estas jeremiadas),
Valentí Puig llega al extremo de hablar de doble rasero,
y apunta que las auténticas masacres de los palestinos
fueron perpetradas por sus rivales árabes –como
en Jordania (1970) o en Siria (1982)–, cuyas docenas
de miles de muertos no despertaron protestas comparables a
las que provoca cualquier acto de Israel.
No es necesario seguir desenmascarando esta apología
colectiva de un país que, según una opinión
bastante generalizada, es el más dañino, peligroso
y racista del planeta, tal como lo han definido, entre otros,
más de tres mil organizaciones sociales en el Congreso
Mundial Contra el Racismo de 2001.
En resumen: entraña ciertas dificultades hacer públicas
opiniones como el que representa En defensa de Israel, pero
no ha habido ningún problema para editar libros que
proponen que los judíos estaban detrás de los
atentados contra las Torres Gemelas. Llegado el caso, tampoco
habría dificultad para publicar las enseñanzas
de Bin Laden. Más bien al contrario. Como tampoco protesta
nadie por el hecho de que el caso del niño de La Guardia
–asesinado por los “malvados judíos”
con fines rituales– esté presente en varias ediciones
actuales de los cuentos y leyendas de España. Otro
ejemplo lo encontramos en la bibliografía de un ensayo
que acaba de publicar Riopiedras sobre Los protocolos de los
sabios de Sión (Hadassa Ben-Itto: La mentira que no
ha querido morir) en la que aparecen varias traducciones recientes
de ese terrible panfleto antisemita.
Consciente de su indefendible postura, el filosemita no pide
mucho a la sociedad multicultural y pluridemocrática.
No va a ser tan estúpido como para proponerle a la
opinión pública y mediática cierta objetividad,
o invitarle a conocer los hechos que con tanta pasión
juzga. El filosemita del siglo xxi es mucho más modesto
y se conformaría con el mismo trato que se le dispensa
a un antisemita. Es una simple cuestión de logística.
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