200 gramos
MARCELO BIRMAJER
Una vez en mi vida necesité adelgazar. Con el paso de los años, como la mayoría de los hombres amables de la segunda mitad del siglo xx, me especialicé en explicarles a las mujeres por qué no era necesario que adelgazaran. “Así estás bien.” “Me gustás así.” “Más delgada parecerías anoréxica.” También descubrí que una buena cantidad de esas mismas mujeres preferían que directamente les dijera que estaban gordas y justificara su anhelo por trabajar en pos de un cuerpo distinto. No sé si porque fatalmente preferían a los hombres exigentes, porque temían que me gustaran las gordas o porque simplemente sus vidas les resultaban vacuas y el objetivo de adelgazar morigeraba su tedio. Pero yo necesité adelgazar para enfrentar un combate de características épicas.
Por mucho que coma, mi cuerpo, como uno de esos animales capaces de adaptarse instantáneamente a cualquier medio, se mantiene dentro de los cánones estéticos aceptables. Si necesité adelgazar una vez en mi vida fue porque estaba excedido en 200 gramos de mi categoría en un campeonato de lucha grecorromana. Por 200 gramos, en lugar de enfrentarme con competidores de entre 14 y 15 años, tendría que luchar contra gigantes de 17.200 gramos alcanzaban para dejarme fuera de la categoría de mis pares, pero no eran suficientes para ponerme a la altura de los mayores. Los 200 gramos se revelaron en el pesaje de la mañana anterior al día del torneo, y desde aquel fatídico instante me quedaban apenas 48 horas para bajar de peso. ¿Cómo baja uno 200 gramos de un día para el otro? Pues corriendo por la galería de una piscina climatizada y cubierta. El cuerpo suda y, si se toma la precaución de apenas probar bocado durante el tiempo previo al pesaje, es probable que a la hora de poner los pies en la balanza los números resulten piadosos.
No sólo los 200 gramos me pesaban en aquellos diez u once meses posteriores a mi cumpleaños número catorce. Cargaba sobre mis espaldas, pese a mi corta edad, con una tríada de consistentes obligaciones. Una de estas se remontaba a algunos meses atrás, y la otra me acompañaba desde los once años. Las tres obligaciones, entonces, durante aquellas calurosas semanas de octubre de 1980 eran, en cuenta regresiva: decidir cómo vivir, iniciarme sexualmente y rebajar 200 gramos. De las tres, la que más me preocupaba era la segunda. La primera, había comenzado a sospechar que no lograría resolverla al menos durante aquel año. Respecto a la tercera sabía que estaba haciendo todo lo que podía. Pero la segunda me resultaba acuciante, me sentía apremiado por el tiempo y no tenía la menor idea de cómo concretarla. Todo el resto de mi curso de segundo año del colegio secundario había debutado sexualmente, con prostitutas el setenta por ciento, y con las muchachas del servicio doméstico de sus respectivas casas o de casas de compañeros, el treinta por ciento restante. Las mujeres de nuestro curso, por su parte, no sentían el menor interés en asomarse a las primicias, o al menos ninguna me lo dejó saber.
Al llegar octubre, apenas un mes antes de mi cumpleaños número quince, ya notaba cierta furia contra mí mismo al masturbarme. No hacía todavía un año desde que había descubierto aquel profundo divertimento, y ya comenzaba a despreciarlo. Pero la idea de visitar un prostíbulo o recurrir a una doméstica me resultaba inconcebible.
Mi angustia existencial era supervisada por un matrimonio de gente buena que por aquel entonces ocupaba el rol que los adolescentes les niegan a sus padres. A mis catorce años, afortunadamente, mis padres eran lo suficientemente normales como para permitirme sentirme incomprendido. No hay peor castigo para un adolescente que el de nacer en un ambiente progresista en el que todo se habla sobre la mesa y no hay secretos, ni oposición, ni vergüenza. Siempre he creído que el único modo de disfrutar de la libertad al llegar a la adultez es haber sido sensatamente reprimidos por nuestros padres durante nuestra infancia y adolescencia. Yo, de todos modos, no he disfrutado nunca demasiado de nada, pero de lo poco que he disfrutado no me cabe duda de que en gran medida obedece a que mis padres eran personas normales de clase media, sin mayor interés en las modernas escuelas de pensamiento respecto a la crianza de los hijos.
El matrimonio al que yo le confiaba mis angustias estaba constituido por mi profesor de lucha, Arnoldo Lubiokov y su señora esposa, Marta Bnavel de Lubiokov, profesora de matemáticas y tutora de mi curso. Arnoldo me acompañaba en mi desarrollo físico y Marta en mi parálisis emocional.
Me acostumbré a agradecer a Dios que mi cuerpo se haya desarrollado más o menos independientemente de mis emociones, pues de lo contrario a partir de la adolescencia y hasta la actualidad bien podría haber sido un contrahecho.
En el aspecto físico, mi gran dificultad, de carácter secreto, era cómo dedicarme despreocupadamente a la lucha mientras padecía una serie de erecciones a repetición especialmente notables en las ridículas mallas con las que se practica este deporte. Ya no lograba relajarme con las metódicas sesiones de autosatisfacción (cuyos escenarios de ejecución habían superado las fronteras de mi casa: el baño del colegio, el baño del club y cierta vez en una carpa mientras el resto, chicos y chicas, dormía).
Arnoldo era el clásico profesor judío que creía en el renacimiento físico de nuestro pueblo con posterioridad a la Shoá. Para aquellos profesores judíos de gimnasia de los años ochenta, la idea de mens sana in corpore sano era más necesaria en hebreo que en su latín original. Nuestro pueblo había sido masacrado, en primer lugar, por apartarse del deporte. De habernos dedicado con tesón, y mayoritariamente, a las disciplinas deportivas, seguramente habríamos sido capaces de fundar con anterioridad el Estado Judío, de destacarnos en el manejo de las armas de fuego y, finalmente, de aventar el asesinato de la familia de mi abuelo, de la familia del tío de Arnoldo y de los abuelos de Marta. Criar judíos físicamente sanos, erguidos y capaces de enfrentarse en cualquier justa deportiva, desde la esgrima hasta la equitación, era para los profesores como Arnoldo el equivalente de lo que para los laboristas socialistas era la fundación de un kibbutz o para los del Irgán combatir contra los ingleses. Claro que desde la fundación del Estado ya habían pasado por entonces 32 años, pero Arnoldo era uno de esos pioneros tesoneros que no permiten que sus opiniones sean tranquilizadas por un dato tan banal como la realidad.
Ya a esa temprana edad yo intuía que el germen de infelicidad que por motivos desconocidos ocupaba mi sangre no remitiría con el deporte y que a lo máximo que podría aspirar era a la distracción por medio del esfuerzo; pero prefería creerle a Arnoldo antes que a mí mismo: Mens sana in corpore sano.
Con el correspondiente esfuerzo físico, tarde o tempranos mis hormonas actuarían por su cuenta, emitiría fluidos o vapores que atraerían a mujeres de mi edad dispuestas a la fornicación furtiva y aprendería, finalmente, cómo vivir. El tópico de cómo vivir me acompañaba como problema, como dije, desde los once años, cuando cierta tarde, caminando con mi abuela y mi madre por la avenida Santa Fé, recorriendo galerías, inmerso en una profunda depresión, me di cuenta de que yo no quería vivir como ninguna de las personas que conocía, y que tampoco tenía la menor idea de una alternativa. Todo lo que hacía me parecía una pérdida de tiempo. Tenía la esperanza de que, moviendo ciertos hilos metafísicos, el día en que descubriera cómo quería vivir, Dios me regalaría un barril conteniendo el tiempo perdido durante aquellos años de ignorancia vital. Pero por lo pronto, yo sí sabía que quería competir en aquel campeonato de lucha y ganarlo. El triunfo, no me cabía duda, era uno de los componentes de la vida que yo sí quería y no terminaba de entrever. Debía, pues, rebajar 200 gramos para entrar en la categoría adecuada.
Marta, como tutora, había logrado entrometerse en los intersticios más misteriosos de mi intimidad. Yo le había confesado que era virgen. Le había confesado que temía morirme de tristeza o de miedo. Le había confesado que por momentos no tenía ganas de vivir. Lo que nunca hubiera imaginado era que 25 años después, de haberme sentado frente a ella, podría confesarle exactamente las mismas desventuras. Pero yo sí creía en Marta, sí creía en la posibilidad de un futuro distinto.
Marta tenía 42 años y era fea como una mala noticia. Uno de los aspectos más tranquilizadores de nuestros encuentros era que yo no sentía la desesperación por fornicar con ella que me acometía con el resto de la mayoría de las mujeres que conocía. En cierta ocasión en que del colegio me enviaron a llevar una lámina para enmarcar, por ejemplo, trabé conversación con una mujer de cincuenta y cuatro años (para mí, por entonces, una anciana en el umbral de la muerte), la dueña del local, y me dije que si cuando pasaba a retirar la lámina enmarcada la ocasión resultaba propicia, no tendría inconvenientes en integrarme al mundo del sexo por medio de su cuerpo. Pero cuando efectivamente pasé a buscar el cuadro, la mujer me atendió rápido contándome que debía correr al médico para retirar los resultados de un examen cardiaco y perdí el ímpetu. Yo nunca he asociado el sexo con la muerte, por mucho que digan psicólogos, filósofos y escritores, pero todavía recuerdo el temor que me asaltó al encontrarme con el cadáver de aquella mujer entre mis brazos al concluir el por entonces desconocido acto copulatorio. Yo miraba muchas películas. El cine siempre ha exagerado en cuanto a la cantidad de personas que mueren fornicando. O tal vez sea simplemente que soy un amante mediocre.
Si bien no sabía cómo vivir, Arnoldo era una imagen bastante fiel del hombre que yo quería ser para afrontar mi verdadera vida cuando llegara el momento. Era un hombre viril, profundo y en cierto sentido despreocupado. Un día venía a buscarlo la profesora de volley (recuerdo sus pechos grandes y blancos como las pelotas que manipulaba), otro día una integrante del equipo de jockey sobre césped (tan joven que podría ser una de las hijas que Arnoldo nunca tuvo) y algunas semanas más tarde la secretaria ejecutiva de la institución. Supongo que era la envolvente aura de respetabilidad que emanaba Arnoldo lo que alentaba a aquellas mujeres a pasar a buscarlo, por tal o cual asunto, por nuestro gimnasio de lucha, sin temer el obligado comentario de los testigos. Pero que los testigos no se atrevan a proferir comentarios no quiere decir que las cosas no sucedan. Yo no creo que la historia la escriban los que ganan ni que un hecho no exista sin su expresión: las cosas pasan aunque nadie las sepa. Por otra parte, también pudiera ser que la virilidad estentórea de Arnoldo, el profesor de lucha, su apostura y calma, insuflara en aquellas mujeres el tipo de atracción que hace que todo lo demás resulte irrelevante. Como sea, Arnoldo estaba bien acompañado, y yo quería ser como él.
II
Eran las tres de la tarde, pero en la galería techada de la pileta climatizada no existían las horas ni las estaciones. La luz era siempre ese blanco tenue y sucio de los tubos fluorescentes que no funcionan bien y parpadean y hacen ruido, aunque los artefactos que colgaban del techo eran unas lámparas enormes –una en cada costado del rectángulo–, dentro de unos portalámparas plateados, que parecían de lata y seguramente eran de aluminio. La galería estaba encima de la pileta, supongo que a unos veinte metros, pensada para los espectadores de las carreras o para los padres que deseaban ver a sus hijos aprender a nadar. Yo lo único que veía, mientras el sudor me caía por las cejas, me escocía las pupilas y se escurría por el cuello, eran cuerpos femeninos en mallas enterizas. Sirenas con la parte inferior también humana. Corría con un buzo azul cubriéndome el torso, y un pantalón de jogging gris. Todo mi cuerpo se iba en agua, y el pene, totalmente erecto, me golpeaba contra el pantalón como si quisiera salir a tomar aire, como si no estuviera directamente relacionado con el resto del cuerpo que sufría por y para adelgazar 200 gramos, como si quisiera tirarse a la pileta. Yo nunca escribo la palabra “pene”, porque lo considero una guarangada, pero lamentablemente los hechos no me dejan opción. Las cosas pasan, o han pasado, independientemente de lo que uno quiera escribir.
Habré corrido unos cuarenta y cinco minutos –en aquel momento lo debo haber sabido con toda certeza, porque en uno de los costados cortos de la galería había un reloj gigantesco que me marcaba el tiempo, siempre escaso, como el capataz de un barco galera–, y de pronto algo dentro de mi cabeza, la misma voz que me recordaba que yo no sabía cómo vivir, que no había debutado y que debía rebajar doscientos gramos, mi voz más profunda, la que siempre pierde fuerza en contacto con el aire, me dijo, en aquel aire íntimo, viciado, vaporoso y caliente de la pileta techada, me dijo que yo debía hacer algo. “Algo tengo que hacer.” Me refería, o se refería, a que no alcanzaba con correr y transpirar. Para bajar los doscientos gramos, debía ocurrir algo imprevisto, y ese suceso debía provocarlo yo mismo. Yo estaba preparado para realizar, con una constancia envidiable y una eficacia apreciable, aquellas tareas que dependían de mi voluntad. ¿Pero cómo podía producir un hecho que ignoraba? Ese era precisamente el sentido milagroso de mi orden: hacer algo que no sabía qué era, para adelgazar los doscientos gramos. Los siguientes quince minutos los corrí escuchando retumbar en mi cabeza, en los huesos de mi cabeza precisamente, y en las zonas más sensibles del cerebro, mi propia voz, algo más gruesa y adulta que la voz con la que hablaba, repitiéndome: “Algo tengo que hacer”, “algo hay que hacer”; como el grito de un entrenador de rugby fuera de la cancha, reprimiéndose apenas de entrar al rectángulo para insultar cara a cara a sus propios jugadores que no están cumpliendo con las órdenes precisas. Sospecho, considerando mis tendencias cinematográficas de aquella época, que lo que ocurrió, ocurrió cuando el reloj marcó las cuatro de la tarde, en punto. A la hora señalada. Si bien fue un accidente, algo de voluntad oculta debe haber jugado su parte, y esperó una hora precisa para marcarse en el tiempo. Me resbalé con mi propio sudor. La suela de goma de mis zapatillas –bajo las cuales llevaba calzados dos pares de medias, para transpirar más–, patinaron en el líquido de mi transpiración y caí, como un bailarín, con una pierna hacia atrás y la otra hacia delante, logrando elongar como nunca lo había logrado ni volví a lograrlo en mi vida. Sentí el tirón en los testículos y en las coyunturas que unen las piernas con la cintura, y me dejé ir. Sí, una vez producido el accidente, el acto de mi voluntad fue retirarse de escena.
Dejar que el accidente sucediera sin utilizar las manos ni la pierna derecha para detener el deslizamiento. Mi cuerpo avanzaba raudo hacia la pared y yo lo dejaba. Mi cuerpo me pertenecía de la manera más completa cuando yo no me hacía cargo de él. Di contra la pared del costado corto de la galería, el costado del reloj, con la fuerza de la hora que había pasado corriendo. Como si todo el esfuerzo invertido desde las tres de la tarde se concentrara para imprimirle violencia al choque entre mi cuerpo y la pared. La planta de mi pie se clavó en el cemento haciéndome crujir la rodilla, y mi cabeza saltó como una piedra hacia delante, sin que yo me opusiera a la inercia. Primero sentí crujir la rodilla, y luego el golpe de la cabeza contra la pared. No dudé cuando percibí la densidad del líquido bajando de la ceja a la pupila: era sangre. Podía distinguirla inmediatamente del sudor. “Ahora”, me dije. “Ahora sí pasó algo. Debo haber bajado los 200 gramos.”
Si había alguien corriendo a mi lado en la galería, no reparé en él. Pero uno de los profesores de natación me vio caer, y subió. Me bajó primero hasta la pileta, me puso una toalla alrededor de la frente y me llevó a la enfermería.
III
En la enfermería me atendió el doctor del club, cuyo apellido siempre ignoré, que era gordo y blanco. Usaba anteojos.
––Creo que me voy a morir –le dije.
La sincera preocupación que apareció en su semblante me asustó.
––Pero, ¿por qué te vas a morir?, ¿qué te pasó?
Ahora pienso que tal vez el hombre se asustó creyendo que el golpe me había dejado algún tornillo flojo. Pero en aquel momento el miedo del doctor no hacía más que confirmar mis arbitrarias presunciones.
––A mi padre lo atendieron hace poco por un paro cardíaco –dije–. Es muy joven. ¿Puede ser que yo me muera por este golpe?
––No –me dijo el doctor, transpirando, nervioso– ¿Cómo te sentís?
––Perfectamente –dije.
––Te voy a dar un punto –me dijo.
Me tiró un spray que se suponía que anestesiaba y me cosió la cabeza como se cose un botón. Ni el dolor del golpe ni el de aquella puntada me preocupaban en lo más mínimo. Pero sí tenía miedo de morir o de volverme loco, de perder la lucidez por culpa del golpe que yo mismo había permitido suceder.
Salí del consultorio con una gasita encima de la ceja, que parecía un paquetito en el que guardar las monedas o un anticipo del piercing que se impondría varias décadas después.
Entré al vestuario y caminé directamente hacia la balanza manual que estaba junto a las duchas. A despecho de mi timidez habitual, que siempre me obligaba a desvestirme como si lo hiciera en secreto, clavar la vista en cualquier parte para no ver a los demás hombres desnudos y caminar hasta las duchas con una toalla alrededor de la cintura, me quité la ropa como si fuera el veterano de una playa nudista y me subí al cuadrado de goma de la balanza con la determinación del despreocupado.
Por muchos esfuerzos que hice por colocar el cilindro metálico de un modo que me resultara favorable, la regla numérica de la balanza informaba que yo no había bajado sino 50 gramos. Estaba excedido en ciento cincuenta gramos y sabía por experiencia que los recuperaría inexorablemente al beber el primer vaso de agua helada que mi garganta pedía a gritos. Bajé de aquel noble y sincero aparato –pocos aparatos me resultan más honestos y transparentes que esas balanzas metálicas, que siempre parecen recién acabadas de construir por Arquímedes–, con una sensación de flagrante derrota apenas atemperada por el imperio de la sed. Las necesidades físicas, ya lo sabía, no eran un castigo, sino una anestesia para olvidar momentáneamente los desafíos del alma.
Me vestí, bajé un piso por la escalera, y me dirigí hacia el bar, sin pensar más que en el agua, en el chorro de agua helada que yo obtenía, ya sin pedir permiso, apoyando la base del vaso en un redondel de metal redondo, junto a un mostradorcito que separaba la cocina del resto del bar, al lado de la barra. Otro aparato noble, aunque un poco más misterioso.
Llené el vaso hasta volcar un poco de agua y la bebí con una velocidad que me hizo doler la garganta y el pecho, mientras miraba de reojo a mi profesor de lucha, Arnoldo Lubiokov, conversando animadamente con la profesora de volley en una mesa pegada a la pared, lejos de la puerta de entrada, a una mesa del baño.
Lo miré de reojo, pero Arnoldo se alegró de verme como si yo acabara de regresar de un largo viaje y fuéramos realmente amigos. Esa ficción de amistad me alegró y honró. Realizó un segundo acto aún más sorprendente: levantó su corpachón de la mesa y se acercó a mí con la mano extendida. Le di mi mano izquierda mientras con la derecha dejaba el vaso a un costado del aparato del agua –raudamente recogido por el mozo y lavado de inmediato con agua caliente–, y Arnoldo me dijo:
–¿Cómo estás?
–No los bajé – dije.
Recién entonces reparó en la gasita y me preguntó sin preocupación:
–¿Qué te pasó?
–Nada –desestimé virilmente.
–No te preocupes por el peso –me dijo Arnoldo–. Estás preparado para luchar con uno de diecisiete.
Y agregó:
–¿Me podés hacer un favor?
–Por supuesto.
Arnoldo se tomó el mentón con la mano y creo que pensó sus siguientes palabras.
–¿Sabés que me mudo? –dijo.
–No –dije–. Ni idea.
Cualquier detalle de su vida privada era para mí un tesoro invalorable, y no podía explicarme por qué me lo regalaba de aquel modo inesperado. Quizá fuera que se estaba apiadando de mi herida craneana y mi exceso de peso.
–Me mudo. Por primera vez en mi vida pude comprarme una casa. En provincia, pero es mejor que alquilar.
Asentí sin poder creer en mi suerte. Llevábamos ya varios segundos hablando de hombre a hombre, sin que Arnoldo intercalara las únicas frases que habitualmente me dirigía: “Levante la cabeza”, “Tírese a las piernas del rival”, “Corra erguido”. Siempre con ese “usted” implícito que me hacía sentir un soldado de Israel.
–Marta me acaba de llamar para pedirme que la ayude a bajar una mesa por la escalera. No quiere que la baje el portero porque ya nos rompió una silla. ¿Vos podés ir a darle una mano? Yo tengo que subir a entrenar al Chileno.
El Chileno era una de las grandes promesas de nuestro equipo. Un muchacho de unos veinte años, con unas espaldas enormes y una renegrida barba negra. Por algún motivo, el gentilicio “Chileno” me lo hacía parecer menos judío. Como si no pudiera haber judíos más al sur de Argentina. Siguiendo este razonamiento absurdo, suponía que el Chileno se había asociado al club simplemente porque el nuestro era uno de los mejores equipos de lucha, lo que no era exactamente cierto, aunque teníamos algunos de los mejores luchadores de la liga.
Yo era bueno para los mandados. Por eso en el colegio me habían elegido para llevar a enmarcar la lámina. Era honesto, prudente y eficiente. Como la balanza manual, aunque buscaba, para mí, el misterio del surtidor de agua.
Hice un gesto que, en sustancia, era de cuadrarme, porque cualquier pedido de Arnoldo era una orden para partisanos. Esas órdenes que no descienden de un escalafón militar, sino de un dirigente informal que, en la espesura del bosque, logra autoridad por medio del consenso y la camaradería.
Caminé las seis o siete cuadras que
separaban el bar del departamento alquilado de Arnoldo, en Bartolomé Mitre y Castelli. Era pleno Once, pero la esquina de su edificio había logrado de algún modo sustraerse al bullicio de los negocios de tela y aparentar situarse en una límpida y silenciosa calle de barrio, como podría haberlas en Morón, Paternal o Villa Ortuza. Toqué el timbre del portero eléctrico y, después de un silencio de sorpresa al escuchar mi nombre, Marta hizo sonar la chicharra que abría la puerta. Por entonces no hacía falta que los propietarios bajaran a abrir la puerta de la calle. Eran tres pisos por escalera.
Subí la escalera sintiendo latir mi cabeza y pensando que aquel liviano ejercicio era inútil: yo pesaría de más hasta el día siguiente, y probablemente hasta el próximo torneo.
Me abrió la puerta Marta. El departamento estaba vacío, y algunas partículas de polvo todavía revoloteaban por el ambiente principal. Sólo quedaba la mesa que yo debía ayudar a bajar: una larga mesa de fórmica con patas metálicas. La verdad es que no veía cómo podía llegar a romperse esa mesa, y de pronto se me pasó por la cabeza la idea de que Marta en realidad había llamado a su marido sólo para tenerlo a su lado durante la mudanza.
Marta se había vestido con lo que yo llamaría unos trapos negros, para enfrentar la suciedad y los rasgones del embalaje. Parecía una monja.
–¿Cómo te va? –me preguntó–. ¿Y qué te pasó?
–Nada –repetí.
Marta, igual que su marido, no insistió. Una de las grandes ventajas de aquel matrimonio que no eran mis padres era que no estaban obligados a saber mucho más de lo que yo quisiera contarles. Si todas las relaciones entre personas pudieran contar con una fórmula semejante, seguramente la herida de las pasiones sería mucho menos cruel en la carne humana. Pero, por ejemplo, yo necesito saberlo todo acerca de las personas que amo, y no puedo soportar que alguien que amo no quiera saberlo todo de mí, aunque me desespere por ocultarlo.
Le transmití el mensaje de Arnoldo y situé a mi profesor en el gimnasio, haciendo flexiones junto al Chileno. La tibia mueca de decepción de Marta me confirmó que había hecho bien en no decirle que, para transmitirme sus órdenes, Arnoldo había interrumpido una conversación con la profesora de volley.
–En quince minutos vienen a buscar la mesa –me dijo–. Viene una camionetita sin peón, y no puede estacionar. La tenemos que bajar enseguida.
Asentí y me senté en el piso, contra el zócalo de la pared más larga de aquel enorme ambiente vacío. Desde mi posición se veía el cuarto matrimonial y el baño, tras la puerta entreabierta. El dormitorio era lo que más vacío parecía. La puerta del placard abierta, con un alto espejo que no reflejaba nada.
Marta estaba más fea de lo habitual. Se mantuvo parada y silenciosa contra la pared. Tenía el escaso pelo recogido y negro, ahora sé que teñido. No creo que tuviera alguna afección específica, pero tenía muy poco pelo. Se le veían las sienes y su frente era desagradablemente amplia. A diferencia de la mayoría de judías que yo conocía, Marta carecía de pechos. Más de veinte años más tarde, en Israel, llegué a la conclusión de que el pueblo de Israel, genéticamente, cuenta con una enorme cantidad de mujeres de grandes pechos, y se me ocurrió que ese país podría exportar pechos y, a cambio, importar culos, que escaseaban. Pero entonces, yo no tenía el menor interés en ver el culo de Marta.
Repentinamente, la súbita tranquilidad que me acompañaba siempre frente a Marta, cuando me encontraba con ella en el gabinete psicopedagógico del colegio, motivada por la certeza de que era la única mujer con la que no sentía deseos de acostarme, se transformó en una depresión pastosa. Me dije que tenía tan mala suerte que justo el día en que me tocaba compartir una habitación a solas, con una mujer que no era mi madre, mi compañera era una anciana fea, asexuada, y esposa de mi héroe.
–Qué cara –dijo Marta.
–Qué gesto –bromeé.
–¿Cuál es el gran problema?
Hice que no con la cabeza, desestimando mi propia posible respuesta. Seguimos en silencio y pasé a imaginar a la profesora de volley en aquel mismo cuarto. Olvidé a Marta, me olvidé a mí mismo, y me vi con la profesora de volley, pasándole una pelota blanca por sus blancos pechos, hasta el ombligo, ida y vuelta. Cuando me quise dar cuenta, tenía una erección que parecía una mascota escondida en mis pantalones.
–Voy al baño –dije. Y caminé, infructuosamente, lo más disimuladamente que pude.
Cuando abrí del todo la puerta, descubrí una pequeña sorpresa. Una balanza de pie, de esas pequeñitas y romboidales. Cerré la puerta y me pesé antes de abrirme la bragueta. Pesarme se me había vuelto un hábito. También esta balanza automática decretó 150 gramos de más. Funcionaba a la perfección. Volví a pesarme después de orinar, con cierta esperanza y el miembro en descanso. Pero los ciento y casi cincuenta gramos seguían allí.
–¿La balanza no la bajamos?
–Estaba en el departamento –respondió Marta–. Es de los dueños.
–¿Funciona bien? –pregunté.
–Más o menos –dijo Marta–. 100 gramos más, 100 gramos menos.
Me sonreí cínicamente (con el cinismo infantil de un chico de catorce años), sin explicarle por qué, y volví a ocupar la posición de sentado en el mismo sitio, pero no volví a sumirme en mis pensamientos.
–¿Ahora me podés decir cuál es el gran problema? –dijo Marta–. Y qué te pasó en la cabeza.
Volví a sonreírme, comencé a agitar la cabeza en una negativa, pero súbitamente, mi voz oculta asomó a la superficie y dijo con el mismo tono con que yo la escuchaba dentro de mi cabeza:
–Quiero coger.
Marta se desconcertó durante no más de un segundo y luego recuperó rápidamente su lugar de tutora.
–Ese ya podemos decir que es un problema viejo para vos –dijo con una sonrisa–. Y lo principal es no desesperarte. Ya te expliqué. Ya sé cómo te sentís respecto a los demás chicos del curso. Pero, ¿qué sabes cómo se sienten ellos? Quizás el día que te pase a vos, te sientas mejor de lo que se van a sentir ellos el resto de su vida.
–Sí, sí –dije–. Siempre que te escucho me tranquilizo, pero después me vuelve a agarrar la desesperación.
Entonces una nueva voz apareció también en Marta. Era una voz femenina pero densa, como ronca y a la vez sensual.
–Hay algo peor que no haberlo hecho nunca –dijo sin mirarme–. Y es no volver a hacerlo nunca más.
Me levanté porque algo me impedía permanecer sentado después de escucharla. Fui hasta su pieza matrimonial y me miré en el espejo. Estaba pálido e hice algo que había leído muchas veces en distintos libros pero que nunca me había ocurrido: tragué saliva. Hasta ese día yo pensaba que el acto de tragar saliva por una emoción no era más que una metáfora literaria, como que a las heroínas se les ensancharan las fosas nasales cuando vivían momentos de gran tensión.
Regresé al ambiente grande y ya no pude sentarme.
–Ustedes –dije–. Vos y Arnoldo, tienen derecho a dar consejos. Siempre los veo tan bien. Son de las pocas personas a las que me gusta escuchar.
Marta dejó escapar una mezcla de risa desencantada y resoplido.
–Ahí tenés –dijo Marta–. Vos te imaginás las cosas. Te imaginás que todos los compañeros de tu curso son felices. Pero, ¿cómo podés saber que Adolfo y yo…?
–¿Quién es Adolfo?– la interrumpí.
–Arnoldo, quise decir –exclamó Marta. Y se tapó la boca como quien acabara de proferir una mala palabra desconocida y brutal. Por entonces ya casi no existían judíos de la generación de Marta llamados “Adolfo”; no había ningún “Adolfo”: había deformado de la peor manera el nombre de su único hombre.
No terminó la frase. En cambio, mudando arbitrariamente de tema, me preguntó:
–Pero qué es lo que querés, vos…
–Ya te lo dije muchas veces. Y hoy también –preferí hablar–. Pero…
–¿Pero qué?
–Pero sin putas ni mucamas. Y además…
–¿Además qué?
Me acerqué a Marta y le dije mi secreto al oído. Tardé unas cuantas palabras en explicarle lo que yo quería, e incluso me parecieron muchas más que las que realmente dije. Básicamente le dije que yo no quería “hacer el amor” como hasta ahora me habían contado todos que lo habían hecho, ni como lo había visto en los libros o escuchado en las clases de educación sexual. Ni siquiera como lo hacían en las películas. Yo lo quería hacer de una manera que me parecía incluso más prohibida que el acto de fornicar.
–Bueno –me dijo Marta–. Hacelo.
“Sí”, estaba por responderle, “Qué fácil es decirlo”. Pero Marta me silenció.
Había inclinado su torso contra la mesa y me mostraba las nalgas. Se levantó los trapos negros y no llevaba bombacha. ¿Tal vez se la había quitado cuando me metí en el baño? ¿Sabía, como una pitonisa envuelta en ropas negras, lo que ocurriría? Yo tengo que decir que esa belleza no me la esperaba. No en Marta. Eran dos nalgas blancas que parecían refulgir con una luz que aparecía y se quedaba en ellas. Todo objeto luminoso contagia de algún modo su luz, por mínimo que sea el alcance, a sus cercanías; pero las nalgas de Marta se alumbraban a sí mismas de un modo exclusivo; brillo era una palabra que le quitaba poder a esa maravilla. Parecía que nadie las hubiera mirado nunca, y mucho menos tocado. Eran un promontorio liso y compacto, saludable y prohibido; una montaña hecha a mi medida, tan alta como mi deseo. Yo nunca había visto algo tan bello. Y belleza tampoco era la palabra: era mejor. Era la felicidad que yo nunca iba a encontrar.
Me acerqué sin decir una palabra. Me bajé los pantalones sin hacer ruido, o al menos no escuché ni el ruido del cierre al deslizarse por la bragueta. Marta respiraba fuerte y aguardaba. Apoyé cada una de mis manos en cada una de sus nalgas. Eran dos nalgas enormes, rellenas y tibias, mejores que pelotas de volley. Creo que la posición ayudaba mucho. Era como lo que yo imaginaba en mis noches más desoladas.
Cuando entré, descubrí que yo había nacido para eso. No sabía cómo quería vivir, pero no perdería el tiempo si, aun sin saberlo, mi vida no era más que una sucesión de aquel preciso momento. Marta me obligó a detenerme con un leve quejido y tomó un par de decisiones, rápidas y acertadas. Entonces comencé a trabajar en aquella aventura deliciosa. Me quedó apenas un resto de razón para preguntarle:
–¿No hay que cuidarse? –Una frase que había leído en un folleto de educación sexual español.
–Así no hace falta –me contestó Marta entre jadeos.
Me entregué. Eso era la calma y la euforia. Era mi victoria. Mi vocación. No era que yo fuese especialmente bueno, hábil o displicente en aquellos menesteres, pero, ¿quién dice que las vocaciones que nos tocan son aquellas en las que mejor nos desenvolvemos? Yo he aprendido que nuestra vocación puede ser una disciplina que nunca.
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