Méritos papables
MIHÁLY DÉS
Ambicioso se promete este artículo. Para empezar, hablará del fallecido papa, un tema no del todo explotado. Y para terminar, propone encontrar el eslabón perdido de esa enigmática cadena que condujo a la caída del Imperio Soviético.
Ha habido una sola cosa con la que estaban de acuerdo tanto los encomiadores como los, esta vez lógicamente, timoratos detractores del papa Juan Pablo II con ocasión de su prolongado Death Show: que el finado Santo Padre fue uno de los artífices de la caída del Muro de Berlín. Permítanme enunciar, hic et nunc, una tesis discordante al respecto.
Ya sé que de mortuis aut bene aut nihil, pero ni aunque siguiese vivo me atrevería a hablar mal de su Santidad, entre otras cosas porque su ministerio se refiere, principalmente, a asuntos que me son ajenos. Que un descreído orgánico como yo opinase sobre las cosas de la fe sería un adefesio equiparable a que la gente que tiene prohibido casarse y tener hijos dictaminase sobre las normas de la vida familiar.
Algunos individuos irreverentes han aprovechado la triste ocasión para criticar el espectáculo en que han convertido la agonía, la muerte y el sepelio del Santo Padre. No es mi caso. Poner peros al aspecto teatral del catolicismo sería como cuestionar uno de sus signos de distinción, materia en la que, precisamente, el finado papa ha logrado relucir como nadie antes que él.
Es cierto que el espectáculo fúnebre fue acogido y multiplicado con tal fervor por los medios de comunicación de todos los credos que daba la impresión de que vivimos en una sociedad teocrática. Pero luego eligieron al nuevo Papa –sobre él no me pronuncio; me basta con el anuncio del Nuncio de su “sorprendente humanidad”–, y el rebaño ha vuelto a seguir postrándose ante dioses extraños. O sea, en lugar de los 15 minutos de inmortalidad que proponía Andy Warhol, a él le correspondía algo más.
Sin embargo, ni ese brillante triunfo mediático ha logrado eclipsar los auténticos méritos del papa polaco, como son cierta revitalización del catolicismo, un pacifismo a prueba de bombas, una sensibilidad más sincera que eficaz para con los pobres de la Tierra y un firme afán de mejorar las relaciones con las otras religiones monoteístas.
Todavía les restaría entenderse con las otras iglesias cristianas, algunas de las cuales les están pisando los talones. Faltaría, asimismo, inventar alguna recomendación contra el sida mejor que la abstinencia sexual. Tampoco vendría mal una mayor flexibilidad ante una serie de cuestiones sociales, científicas, conyugales y de género... Diría yo que el triunfal pastoreo de Juan Pablo II desvió la atención de algunos problemas graves que arrastra el catolicismo. Con otra victoria de esta magnitud, la Iglesia podría encontrarse ante una nueva crisis, y entonces ya no habrá otro imperio en extinción que corra a su salvación.
Porque, ya puestos, Wojtyla no fue el artífice del fin del comunismo, sino que fue ese fin lo que le dio un impulso inestimable a su ministerio. No pretendo cuestionar el devoto anticomunismo del papa polaco –un sentimiento inherente a su oficio y casi patrio en su país–, pero desafío a cualquier teólogo, politólogo o hermeneuta deconstructivista a que me señale una sola obra o milagro papal que haya influido en el derribo del Muro de Berlín.
Hundir un imperio no es moco de pavo, así que ruego no tomar en vano el nombre de semejante hazaña. Desconoce la naturaleza del sistema comunista quien crea que una oración o encíclica papal hubiera movilizado las masas para liberarse del impío yugo bolchevique, que la manifestación pacífica de los jóvenes praguenses hubiera sido capaz de derrocar a su régimen petrificado, o que la intensa actividad de la minúscula oposición húngara hubiera podido abrir la más mínima brecha en la caldera del comunismo goulash. Ni siquiera el movimiento Solidarnosc, que contaba con millones de afiliados, hubiera sido suficiente para cambiar el destino de Polonia, tal como se fue demostrando a lo largo de toda la década de los 80.
Naturalmente, todo sumaba. Pero el sistema comunista estaba hecho de un tejido que aguantaba cualquier embestida. Sobrevivía a todos sus dictadores y a todas sus miserias. Podía con todos sus adversarios y hasta con sus simpatizantes. Impunemente, liquidó a todos los posibles rivales; devoró a los partidos políticos, los sindicatos, las clases sociales, las iglesias y, finalmente, a sus propios hijos, o, más exactamente, a sus padres y a sus hermanos. Cuando alguno de sus regímenes satélite se desmoronó –y recuerden que esos procesos siempre se generaban desde arriba–, como ocurrió en Hungría en el 56 o en Checoslovaquia en el 68, intervenían militarmente para restaurar la pax sovietica.
En estos últimos quince años se han barajado varias causas de la caída del imperio soviético, desde la Guerra de las Galaxias, el colapso de la economía soviética, la derrota militar en Afganistán, los revolucionarios cambios en el mundo de la información, o la cada vez mayor dependencia de la economía occidental –que les obligó a adquirir compromisos en política internacional y en el terreno de los derechos humanos–, hasta la figura de Gorbachov o la secularización de las sociedades respecto a la ortodoxia leninista. Cada uno de estos y otros elementos resultan importantes, pero el derrumbamiento debió originarse en las cámaras del Kremlín, o sea, en la cúpula de un país, donde el Papa tiene muy poco predicamento.
Con todo, los hechos (como el putch contra Gorbachov) demuestran que nada estaba previsto, y mucho menos decidido. Hubo un solo acontecimiento que pudo desencadenar (o, al menos, acelerar) el derrumbe. Apenas fue un revoloteo de ala de mariposas, pero tuvo la capacidad de crear un tsunami histórico: en octubre de 1989, el ministro de exteriores de Hungría decidió abrir la frontera con Austria para dejar salir a los miles de alemanes del Este que habían venido a su país haciéndole caso a un bulo que acabó convirtiéndose en realidad. A partir de entonces, ya no era posible frenar el desmoronamiento tampoco en los otros países.
¿Por qué el ministro de exteriores de una dictadura comunista, por más blanda que ésa fuera, abre las fronteras al enemigo? Porque la élite –comunista o no– había perdido el vigor, por una parte, y el temor, por otra. Para que así fuese, debió ocurrir algo fuera de la simple decadencia, desgaste o relajo… Y ese algo fue la obra pastoril del financiero George Soros, quien –mediante su Fundación, cuya actividad empezó en su país de origen– ofrecía un valioso apoyo a toda disidencia política y artística, al tiempo que repartía becas y postgrados en Occidente incluso a muchos cuadros del Partido. En fin, que media Hungría comía de sus manos y tenía claras las ventajas de la sociedad abierta promulgada por Soros.
Poco se sabe del papel decisivo de ese gran tiburón de la bolsa de Nueva York en el ablandamiento de las dictaduras de Europa del Este. Mucho más conocida es la guerra que declaró contra Bush. Caso curioso, pues, tal vez sin proponérselo, Soros contribuyó al hundimiento del imperio comunista, pero cuando se enfrentó con el capitalismo ni siquiera fue capaz de influir en una simple reelección. A lo mejor le faltaba una bendición papal.
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