nº 132
DICiembre 2005
 
 
Debates
 

El lado adolorido de la cama
La agonía sexual de José María Arguedas

ToÑo angulo daneri

Autor de novelas como Los ríos profundos (1956), una de las obras clave de la literatura hispanoamericana, el peruano José María Arguedas fue un exponente de aquella cosmovisión andina, a menudo trágica y entregada a la nostalgia, que atraviesa toda su obra. Más allá de su constante denuncia en pro del indigenismo, su vida sentimental –y sexual– fue una vorágine de relaciones con prostitutas y mujeres tormentosas que afianzaron la angustia que lo condujo al suicidio. Este es el relato de un hombre atrapado entre el deseo y la culpa, entre vírgenes y putas.


Cuatro meses antes de suicidarse, José María Arguedas estuvo deambulando por unas calles del centro de Santiago de Chile tratando de encontrar una última mujer que le devolviese el sentido de la vida. Buscaba una prostituta, y no era la primera vez que lo hacía. Según él, en 1944 se le había desatado una “dolencia psíquica” contraída durante su infancia, y entonces sólo un cariño alquilado lo había salvado, devolviéndole la vitalidad que “su cuerpo y alma necesitaban”. Esa primera vez había sido una zamba alegre, joven y gorda, escribió años más tarde. Después había de repetir la misma fórmula de salvación en Guatemala y, hasta donde se sabe, también en el puerto peruano de Chimbote. De modo que aquella última vez, caminando por las calles prostibularias de la capital chilena, Arguedas debía estar haciendo un esfuerzo final por sentirse vivo. Ese peregrinaje comenzó una noche de invierno. Un jueves. Al menos así le contó a su psicoanalista.
Aquel día había esperado durante toda la mañana una carta de Sybila Arredondo, su segunda esposa, una chilena que vivía con él en Lima. Cuando al fin la recibió, ya era de noche y él estaba acostado en su cama, atormentándose con la idea de que Sybila no le había escrito. Nadie sabe si en ese momento leyó la carta ni tampoco lo que esta decía: eso sólo se lo confió a su doctora Lola Hoffmann. Aunque era tarde, Arguedas se puso un abrigo y salió hacia una estación de autobuses para enviar unos capítulos de su última novela a un crítico literario. Como la estación estaba cerrada, se quedó paseando por ahí, en la zona del puerto del río Mapocho. Era un lugar sombrío y sucio, con puestos de fruta y de comida al paso: un barrio de putas que Arguedas describió luego como una gusanera abyecta y abismal. De pronto aparecieron unos policías y entraron en una boîte. A él, que dudaba entre ingresar tras ellos o aguardar a que se marcharan, se le acercó una mujer con aspecto y ropas de campesina. De su mano traía a una niña.
La campesina comentó algo acerca de los policías. Después le dijo: “¿No quisiera acostarse con esta guagua o conmigo?”. Arguedas le preguntó qué edad tenía la niña. “Doce”, respondió la mujer. En ese instante él se alejó. Pero no del todo. Continuó dando vueltas por ahí, mirando en silencio, con las manos dentro de los bolsillos de su chaqueta. Hacía tanto frío que el aire salía de su boca convertido en una especie de neblina, blanca y espesa. Al rato se le acercó otra mujer y pidió que le convidara a un trago. Era una chiquilla muy flaca a quien le faltaban algunos dientes, y que iba y venía en un espacio muy reducido, “como ciertos animales enjaulados”. Arguedas primero dudó. Dio más vueltas. Finalmente le dijo que sí y entraron en un hotel que en lugar de un vestíbulo tenía una barra de bar. En una carta angustiosa que escribió a su psicoanalista Hoffmann esa misma noche, le confesó que ni siquiera pudo desvestirse. Apenas accedió a tocar el cuerpo helado de la muchacha. Pero aun así, regresó la noche siguiente. Y también la del sábado. Esas dos últimas noches, había de recordar, fueron peores para él.
Para ese tiempo Arguedas ya se había casado dos veces y había tenido al menos un amorío en paralelo a su primer matrimonio. Desde un punto de vista estadístico, ese comportamiento infiel no es distinto al de la mayoría de los hombres. La diferencia es que él no se ufanaba de ello. Al contrario: sentía culpa. Sufría. Lo mismo podría decirse de su fascinación por ir de putas. Es muy común que muchos hombres lo hagan. Para algunos, es incluso un acto normal, hasta rutinario, sobre todo en instantes de desolación, despecho, o para echar al olvido algún conflicto de la vida doméstica. Arguedas había crecido además en una época en que los hombres solían iniciarse sexualmente en los burdeles. Sin embargo, él no parecía disfrutar ninguno de esos lances eróticos. Le atraían, no tenía fuerzas para escapar de su embrujo lascivo, pero al mismo tiempo –como el vértigo a las personas que tienen terror a las alturas– le causaban repulsión y pánico. En una de sus primeras cartas a su psicoanalista había admitido que “la conclusión” de esas tentaciones sexuales “no me producía sino asco al mundo”. Ese asco era igual con todas las mujeres.
¿Por qué, entonces, el encuentro con una prostituta “salvadora” podía devolverle la vida?

Todos los relatos de Arguedas pueden leerse como fragmentos de su autobiografía: de una sola e inmensa confesión. Esto, que podría decirse de cualquier escritor, en su caso era más evidente. Él mismo se encargó varias veces de remarcar ese sello rememorativo y nostálgico de su obra. Hasta sus trabajos antropológicos partían siempre de él y de su memoria. Así, cotejando sus cuentos y sus novelas con ciertos recuerdos que él empleaba para comenzar un discurso o un ensayo, uno puede ver que Arguedas se construyó a sí mismo como el gran personaje de sus ficciones. Es obvio que esto ha servido para la discusión de críticos literarios, sociólogos y psicoanalistas, que, como es lógico, jamás se pondrán de acuerdo. Pero en sus últimos años de vida Arguedas fue tan sincero en muchos temas –como una forma de exorcizar quizá los traumas de su infancia–, que no quedan dudas. El más claro de esos temas fue su atormentada sexualidad. Bastaba que él contara algún episodio de su biografía para que alguien que hubiera leído su obra supiese quién era quién en tal o cual relato. Hay incluso un libro completo, Amor mundo, que él admitió haber escrito por prescripción de un psiquiatra. Son cuatro cuentos, y todos giran alrededor del sexo.
Como casi todo en su niñez, los primeros contactos que tuvo José María Arguedas con el sexo fueron de una brutalidad terrible. Él empezó a hablar de ellos recién a partir de 1965, cuatro años antes de suicidarse, cuando ya tenía cincuenta y cuatro. Este ocultamiento durante tanto tiempo de esos episodios que lo habían marcado de por vida dice, en cierta forma, cuánto debían dolerle y avergonzarlo. Su madre había muerto cuando él no había cumplido todavía tres años, y su padre, que era abogado, se casó por segunda vez con una viuda adinerada. Ello motivó que él y su hermano mayor, Arístides, se fueran a vivir a casa de su madrastra. En verdad habría que decir a merced de su madrastra y de otro personaje aún más cruel que ella: Pablo Pacheco, su hermanastro. Desde un principio quedó claro cuál sería el papel del niño José María en esa nueva familia: sirviente, igual que los indios. Eso quería decir: dormir en la cocina sobre pellejos de ovejas o dentro de una batea, despertarse de madrugada a cortar alfalfa para los animales de la granja, contentarse con porciones miserables de comida y dejar que su cabeza se llenara de piojos. El precioso regalo que recibió a cambio, según él, fue haber aprendido el quechua como idioma materno y haber conocido la ternura impagable de los indios. Hasta que una noche, Pablo Pacheco entró a despertarlo con un bastón.
Su hermanastro era un hombre abusivo y despótico, como casi todos los gamonales de esa época, sólo que peor. Era racista, explotador, inmisericorde con el sufrimiento ajeno, pero además era un sádico y un exhibicionista. Según Arguedas, tenía un poder desmedido en el pueblo, a tal punto que podía mandar a prisión a quien quisiera con sólo ordenarlo. Aquella noche que después el escritor habría de recordar, primero en sus ficciones y luego en sus cartas y ensayos autobiográficos, Pablo Pacheco lo despertó y le exigió seguirlo. “Vas a saber qué cosa es y cómo es ser hombre”, le dijo. Lo llevó a casa de una señora, a cuyo esposo había enviado a cumplir una tarea fuera del condado. Al parecer, ésta era una de las varias mujeres que su hermanastro había sometido para convertirlas en sus amantes. Una vez dentro, cuando la mujer se dio cuenta de que José María estaba con él, le pidió que por favor se fuera. Forcejearon. Pablo Pacheco la amenazó con gritar para despertar a sus hijos pequeños, para que estos los vieran teniendo relaciones sexuales. Finalmente la señora se arrodilló y empezó a rezar, llorando, mientras el hermanastro la violaba. Arguedas contaría años más tarde que esa noche él también se arrodilló y rezó.
Aquélla no fue la única vez que su hermanastro lo llevó como testigo de sus vejaciones sexuales. De una de esas incursiones debe haber sacado una idea –tal vez la frase exacta– que después habría de utilizar en uno de sus relatos de Amor mundo. Mientras un gamonal ordena a sus hombres tumbar en el suelo y abrir de piernas a una mujer para violarla, nuevamente enfrente de un niño, les dice: “Mejor si se queja. Más gusto al gusto”. Junto con lo atroces que resultan estas imágenes, y lo pavorosas que debieron ser para Arguedas presenciarlas cuando era niño, hay una más, una escena final de su infancia traumática de la que sólo escribió pocos meses antes de suicidarse. Es el episodio de su debut sexual. Así de abrupto: fue forzado por una mujer embarazada. En realidad, Arguedas se preocupó por recordar ese momento con la sutileza suficiente para dar a entender que no fue del todo un acto de violencia, sino que él también participó como un cómplice seducido. Dijo que la mujer se arrastró “como una culebra” y que después de levantar la manta con la que dormía, empezó a acariciarlo mientras él se dejaba deslizar dentro de ese “dulce arcano maldecido donde se forma la vida”. Fue una de esas iniciaciones sexuales que inauguran una particular visión del sexo para toda la vida. En su caso, una muy terrible: el sexo es deseo, aunque también es un acto forzado, obligatorio.
Pero al mismo tiempo, para algunas mujeres, como las que violaba su hermanastro Pablo Pacheco, el sexo es dolor y llanto. Es sufrimiento. Otro de los niños personajes de Amor mundo habla por Arguedas y discute con un guitarrista, que es bastante mayor que él, sobre si las mujeres gozan cuando tienen relaciones sexuales. El niño tiene una certeza acerca del tema: “La mujer sufre. Con lo que le hace el hombre, pues, sufre”. El guitarrista refuta su teoría y casi hasta se burla del niño, a lo que este se impacienta y le grita: “¡No goza!”. Por último, sabiéndose perdido ante los argumentos que enumera su amigo adulto, se aleja y se acuesta al pie de un árbol, donde se arrulla hundiendo la cabeza entre unas hojas amarillas y rojizas caídas sobre la grama. Allí, ya solo y triste, piensa: “La mujer es más que el cielo, llora como el cielo, como el cielo alumbra. No sirve la tierra para ella. Sufre”. Aunque parezca increíble, muchos años después, cuando Arguedas era aun mayor que el guitarrista de su cuento, seguía creyendo lo mismo que su niño personaje. Una vez admitió: “Para mí la mujer es un ser angelical. Hacerla motivo del apetito material constituye un crimen nefando, y aún sigo participando no sólo de esa creencia, sino de la práctica”. ¿Qué quería decir con participar también de esa práctica?

Arguedas sabía que el más abominable de sus traumas era sexual.
Tenía una absoluta conciencia de ello, de ahí su tragedia. En varias de las cartas que escribió a su psicoanalista Hoffmann repitió con pocas variantes esta confidencia: “Creo que la conciliación con mis problemas sexuales ya no es posible. ¡Cuánto he hablado de esto!”. Leyendo esas cartas, uno llega a deducir que Arguedas solía rechazar la relación erótica con sus mujeres. Huía de ellas. Hasta podría decirse que buscaba y aceptaba invitaciones a viajar como una forma de eludir el natural contacto físico que supone la convivencia. Otras veces, luego de haber accedido a tener una relación, y más como si fuese un deber impuesto y no como una muestra de amor placentero, lo abrasaba una culpa infernal e irreversible. Esta aversión a toda intimidad conyugal no varió durante los veinticinco años que duró su matrimonio con Celia Bustamante, su primera mujer, ni cuando se casó después con
Sybila Arredondo. Tampoco parece haber sido distinto en sus otros dos romances públicos: una aldeana llamada Vilma Ponce, y una mujer casada, chilena, de nombre Beatriz. Las diferencias, en todo caso, tenían que ver con la manera en cómo establecía sus afectos con ellas.
Celia Bustamante fue en cierto modo una madre para él. Mejor dicho: ella representaba a esa pareja típica, según el psicoanálisis, en que una mujer maternal reemplaza a la madre ausente en un hombre que quedó huérfano de niño, como Arguedas. Es más, Celia fue en realidad dos madres para él, pues mientras vivió con ella lo hizo también con su cuñada, Alicia Bustamante. En una carta a su amigo John Murra, un antropólogo estadounidense, se lo explicó así: "Las invalideces de la niñez creo que fueron como amamantadas durante los 25 años de matrimonio en que estuve tan bien atendido por las dos señoras, generosas, protectoras y autoritarias". Es posible que Arguedas haya sido un tanto injusto al calificar con tanta severidad a aquellas mujeres. Sin embargo, el dato que vale aquí es su descarnada sinceridad. Para él las cosas eran así. Así las percibía. Con esa misma franqueza, en una de las primeras cartas que le escribió después a la doctora Hoffmann, le confesó: “Al llegar tuve una relación con mi esposa [Celia], prolongada y excesiva. Me hizo daño. Hacía tiempo que no tenía contacto con ella”. Y más adelante: “Ella se excitó muchísimo. Luego amanecí sumamente deprimido”. Con Sybila Arredondo le ocurría lo mismo.
Pero con una diferencia esencial: Sybila era para él lo contrario a una madre. Cuando se conocieron, en la casa de Pablo Neruda en Santiago de Chile, ella encarnaba a su manera la figura de la mujer emancipada de la década de los sesenta. Era joven, mucho menor que él, y sin embargo ya se había divorciado una vez y se las arreglaba para mantener sola a sus dos hijos pequeños. Sybila cuenta que fue Arguedas quien la sedujo, llevándole libros y regalos siempre que iba a Santiago a visitar a su psicoanalista. También que fue él quien le propuso casarse, y que luego de la boda se mudaron a vivir definitivamente a Lima. Pasados los primeros meses de convivencia, ese periodo en que la vida en pareja evoluciona de la ilusión al mutuo conocimiento, Arguedas empezó a reprochar lo que él llamaba una falta de dedicación de su nueva mujer a los quehaceres domésticos. Otra vez fue severísimo en su juicio. En la correspondencia que mantenía a la par con su amigo Murra y con la doctora Hoffmann, lamentó repetidas veces que Sybila no fuese una ama de casa diligente, sacrificada ni ordenada en la vida hogareña. “Mi mesa de escritorio tiene, sin exagerar, tres rumas de papeles y revistas que dejan apenas espacio para la máquina de escribir”, se quejó alguna vez. “Las cortinas siguen prendidas con unos alfileres que aquí llamamos imperdibles.” Además, lo peor para él era que Sybila parecía demasiado independiente, con muchas actividades fuera de casa. En suma, no era una madre abnegada. Al menos no para él.
Su vida íntima dentro de este segundo matrimonio también fue para él una fuente de padecimientos y lamentaciones. Se habían casado en mayo de 1967, de modo que habrían de vivir juntos tan sólo dos años y medio, pero ese corto tiempo fue suficiente para que Arguedas volviera a sentirse asfixiado por aquello que para muchas personas sería apenas una vida erótica contenida, rutinaria e infrecuente. En una carta de diciembre de 1968, Arguedas describió a Sybila Arredondo como una “ardiente compañera en el lecho y, por eso, para mí temible”. Era cierto: Arguedas tenía miedo de algunas mujeres, en especial de las que él llamaba “devoradoras” o, como explican las críticas Francesca Denegri y Rocío Silva en su ensayo Lo que ansío es ser amado con pureza: sexo y horror en la narrativa de Arguedas, mujeres que al ser eróticamente independientes, pueden gozar el sexo con entera libertad y manejar conscientemente su deseo y sus estrategias de seducción. Cuando recién empezaba a frecuentar a Sybila, por ejemplo, le contó a John Murra: “De ánimo, voy raro. Soltero a los 54 años, bajo de fuerzas. Debo eliminar a Sybila. No quiero que me devoren, en todo caso es preferible que yo mismo me devore. He llegado a temer a las mujeres, mucho”. Y luego: “Jamás sabremos qué mueve a una mujer devoradora”. En un sentido estricto, una prostituta debería tener una mayor imagen de devoradora que una esposa, con quien se supone que está de por medio el amor. Para Arguedas, sin embargo, no era así.
Su romance ideal tal vez haya sido Beatriz, aquella chilena casada a quien Arguedas se refería sin apellido. Es decir: un idilio casi sin sexo, limitado a citas furtivas o quizá sólo epistolar. Un amor platónico, en el sentido común que se da a esta palabra. Según parece, a Beatriz también la conoció en unos de los viajes que hacía a Santiago con frecuencia para conversar con la doctora Hoffmann. En Chile, Arguedas tenía un sobrenombre: lo llamaban El Brujo porque decían que tenía un talento de hechicero para encandilar a la gente con sus historias y persuadirlas a hacer lo que él quisiera. Con ese encanto sedujo a Beatriz, pero al cabo de algunos meses el marido de ella descubrió las cartas que se enviaban y armó un escándalo familiar. Arguedas no solamente dejó de escribirle, sino de mencionarla en sus textos autobiográficos, como si la hubiera borrado de pronto de sus afectos. En cuanto a Vilma Ponce, la noticia de su amorío con ella fue en verdad una controversia acerca de una hija que tuvo esta mujer, y que Arguedas firmó como si fuera suya. El revuelo acabó cuando él mismo reconoció que eso era imposible, y pidió a unos parientes que lo ayudaran a enmendar la partida de nacimiento de la niña. Su hermano Arístides selló el tema con una confesión que años más tarde Sybila Arredondo habría de repetir con las mismas palabras. Dijo que José María era estéril.

La noche siguiente a su encuentro con aquella muchacha prostituta en un hotel de los bajos fondos de Santiago, Arguedas había de volver al mismo lugar. Él llamaba a esas mujeres a veces con desprecio, “idiotas antivírgenes”, y otras con lástima, “tristes mariposas nocturnas”. Anduvo buscando a la misma chica de cuerpo helado sin saber por cuánto tiempo, pero al final no la encontró. Halló, en cambio, a una chiquilla de unos diecisiete años y, según él, permitió que ella tomara la iniciativa. Lo condujo a otro hotel, pidió que le pagara por adelantado y se desnudó. Nuevamente Arguedas describiría su cuerpo como un témpano de hielo que congeló a la vez el suyo. Dijo que le hizo propuestas inadmisibles, ante las cuales él reaccionó con una especie de indiferencia corporal: no hizo nada. Al parecer, a la muchacha le entró cierto remordimiento, mezclado con una mirada que él entendió como de menosprecio, y quiso devolverle una parte del dinero, a la vez que empezó a vestirse de nuevo. Tenía puesto un “pantaloncito blanco”. Él permaneció todavía un rato más en la habitación. A las dos de la madrugada de ese viernes regresó a la casa donde se alojaba, tomó un papel y escribió unas líneas a mano: “Me aterra esta casi vehemencia de buscar prostitutas”. Al día siguiente, en esa misma hoja, recordaría algunos detalles del episodio, aunque entonces lo hizo a máquina. Calificó a la chica de “atroz”, pues al mirarlo con pena y demostrarle que estaba pagando por nada, lo había apabullado.
Aun así, volvió una noche más. Le salió al encuentro una mujer gorda que le pareció joven y la siguió hasta el burdel donde trabajaba. Estuvieron bebiendo pisco durante un rato, charlando quién sabe de qué, pero después tuvieron una discusión por dinero. Parece que la mujer trató de cobrarle de más. Una vez en la alcoba, tampoco ocurrió nada. “A pesar de todas las cochinadas que hizo, yo seguí impotente”, escribió algunas horas más tarde, ya de vuelta en su cuarto. Recordó que lo mismo le había pasado cierta vez en un prostíbulo de Chimbote, pero que entonces había encontrado consuelo “en la descomunal tortura del vicio solitario” con la que años antes acostumbraba apaciguar sus soledades de adolescente. Sin embargo, esa madrugada de sábado ni siquiera eso consiguió. Alguna vez había recordado que un médico psiquiatra “me exigía que tuviera relaciones, lo más continuado posible, para afirmar mi masculinidad y desterrar el terror”. Por esos días ya había empezado a repetirse la idea de que estaba en la etapa “más peligrosa” de su vida. Que debía salir de ese torbellino. “Antes de irse.”
José María Arguedas se disparó un balazo en la sien ante un espejo, en el baño de la Universidad Agraria La Molina, donde entonces enseñaba. Fue el 28 de noviembre de 1969, dos meses después de haber regresado por última vez de Santiago de Chile. Tres años antes también había intentado hacerlo tomando una sobredosis de barbitúricos. La mayoría de los que han escrito sobre él y su obra han omitido sus conflictos sexuales, en parte por pudor, pero casi siempre porque han preferido destacar su denuncia de la explotación del indio. Es obvio que hay una intención ideológica en la división que planteaba Arguedas de sus mundos vitales y narrativos. Es decir: entre la costa y la sierra, el castellano y el quechua, la pureza rural y la descomposición urbana, el terrateniente brutal y el campesino humillado. Pero es probable que esta otra división entre una mujer inmaculada y virginal a la que el hombre no debía manchar de sexo ni siquiera si se casaba con ella –pues eso le causaba, según él, sufrimiento– y, de otro lado, una mujer que al gozar de su erotismo se maldecía en su condición de puta, haya sido el mayor combustible para la depresión que lo consumía. Alguien así podía enamorarse, como que de hecho Arguedas se enamoraba, pero ese amor estaba condenado a ser siempre incompleto, incomprendido. Al menos en este mundo.




ToÑ0 Angulo Daneri (Lima, 1970) Es periodista y escritor. Ha publicado el libro de crónicas Llámalo amor, si quieres (Aguilar, 2004). Es editor general de la revista Etiqueta Negra.

     
   
 
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