nº 125
MAYO 2005
 
 
Debates
 

La enfermedad de la sheika
Mario bellatin

Hospital
Me trataron de la peor manera en el hospital al que asistí para ser sometido a una serie de pruebas de salud. Ni siquiera pude conseguir la sesión de masajes que me prometieron el día anterior. Hubiera sido muy afortunado –sobre todo tomando en cuenta mi estado general– recibir un tratamiento semejante. Sentir cómo mis músculos iban gradualmente relajándose hasta llevarme a una inconsciencia casi total. Pero parecía que todos los que trabajaban en aquel hospital estaban ocupados en otras cosas. Daba la impresión de haberse producido un desbalance en las citas programadas. O tal vez se habían presentado más emergencias de las habituales. Convencido de que se trataba de una jornada perdida, de haber desperdiciado inútilmente la mañana en acudir a una serie de citas truncas, me dispuse a abandonar la institución. No sé por qué decidí salir por la puerta de emergencias. Quizá para comprobar la posibilidad de que se habrían presentado más casos inesperados que los de costumbre.

Avión
Cada vez que estoy a punto de abordar un avión siento el inusitado impulso de elegir, entre el grupo de desconocidos que suele poblar los aeropuertos, a una persona de la que nunca en mi vida me gustaría desprenderme. Situaciones semejantes les suelen suceder a menudo a los miembros de las comunidades sufíes dispersas en el mundo. En ciertas ocasiones algo les dice que la persona que tienen en frente formará a partir de entonces parte de sus existencias. Pero, pese a esta circunstancia tan curiosa, no puede dejarse de abordar el avión. Se deben reprimir hasta cierto punto los sentimientos y actuar como un ser común y corriente. Ya se ha hecho bastante con despojarse de la indumentaria necesaria para efectuar los giros místicos y las ceremonias en las que el recuerdo de Dios está más que presente. Para atenuar de alguna manera la sensación de pérdida, antes de dirigirme a las salas de abordaje acostumbro hacer el juramento de que, pese a que mi cuerpo se desplazará cientos de kilómetros, no dejaré de estar en ningún momento al lado de la persona elegida.

Zapato
Cuando salgo del hospital veo aparecer a la sheika Amina, es decir a la representante de la comunidad sufí a la que pertenezco desde hace cerca de diez años, llevada del brazo por Duja, una de nuestras derviches más antiguas. La sheika parece encontrarse mal de salud. Tiene la mirada perdida y su piel muestra una palidez excepcional. La saludo pero no da muestras de reconocerme. Cuando después de unos minutos nota mi presencia, y constata además la extraña circunstancia de nuestro encuentro, trata de son-reír. De inmediato hago que se siente en una silla. Desaparezco después en busca de un médico. Como ya señalé, ese día parecía fuera de lo ordinario en aquel sanatorio. No encuentro por eso a nadie que pueda ayudarme. Empiezo a temer que la sheika carecerá de una rápida atención. Después de algunas pesquisas logro ver a uno de los médicos que momentos antes hizo caso omiso a mis citas. Luego de escucharme, da la orden de trasladar a la sheika a un jardín, donde hay colocada en el centro una mesa de madera. El especialista hace que dos enfermeras tiendan encima a la sheika. Me pide que le desanude el zapato. Es una tarea que se me hace imposible de realizar. La sheika Amina tiene unos zapatos muy difíciles de definir. Son negros, de terciopelo, con tacones altos y borlas que se transforman en lazos. Es muy difícil desatar las cuerdas que los sujetan a los tobillos. Mientras me esfuerzo por desanudarlas escucho al médico hablar de un inminente cambio de turno. Trato de apurarme pero no logro que los cordones se desaten. El doctor sugiere que la enferma sea tratada en una sucursal del hospital. Él tiene que irse y no cree que en el lugar donde nos encontramos exista nadie dispuesto, mejor dicho, nadie en condiciones de examinar como se debe a una sheika. Sin embargo, sin dar las razones de tal afirmación, dice que en la sucursal habrá médicos lo suficientemente preparados para casos de esa naturaleza.

Cornisa
La intención de llevar miles de kilómetros conmigo el recuerdo de una persona amada y desconocida, para algunos podría representar la escenificación de una situación extremadamente romántica. Sin embargo no lo es en absoluto. Se trata más bien de la búsqueda que debe emprender cualquier miembro de una comunidad sufí para estar presente en los espíritus de varias personas al mismo tiempo. En momentos así percibo la sensación de ser capaz de desplazar mi cuerpo muy lejos y quedarme al mismo tiempo en el punto donde encontré a la persona elegida en el instante de mi mirada. Por lo general, las cosas suelen ir bien. Durante el viaje acostumbro a tener presentes zonas del aeropuerto, la subida a la aeronave, la luz que recibía la persona escogida en el instante de mi mirada. Pese a todo, no desaparece a mi llegada al lugar de destino un miedo infinito. La sensación es similar a encontrarme de pie en la cornisa de un alto edificio o manejando un auto en una curva cerrada a gran velocidad y por el carril contrario.

Mártires
Reparo entonces –una vez que compruebo lo descabellado del intento de descalzar a una sheika– en que Duja, la derviche que la acompañaba, ha desaparecido. En su lugar ha dejado, como una suerte de representante, a una joven que se autodenominó una sirvienta de bajo rango. Después de oír las palabras del médico la sheika se incorpora por sus propios medios y se pone de pie. Salimos con rumbo al estacionamiento. Subimos a su automóvil, aparentemente la corta caminata parece haberle sentado bien. Se le ve algo repuesta. El vehículo es bastante viejo. Se trata de un Datsun del año 1975. Recuerdo que ella antes tuvo otro coche similar, cuyo andar era casi un milagro. Son parecidos, pero éste es amarillo y la pintura está descascarada. La sheika Amina insiste en conducir. Yo le pido el volante. Ella sonríe y me dice la desconcertante frase de que nadie tropieza dos veces con la misma piedra. Me quedo pensando en aquella sentencia. Advierto entonces que la sheika no parece tenerme confianza. Seguramente intuye que si yo manejo nunca llegaremos a nuestro destino. Trato de recordar alguna ocasión anterior en que yo haya conducido y aparece aquella en que las llevé, a la sheika y a su madre, de la mezquita a su casa. Recuerdo que fue un viaje divertido. La madre pareció disfrutar mucho de mi coche deportivo, también de color amarillo pero descapotable. Me acuerdo con nitidez de su alegría cuando el techo se fue abriendo en forma automática. Pero también recuerdo que en esa ocasión traté de servir de guía a la sheika cuando me acompañó a visitar a mi médico de cabecera. Por una serie de calles oscuras que no llevaban a ninguna parte. Le di entonces la razón. Era lógico que no me quisiera ceder el volante. Fue bastante tenebrosa aquella noche, además de recibir mi diagnóstico de desahuciado me fui internando por rumbos cada vez más desconcertantes. Aquel extravío terminó cuando la sheika afirmó que desde ese momento yo pasaba a la categoría de los mártires en el sufismo. Se lo dijo Muzafer Efendi en Turquía años atrás, cuando la sheika le preguntó sobre el rango de los derviches condenados a muerte. De inmediato apareció en mi cabeza la imagen de plástico del pequeño derviche girador que se encuentra colocado sobre una repisa de la mezquita. La estatuilla ha perdido un brazo hace ya algunos meses. Cuando lo vi por primera vez me pregunté si ese derviche sería también un mártir del sufismo. Para la sheika estar conduciendo su propio auto parece hacerla sentir mejor. Ya no es ni la sombra de la enferma que ingresó en el hospital. Se anima cada vez más. Es curiosa la relación que se establece entre su vuelta a la vida y el coche que va conduciendo, pues se trata de un vejestorio que apenas puede caminar. A nuestro paso se produce una serie de incidentes de tráfico ocasionados principalmente por la velocidad ínfima a la que nos desplazamos. Debo reconocer que no tenía ni idea de la ruta que llevábamos y en ese momento reparé en que nunca hubiera sabido cómo llegar a la sucursal en el hospital donde supuestamente nos dirigíamos. En el asiento de atrás viaja la sirvienta de bajo rango sin decir palabra. El trayecto es largo. La monotonía sólo se interrumpe con algún comentario de la sheika, quien hace acotaciones referentes a lo destartalado del coche y al intenso tráfico de la ciudad. En cierto momento voltea la cabeza hacia la sirvienta y le dice que yo soy su mejor derviche. Esas palabras me impresionan. Entre otras cosas pienso en lo pésimos derviches que deben ser los demás. Siento una especie de nostalgia por la comunidad de la que formo parte. No puedo creer, no solamente que haya derviches peores que yo, sino que absolutamente todos estén por debajo de mi nivel. En ese instante el auto se detiene frente a una pequeña casa.

Perro
Cuando bajo del avión descubro que no estoy en ninguno de los dos espacios que yo pensaba que me pertenecían. No me encuentro ni en el aeropuerto de un lejano país, ni delante de la persona frente a la cual experimenté la sensación de no querer separarme de ella jamás. Estoy seguro de que nunca sabré dónde estoy realmente. Es como el extraño proceso de bajar y subir incesantemente por una escalera desconocida. Nadie a mi alrededor. Quizá sólo un perro al cual Mohammed –la paz sea con él– determinó no como un can sino como un Saluki, un perro que no es perro.

Tekke
Frente a la casa a la cual llegamos hay algunos coches en desuso. También restos de tubos y materiales de construcción. Ante mi sorpresa, pues pensaba que íbamos a la sucursal del hospital que nos indicó el médico, la sheika dice que estamos en la casa del plomero que hará arreglos en las cañerías de la tekke en la cual solemos reunirnos tres veces a la semana. Añade que ha concertado la cita esa misma mañana pues nuestra mezquita no puede continuar con desperfectos de tal magnitud. Baja después del auto, se agacha y afirma que no puede vomitar, símbolo de que ya se encuentra curada del todo. Con paso decidido se dirige hacia la casa. Puedo notar que las borlas de sus zapatos arrastran por el terreno fangoso. Veo cuando el plomero le abre la puerta. Quedo confuso. Recién entonces las palabras del médico dándole un plazo a mi vida adquieren otra dimensión. Mientras tanto, en el asiento de atrás la sirvienta continúa sin decir palabra.

 

mario bellatin (México, 1960). Es escritor. Sus últimas obras, publicadas por Anagrama, son Flores (2004) y Lecciones para una liebre muerta (2005).
     
   
 
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