nº 125
MAYO 2005
 
 
Debates
 

Dos poemas de
Billy Collins
Traducción de Diego Otero

PUREZA

Mi momento favorito para escribir es en la tarde,
los días de semana, particularmente los miércoles.
Así es como lo hago:
Llevo un vaso de té frío a mi estudio y cierro la puerta.
Entonces me saco la ropa y la dejo apilada
como si me hubiera derretido hasta morir y mi legado
consistiera en sólo
una camisa blanca, unos pantalones y un vaso de té frío.

Entonces me saco la carne y la cuelgo sobre una silla.
La despego de mis huesos como una prenda de seda.
Hago esto para que de ese modo lo que escriba sea puro,
despojado completamente de lo carnal,
incontaminado por las preocupaciones del cuerpo.

Finalmente me saco cada uno de los órganos y los acomodo
en una pequeña mesa junto a la ventana.
No quiero oír sus antiguos ritmos
cuando estoy tratando de escuchar mi propio tambor.

Ahora me siento en el escritorio, listo para comenzar.
Estoy enteramente puro: nada más que un esqueleto en una
máquina de escribir.

Debo mencionar que a veces me dejo el pene puesto.
Hallo difícil ignorar la tentación.
Entonces soy un esqueleto con pene en una máquina de escribir.
En estas condiciones escribo extraordinarios poemas de amor,
la mayoría de los cuales exploran la conexión entre sexo y muerte.

Soy la concentración misma: existo en un universo
en el que no hay nada salvo sexo, muerte y escritura a máquina.

Después de un rato en este plan también me saco el pene.
Entonces soy todo calavera y huesos escribiendo a través de la tarde.
Nada más que los absolutos esenciales, sin grecas.
Ahora sólo escribo acerca de la muerte, el más clásico de los temas,
en un lenguaje ligero como el aire entre mis costillas.

Acabado todo, me recompenso con un paseo en auto a la puesta de sol.
Me vuelvo a poner los órganos y me meto adentro de la carne
y la ropa. Entonces saco el auto del garaje
y acelero a través de bosques en carreteras campestres,
pasando paredes de piedra, granjas, estanques congelados,
todo perfectamente acomodado como las palabras en un soneto famoso.

 

PREGUNTAS SOBRE LOS ÁNGELES

De todas las preguntas que uno podría querer consultar
acerca de los ángeles, la única que se escucha siempre
es cuántos pueden bailar en la cabeza de un alfiler.

Ninguna curiosidad acerca de las cosas que hacen para pasar el
tiempo eterno
además de dar vueltas alrededor del Trono salmodiando en Latín
o de llevar una corteza de pan a un ermitaño en la tierra
o de guiar a un niño y a una niña por un destartalado puente de madera.

¿Vuelan a través del cuerpo de Dios y salen cantando?
¿Se columpian como chicos de las bisagras
del mundo del espíritu diciendo sus nombres al revés y al derecho?
¿Se sientan solos en pequeños jardines y alteran los colores?

¿Qué hay acerca de sus hábitos de sueño, la tela de sus trajes,
su dieta de luz divina sin filtrar?
¿Qué sucede al interior de sus luminosas cabezas? ¿Existe un muro
por sobre el cual estas altas presencias pueden asomarse y mirar el infierno?

¿Si un ángel se cae de una nube dejará un hueco
en un río y, si es así, ese hueco flotará hacia delante inacabablemente
colmado con las letras silenciosas de cada palabra angélica?

¿Si un ángel trae el correo llegará
en un cegador torrente de alas o sólo asumirá
la apariencia del cartero habitual y
silbará por la vereda mientras lee las postales?

No, los teólogos medievales controlan el tribunal.
La única pregunta que escuchas siempre es acerca
del pequeño piso de baile en la cabeza de un alfiler,
ese lugar en el que las aureolas están destinadas a converger y
flotar invisiblemente.

La pregunta está diseñada para hacernos pensar en millones,
billones, hacernos quedar sin números y colapsar
en la infinidad. Pero quizá la respuesta es simplemente una:
un ángel femenino bailando a solas y en medias–
una pequeña banda de jazz trabajando al fondo.

Ella se mece como una rama en el viento, sus hermosos
ojos cerrados, y el alto y delgado bajista se inclina
para echarle un vistazo a su reloj porque ella ha estado bailando
por siempre, y ya se ha hecho muy tarde, incluso para los músicos.

 
     
   
 
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