Teatro y Política
Relaciones necesarias y antagónicas
Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
Desde la época de Piscator y el “teatro documento”, y de Bertold Brecht a Tom Stoppard, la dramaturgia ha servido de vehículo ideológico y de espejo crítico de las sociedades. La última concesión del Premio Nobel de Literatura a un autor como Harold Pinter no ha hecho más que poner de manifiesto la relevancia de estas liaisons dangereuses de toda la vida.
Lo que me sorprendió fue la fortaleza encerrada en un cuerpo tan frágil. La estampa de Harold Pinter a la puerta de su casa, apoyado en un bastón, envejecido, tan cambiado y consumido físicamente, contrastaba con la rotundidad de sus declaraciones políticas y de sus obras de teatro. Como es común a la hora de la concesión del Nobel, se habló de su compromiso político y se dejó aparte la importancia de su teatro. Ni nos pilla de sorpresa ni ha de escandalizarnos. El Nobel de Literatura es un segundo Nobel de la Paz y lo que cuenta es el compromiso político, social, civil, y la obra literaria, bueno, la obra literaria está ahí, se da por supuesta, aunque no sé si por leída.
No es novedad que el escritor mantenga algún tipo de relación con la política (y no me refiero a la relación que como ciudadano pueda tener). En el caso del teatro esto se lleva un punto más allá, pues el teatro es un arte que participa de la literatura pero la sobrepasa y es susceptible de llegar a un público más amplio que una novela o un libro de poemas. Por otro lado, la estructura dialogada permite una mejor exposición de tesis y antítesis que en una novela.
Por razones obvias, sólo unos pocos, entre ellos Edward Said, se han atrevido a enunciar una verdad simple y evidente: la obra de arte no está aislada de la sociedad, por el contrario surge del humus que es esa misma sociedad. La obra de arte es algo terrenal, apegado a la realidad. Refleja las tensiones, las dudas, las certezas y las esperanzas sociales. De algún modo es, entonces, política, aunque sea sutilmente o incluso a su pesar (a pesar del escritor que intenta no serlo). Hay algunos que se toman como el más horrendo de los insultos el que los califiquen de tales, como si pudieran no serlo y escribieran en el vacío y para la nada. En el fondo, vienen a decirnos que teatro político es aquel explícitamente político, sermoneador, en una palabra. A lo mejor no les falta razón, las obras así terminan por parecerse más a un sermón que a cualquier otro género literario.
Hay, a pesar de esta comprensión tan reductiva de lo político, otras maneras. Bertold Brecht nos legó una de ellas muy interesante. El autor (y con él los actores) ha de mostrar la verdadera naturaleza del teatro como algo artificial con el propósito de crear un sentimiento de extrañeza en el espectador. No se trataría de aleccionar sino de mostrar las fallas, las costuras y las convenciones de la sociedad. En vez de buscar el efecto de la naturalidad o de realismo, la obra pondría a los espectadores en el brete de tener que revisar sus ideas. En cierto sentido, y desde una perspectiva optimista, las intenciones de Brecht conducen a la creación de una conciencia crítica. Quizá por ello haya tenido tan pocos seguidores reales.
Al final lo que preferimos es un drama que no nos obligue a pensar demasiado, que nos dé montadas y bien montadas todas las convenciones teatrales para que cuando estemos sentados en la butaca podamos creernos lo que estamos viendo y oyendo, nos parezca, sino real, al menos verosímil y disfrutemos siquiera un ratito. He mencionado antes “una perspectiva optimista” porque el cotejo del teatro político escrito desde Brecht hasta hoy arroja pocas obras que fomenten la conciencia crítica.
Pero entiendo que también hay al menos otra manera de hacer teatro político. Es la que Tom Stoppard lleva a la práctica en Rosenkrantz y Guildenstern han muerto. Estos son dos cortesanos en el Hamlet de William Shakespeare. En la obra de Stoppard adquieren el estatuto de protagonistas. Ahora, sin embargo, el punto de vista de los reyes carece de importancia y Stoppard escribe desde la posición secundaria de Rosenkrantz y de Guildenstern. El centro del drama son ellos y los otros personajes giran en torno. Hamlet era una obra política (creo que sería difícil negarlo taxativamente, como también que es más que política, y en ello, quizá reside su grandeza y universalidad). Rosenkrantz y Guildenstern… también es política, más incluso que la primera. Y lo es por el mero hecho de haber cambiado el punto de vista. En poesía es el del poeta, el del llamado yo lírico, en la novela es el del narrador, y en teatro, el de los personajes. Desde dónde se escribe es tan importante como lo que se escribe. No se trata del contenido, importa sobre todo desde dónde se contempla el mundo, que la mirada sea la del escriba sentado o la del héroe, la del renegado díscolo o la del sumiso a la necesidad.
Puede que Brecht estuviera insinuando más de lo que en verdad dijo y la exhibición de la artificialidad de la sociedad fuera el acto más político al que puede aspirar un autor teatral. Cómo llegar hasta allí es otra cosa. La reescritura desde otro punto de vista de obras conocidas fue el método que Stoppard escogió, y, a pesar de las críticas desfavorables, consigue hacernos pensar en la importancia que tiene cómo se ven las cosas, o lo que es lo mismo, cómo se enjuician y qué lugar se les asigna en el mundo.
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