América, novela con novelistas
Sergio Ramírez
ilustraciones de rosario velasco
Colón fue el primero, Carpentier tal vez el último. Y entre ellos, seis siglos de literatura unida inexorablemente a su historia pública. En este ensayo, Sergio Ramírez expone su propia visión de la evolución de la novela sudamericana.

Antes de la llegada de la
segunda mitad del siglo XX, el crítico peruano Luis Alberto Sánchez acuñó una frase por mucho tiempo lapidaria: “América, novela sin novelistas”. Era como si los portentos de nuestra historia, dominada por el riesgo, la aventura, los contrastes sorprendentes, la epopeya y las exageraciones, se hubieran visto condenados a no encontrar paralelo en las invenciones de la escritura; o peor, como si la escritura hubiera sido incapaz de copiar en sus espejos lo que la realidad le ofrecía de manera tan evidente y gratuita. El fruto de oro se podía coger con sólo tender la mano, pero se trataba de una mano paralítica.
En el paraíso de las exageraciones y de las reducciones que ha sido nuestra América, aquella era también una exageración, y una reducción. Siempre nos hemos movido entre la multiplicación infinita y el cero. Cuando Luis Alberto Sánchez lanzó desde su cátedra en la Universidad de San Marcos aquel anatema, ya se había escrito al menos Doña Bárbara, Los de abajo, Don Segundo Sombra, y La Vorágine, y Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias habían transmutado en Francia sus visiones americanas en las redomas del Surrealismo. Faltaba aún el milagro de Juan Rulfo, y todo el fenómeno del boom de los años sesenta, es cierto. Pero había suficientes pruebas para demostrar que la gran novela que era el continente tenía una legión de cronistas que se hacían cargo de la historia pública como motivo literario recurrente.
Y aun así, nuestra historia pública, que nunca ha sido una historia común, seguiría corriendo por delante de los novelistas para desafiarlos, y para forzarlos a entrar en su torrente de manera ineludible; de manera que, en nuestra literatura, no hay historias privadas sin historia pública. La epopeya que se representa en los grandes escenarios de la historia incubará las epopeyas domésticas, y las sustituciones sorpresivas de decorado en esos escenarios portentosos provocarán siempre cambios dramáticos en las vidas privadas.
Esta fuerza del destino, que asombra a los escritores, asombra también a los lectores, y hay allí una clave de entendimiento que define nuestra literatura y hace que no pueda tratar solamente de asuntos privados. Los asuntos privados están siempre sometidos al destino, a la irrupción de los acontecimientos, a la anormalidad de la historia pública que nunca deja de deparar sorpresas y horrores de cataclismo.
La historia en América se ha inventado a sí misma desde el principio. El mito americano estuvo compuesto desde siempre por una mezcla de naturaleza inconmensurable, un territorio variado e infinito que por sí mismo era capaz de llamar a la leyenda; y luego por una mezcla, infinita también, de gentes en esos territorios, la variedad racial y cultural que empezó a cocerse en un hervor espumoso cuyo punto mayor de ebullición se dio a la lumbre del Caribe.
LA QUIMERA EUROPEA
En realidad, lo primero que encandiló a los conquistadores europeos en América fue la majestad y la inmensidad variada de una naturaleza que vieron con ojos fantasiosos. Demasiado fantasiosos. V.S. Naipul, el gran escritor de Trinidad, laureado con el premio Nobel, nos dice en La pérdida del Dorado que los españoles no venían preparados para el asombro, porque en sus cabezas había ya fantasías demasiado persistentes.
Colón lo que quiso ver fueron huertos floridos de azahares como los de Valencia, y aún más. Con el mejor de los aplomos escribe que el río Orinoco tenía su fuente en el propio paraíso terrenal; y cuando en su último viaje de 1502 llega a la costa del Caribe de Centroamérica, imagina que está por fin a la vista de las lejanas tierras de la especiería y de la seda, Catay y Cipango, la China y la Indochina, los dominios del Gran Kan; y que si seguía navegando hacia el sur alcanzaría la península de Malaya donde por fin iba a encontrar el estrecho para pasar a la India. En su mente bullían las ideas heredadas de la imaginación de Europa por otro formidable mentiroso, Marco Polo, pero Colón le llevaba ventaja.
Sirenas, tritones, unicornios, centauros, amazonas, poblaban la cabeza de Colón, en tiempos en que campeaban también en la imaginación popular de Europa los personajes de los libros de caballería. Es porque pretendía seguir ofreciendo una tierra nueva en la que abundaban las exageraciones y los portentos, para que fuera atractiva a aquella corte lejana donde se cocinaban las intrigas en su contra. En aquel mismo último viaje de 1502 encontró en Caratasca, en la costa del Caribe de Nicaragua, a una tribu de la raza de los orejones, comedores de carne cruda, que tenían los lóbulos de las orejas tan grandes como para que cupiera en ellos un huevo de gallina. Era una variante del Homo fanesius auritus, habitante de la mítica California de los caballeros andantes, seres extraordinarios que podían cobijarse con sus propias orejas para protegerse del frío, y que a lo largo de toda la conquista seguirían siendo encontrados en América, lo mismo que aquella otra raza descabezada que tenía ojos, boca y nariz en el pecho, los esternocéfalos. Y gigantes de seis metros de estatura en la Patagonia, y hombre de un solo pie, y amazonas que se mutilaban uno de los pechos para distender sin estorbo el arco al disparar la flecha, y también las siete ciudades de Cibola, los dominios del Preste Juan, que Fray Marcos de Niza juraba haber encontrado en los desiertos ardientes de Sonora.
Pero América era un continente que se hubiera valido a sí mismo sin exageraciones, como las que escribió Colón en sus cartas, y como aquellas de que harán gala después en sus relaciones los capitanes de la conquista. Ya se sabe que tenían por abanderado al mismo apóstol Santiago, quien se ponía el primero en sus filas, gallardo jinete en caballo blanco, la espada desenvainada, como ocurrió en la batalla de Tlaxcala, donde guerreó al lado de la Virgen María, dedicada por su parte a cegar con artes de magia a los indígenas, según lo recuerda con algo de duda, y respetuoso desdén, Bernal Díaz del Castillo en su Verdadera relación de la conquista.
Es que todos ellos eran hijos de los libros de caballería, un dato que no debemos perder de vista a la hora de conectar ilusión con realidad. Buscaban con todo empeño la fuente de la eterna juventud en la península de la Florida, buscaban la ciudad de El Dorado, con sus cúpulas de oro macizo y pavimentada de esmeraldas, en La Guyana, y muchos perecieron tragados por los ríos y comidos por las fieras en esos empeños; y porque los guiaba la ambiciosa imaginación nombraron a los territorios que iban pisando, o trataban de encontrar, con esos nombres como La Florida, El Dorado, California, Amazonas, Patagonia, una geografía que ya estaba definida en esos mismos libros de caballería.
Así nació una narración al mismo tiempo que nacía un continente, y desde entonces no ha sido posible separar la mentira de la verdad, que es el punto donde la escritura de invención alcanza su apogeo. La exageración pasó a encarnarse desde entonces en nuestra literatura. Y nació también la epopeya, que marcó así mismo la independencia, cuando los criollos americanos se subieron al caballo en busca de su propia identidad.
Como en el mito de Fausto, el progreso y la transformación material fueron la gran quimera del siglo XIX americano, bajo el signo del positivismo europeo. Transformar al salvaje en civilizado, la naturaleza en fuente de recursos para la prosperidad. Pero también el mito de Fausto fue válido para los escritores, que sentían tener frente a sí una tarea transformadora en la literatura. No sólo inventar, sino también redimir.
Se trataba de escritores que eran capaces de contemplar una realidad por transformar, y se atrevían a buscarle una filosofía, como en el caso de Sarmiento con Facundo, y a ponerla en práctica. Pero desde entonces va a producirse una dicotomía entre el escritor que busca y la realidad que no se transforma de acuerdo a sus sueños y visiones. El ideal va a convertirse entonces en utopía, y la realidad de atraso y miseria se volverá entonces, y sobre todo más tarde, un cebo literario.
El héroe libertador que atraviesa las cordilleras encarna las hazañas más intrépidas y traspasa los límites de la historia real para entrar en el territorio de la ficción –esa frontera difusa entre realidad e invención donde nace la literatura–. Nuestros grandes héroes se crean en las luchas por la independencia contra España. Tienen una visión ecuménica, como creadores de naciones, y son hijos de Rosseau y de Voltaire. Su pasión es crear un Nuevo Mundo, la utopía. Pero a pesar de eso, y por eso, son héroes de novela y terminan generalmente en derrota, olvidados, mal comprendidos, en el ostracismo, o en el exilio, o en galeras, o frente al paredón de fusilamiento, como Bolívar, como San Martín, como Toissant L’Ouverture, como Morazán; o muertos de un tiro apenas subir al caballo, como Martí.
Y todos ellos vienen de utopías aún más viejas, desde Campanella, desde Tomás Moro, o desde Platón. Todo son héroes doctos, instruidos en La Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, esa catedral del conocimiento que tardó treinta años en ser construida y que serviría a los fervorosos fieles de la religión laica, entre los que se contaban los próceres americanos, para adorar a la diosa de la Razón.
Eran intelectuales racionalistas a caballo. La república americana era la utopía: la sabiduría de los gobernantes, el concierto de las leyes, la armonía de los poderes institucionales. Y esa formidable contradicción creada en el siglo XIX, entre proyecto de nación utópica y realidad espuria, viene a ser parte del mito, el abismo entre la perfección de los sueños históricos y la realidad heredada, entre mundo rural y modernidad frustrada. Es por la utopía que los héroes suben al caballo. El gorro frigio de los sans-culotte de las barricadas de París, en la punta de un palo, quedó extraviado en nuestros escudos de armas, desde Argentina hasta Nicaragua, como un símbolo exótico.
Los escritores rusos del siglo XIX se enfrentaron a esa misma dicotomía. Un país inmenso, atrasado, sometido a la servidumbre, que pudieron revelar a través de una literatura ecuménica, desde Las almas muertas de Gogol a Los hermanos Karamazov de Dostoyevski. Pero en América hubo que esperar a la llegada del siglo XX para que la literatura que contaba la historia sucedida, surgiera como un aluvión hasta entonces represado. En su mayor parte, quienes imaginaban eran los que se habían subido al caballo, no a contar la novela de América, sino a hacerla. Primero, la “novela sin novelistas”, y después, “la novela total” que sería escrita capítulo por capítulo por distintos autores, según la propuesta de Carlos Fuentes, en los años del boom.
Desde el principio aprendimos también que gracias a ser tan vasta, América tenía como principal marca su diversidad. A mayores distancias, mayores diferencias. A mayores diferencias, mayor identidad. Podemos hablar de una identidad que existe mientras se hace, y que será más probable mientras no termine de conseguirse. Una identidad que significara la homogeneidad sería la negación de la búsqueda, y la quietud no es otra cosa que la muerte, el fin de todo desafío, tanto en la vida como en la literatura.
Pudimos aprender también, desde entonces, que el mejor símbolo de la identidad buscada es la lengua. Nuestra lengua, nutrida desde muchas vertientes, y una mezcla portentosa también, viene a ser un instrumento no sólo de comunicación entre grandes distancias, sino también de invención. Una lengua de miles de escritores, y la lengua que se transforma todos los días en lugares remotos entre sí, y que avanza como un alud hacia el norte, traspasando las fronteras y conservando su capacidad agresiva de transformarse. Es nuestra lengua mojada. De modo que no habrá duda al decir que el español es una de las lenguas claves del siglo XXI, junto con el inglés, el chino y el árabe. No por razones económicas, tecnológicas, o políticas, sino culturales. Y esa es la lengua de nuestra literatura, la lengua de nuestros escritores.

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE
Pero estábamos hablando de la infinitud del territorio americano como mito, la misma naturaleza haciéndose cargo de la exageración. Un territorio que, al fin y al cabo, no podrá ser reducido nunca a ninguna cartografía, ni siquiera la cartografía literaria. En adelante, nuestra literatura habría de entretenerse en la infinita tarea de descubrir la naturaleza, describiéndola. Ríos sin fin ni principio, como en verdad lo son; selvas que respiran con aliento animal y tienen vida propia; páramos desolados, pantanos, llanos a cabalgar, sierras, crestas, cumbres, costas, islas a la deriva. El mito de la naturaleza, el mito de la geografía. Cada geografía daría paso luego a un personaje, fruto de su circunstancia telúrica: Facundo Quiroga, hijo de la pampa como don Segundo Sombra; Doña Bárbara, señora de los llanos; Arturo Cova condenado a la vorágine de la selva; Pedro Páramo, hijo del páramo; Gaspar Ilom, hijo de las milpas doradas de los Cuchumatanes.
La naturaleza inconmensurable se presenta también como salvaje. Es una herencia que la divinidad ha entregado al hombre americano y que necesita ser dominada, y domesticada, junto con sus habitantes salvajes, quienes, igual que la naturaleza, están lejos de la perfección que sólo trae la obra civilizadora.
En la Argentina de mitad del siglo XIX, bajo la dictadura de Rosas, el mito de la civilización americana va a nacer con Facundo. Sarmiento quiere una Argentina moderna, donde lo salvaje y el salvaje sean sometidos bajo un orden que ponga fin a la barbarie. La barbarie es el dictador Rosas. Pero tiene un nombre particular: Facundo Quiroga, caudillo de La Rioja, capitán de montoneras.
Y Facundo encarna, en términos genéricos, al gaucho, el habitante de las pampas, indio lejano ya diezmado que se disuelve en la leyenda, pero mestizo cercano y concreto, un mestizo salvaje. Pero al fin y al cabo, si nos fijamos bien, la obra civilizadora americana se volverá una obra europea. No será el fruto del mestizaje, sino del imperio de la raza blanca. El siglo XIX alienta el positivismo más desaforado y el darwinismo social: no sólo los individuos más fuertes serán los únicos destinados a sobrevivir, sino las razas mejor dotadas y las sociedades más ricas.
En el otro extremo del continente, en los nacientes Estados Unidos, se emprendía también una obra civilizadora de expansión y de conquista de territorios. “El teatro de la guerra donde las razas indígenas y la raza sajona están combatiendo por la posesión del terreno”, le dice al oído John Fenimor Cooper a Sarmiento en El último de los Mohicanos. No se trata del buen salvaje de La Tempestad de Shakespeare, Calibán, que al fin y al cabo puede llegar a convertirse en Ariel. Se trata del salvaje revoltoso que es necesario eliminar del paisaje de civilización para que desaparezca la barbarie.
El mestizo empieza, entonces, a luchar contra sí mismo. Luchamos a partir de Facundo contra el salvaje que todos llevamos dentro. Llevamos dentro las semillas envenenadas del mestizaje, que son también semillas de redención. Somos el doctor Jekyll y somos Mister Hyde, como en la novela de Stevenson, la pócima y el mal. Y esta es una lucha todavía no resuelta y, al librarla, liberamos siempre una energía muchas veces destructiva que nos avienta hacia adelante en la historia, siempre de cara al pasado, y que nos hace caer también muy hondo.
Estos son entonces los pesos específicos de la narrativa latinoamericana a lo largo del siglo XX: el héroe incubado en el mito de la hazaña redentora, la naturaleza como deidad inconmensurable, la lucha entre civilización y barbarie y la interrogante de nuestra identidad como mestizos, atrapados entre el mundo indígena, el mundo africano, y el mundo europeo.
Mientras permanezca abierta la dicotomía entre sociedad real y sociedad ideal, el escritor estará siempre regresando a la historia pública en busca no sólo de un escenario, sino de un motivo esencial, y tratará de representar el abismo que se abre entre esos dos mundos. Y su pretensión de actuar como filósofo de la historia, como vidente, como profeta, lo llevará a una búsqueda perpetua por reproducir la totalidad del universo social.
Y aún hay allí dos temas no resueltos: el ajuste de cuentas entre el mundo rural y nuestra idea de civilización, entre lo arcaico, conservado como estrato geológico, y lo moderno. Eso que se ha dado en llamar realismo mágico no es más que el choque de imágenes y concepciones, entre el universo rural que sobrevive, pese a todo, y nuestra idea de modernidad nunca alcanzada del todo. Es el fruto de la convivencia entre diferentes grados y calidades del pasado, y nuestra idea o ambición de presente y de futuro; de allí nace nuestro asombro ante la supervivencia, tan contemporánea, de lo pretérito.
Y, en contraste frente al universo rural, el universo urbano como la novedad, la concentración anárquica de capas humanas diversas, punto de llegada de grandes migraciones rurales, combinación y convivencia de culturas, y centro de prueba de la modernidad. Nuevas clases, nuevos grupos de poder, nueva marginalidad, las pugnas por el ascenso, la corrupción que infecta todo el tejido social, son también los vicios de la posmodernidad.
Como novelistas hemos querido siempre tocar todos los registros posibles, como ya se probó desde comienzos del siglo XX: no sólo los episodios de la historia pública, sino también la geografía, la sociología, la demografía, la etnología, la política, la zoología, la botánica, la geología, la arqueología. Y los parámetros éticos y morales, casi siempre caídos en desgracia.
Y al tocar todos esos registros, hay también un afán inacabado de informar exhaustivamente, como lo hacía Bernal Díaz del Castillo, cuando nos da el número de soldados muertos en un batalla, y de ser posible sus nombres; o como Humboldt en sus Cartas Americanas cuando nos dice cuánto comían de tierra arcillosa, su único alimento, lo indios otomanes del Orinoco: libra y media per cápita al día.
DE LO PÚBLICO A LO PARTICULAR
La historia pública y las historias privadas. Hay una interrelación permanente entre ambos conceptos, y la historia se vuelve dramática para las vidas privadas cuando es capaz de afectarlas, quiéranlo o no los protagonistas, que se ven obligados a moverse y a cambiar sus destinos, no como ellos quisieran, sino como el phatos de la vida pública quiere. Es por eso que resulta difícil aislar la palabra acontecimiento del contexto público. Casi no hay acontecimientos privados per se. Es escasa la posibilidad de contar una historia de amor dentro de las paredes de una alcoba sin que los amantes tengan que verse sobresaltados por lo ruidos de la calle, el rumor de una multitud inconforme, unos disparos de fusil o el sordo estallido de los cañones.
Es algo que aprendimos de Flaubert; esa calidad palpable, sopesable, que debe tener la realidad. Es la historia que entra y sale de las vidas de los personajes y que siempre estaremos viendo como un friso que avanza o retrocede frente a nuestros ojos.
La lenta y deficiente formación del estado en América Latina el siglo XIX tiene mucho que ver con este fenómeno de fusiones y encadenamientos entre historia pública e historias privadas. La aspiración a tener instituciones sobre las que asentar el estado se volvió un sueño recurrente, y nunca cumplido. Hay un fracaso del doble modelo que pretenden los estados nacionales después de la independencia: el modelo de libertades públicas de la Revolución Francesa y el modelo de división de poderes equilibrados de la revolución de Estados Unidos.
La debilidad crónica de las instituciones, con los países recién independizados sacudidos por guerras civiles, asaltos al poder y luchas sordas entre liberales francmasones y conservadores clericales, vino a dar un modelo de estado que se basó más bien en la estructura de la familia patriarcal. No el estado organizado en base a instituciones civiles y en el imperio de la ley, sino en base al modelo de familia tradicional. La familia del terrateniente. Este es el modelo rural de dominio y poderío que llenó el vacío de las instituciones, existentes nada más en el papel.
El padre de familia es a la vez el dueño de la hacienda ganadera, de la estancia, de la plantación, en una sociedad que no abandona sus rasgos rurales. Organiza su familia como organiza su propiedad agraria, en base a una autoridad absoluta, y así se comporta en el poder. Es el caudillo, el patriarca, el cacique, al que se le debe obediencia absoluta y representa toda la autoridad. Nadie puede desobedecerle. Premia y castiga, según su voluntad. Pasará encima de la ley cuando sea necesario, porque él mismo es la ley. Está por encima del delito. Es inmune.
La familia es el punto donde la historia pública se encuentra con la historia privada. Y el caudillo se vuelve el personaje más atractivo de nuestra novela americana, porque es quien muestra más singularidades y crea más perplejidades. Es muchas veces el héroe quien deviene caudillo. Encabeza revoluciones arriesgando su vida y, después, envuelto aún en el humo de la vieja retórica, llega a encarnar los vicios contra los que un día luchó. Y al estudiar al caudillo como personaje, el escritor estudia el poder. Los revolucionarios de ayer terminarán convertidos en los nuevos ricos de hoy, como en La Comedia Humana de Balzac, o como en El Siglo de las Luces de Alejo Carpentier.
Si la familia es una fuente privilegiada para historiar la vida pública, también lo es, por supuesto, en la mente del novelista, para historiar la vida privada. No hay novelista que no vuelva los ojos hacia su propia familia en busca de historias secretas o extraordinarias. A través de las historias que se repiten en una familia de generación en generación, estará visible todo un universo de pasiones, conflictos, locura, amores, ambiciones de poder y extravagancias. Se trata de familias muy numerosas que generación tras generación dan santos y demonios, obispos y curas, monjas de claustro, médicos, abogados, militares, políticos, locos, iluminados, viciosos, maniáticos, criminales; y al juntar estas generaciones, viéndolas hacia atrás, resulta lo singular, lo increíble, lo que vale la pena contar.
Y al enlazar la vida pública con la vida íntima, viene a darse lo que podríamos llamar la dualidad balzaquiana. La historia no sólo como telón de fondo o cortina de las alcobas. Nada se puede contar sin una referencia a la historia pública, vista como un gran mecano que respira y que debe ser armado por piezas.
Los personajes de Balzac representan los arquetipos de la nueva burguesía nacida de la Revolución Francesa: quienes habían luchado en las barricadas, como Papa Goriot, eran ahora terratenientes, dueños de bosques y viñedos, de fábricas de papel. Los antiguos campesinos, como César Biroteau, se habían convertido en perfumistas de la Place de Saint Honoré. El arribismo, las estafas, la pelea a diente pelado por el dinero, los rápidos ascensos sociales, están en el tejido de este inmenso gobelino, que hemos visto tejerse de nuevo en nuestros días. El heroísmo se trueca en cinismo con el tiempo, se trastocan los ideales, y el oro de las ilusiones se vuelve plomo derretido cuando se extravía la piedra filosofal.
UN NUEVO ACONTECER
Nuestra novela se enriquecerá gracias a las anormalidades y a las deformidades constantes de la historia pública. Tomará raíces en los acontecimientos unas veces y otras, en los propios personajes de carne y hueso. Y cuando ya no podemos saber cuánto es real o cuánto es ficticio, es que el novelista habrá triunfado sobre la historia, y habrá triunfado sobre el lector.
Es lo que ocurre en Santa Evita, la novela de Tomás Eloy Martínez. Eva Perón es un personaje clásico de telenovela. Hija ilegítima de un gamonal, humillada y pobre, la niña provinciana va en busca del triunfo a Buenos Aires; se cuela en papeles de segunda en el cine, brilla con resplandores mortecinos, pero al fin el deus ex machina de las telenovelas la sienta una noche, en un espectáculo del Luna Park, en un asiento milagrosamente vacío al lado de Juan Domingo Perón, del que será amante y luego esposa. A su lado pasará por el tamiz del poder, y desde el poder se volverá ídolo de las multitudes. El mito no resuelto desde Sarmiento adquiere aquí un nuevo elemento, el del populismo, ligado al fenómeno de masas.
Pero no será sólo el mito de Eva Perón alimentado con dádivas desde el poder, fruto del populismo, sino también el de su cadáver embalsamado, destinado a ser expuesto en un monumental mausoleo para que sus pobres de la clase obrera puedan entrar a contemplarlo en largas filas.
Todo se frustra sin embargo con la caída de Perón, y entonces el cadáver embalsamado adquiere una importancia explosiva y hay que hacerlo desaparecer. Pero no se trata de un solo cadáver, sino de varios, porque se han mandado a hacer copias. El cadáver, y los cadáveres, serán enterrados y escondidos en distintos lugares de Buenos Aires y luego en distintos países de Europa. Y la maldición de quienes tratan con el cadáver, o con los cadáveres, como ocurre con las momias de los faraones, será la locura, la desgracia, la muerte.
La historia verdadera de Eva Perón, y la de sus cadáveres, será la que nos cuenta Tomás Eloy Martínez en Santa Evita, por mucho que algún investigador acucioso se empeñe en llegar a la verdad de los acontecimientos. ¿Y cuál es, además, la verdad? Un personaje que queda ante los reflectores gracias al mito merecerá mejor una novela tan estupenda como esta, antes que un voluminoso texto lleno de anotaciones al pie, que siempre podrá ser refutado. Una novela, por el contrario, es irrefutable, y lo que la novela nos cuenta vendrá a ser, al fin y al cabo, lo real, lo creíble.
Este es un punto de verdadera importancia. Entre nosotros, en América Latina, el novelista sigue estando en capacidad de sustituir al historiador, no sólo en cuanto a los hechos del pasado remoto, sino en cuanto al acontecer que a diario se acumula frente a nuestros ojos asombrados. Nuestra historia, en la que el presente se convierte de manera tan cambiante y sorpresiva en pasado, sigue sin ser contada por completo y, como no tenemos una historia apacible, los acontecimientos seguirán desencadenándose en multitud.
Es la novela que se inserta, como aparato de ficciones, dentro del esplendor de la Historia, y se funde con ella, en disputa. La disputa por arrebatarle todo lo que tiene de epopeya, de sorpresa, de terrible y de increíble. Todo lo que la Historia tiene de novela en sus personajes y escenarios.
Al despuntar el nuevo siglo, lo que cambian son las variables de la historia pública; pero esas nuevas variables estarán presentes siempre en el relato de invención. La novela latinoamericana seguirá apegada a esta tradición de reflejar lo extraordinario que viene de la propia historia, que asombra y deslumbra, desconcierta y maravilla, encanta y horroriza.
Entre la marginación y la posmodernidad, entre el crecimiento de la pobreza y la globalización, entre la indoblegable realidad y las ilusiones perdidas, entre los mitos y los engaños, surgen una nueva historia pública que contar y nuevas historias privadas que caen bajo su dominio, y que serán insoslayables para los novelistas, como lo atestigua Juan Villoro en su novela El testigo.
El narcotráfico, como factor de poder capaz de alterar la convivencia social, enfrentar, corromper y, por tanto, alterar las vidas privadas, como ocurre en Paraguay, Bolivia o México, y desatar guerras que dejan sin resguardo a la población civil, creando el terror rural y dislocando la vida urbana, como en Colombia. Y muy cerca, la corrupción en las esferas públicas, como factor de alteración de la moral social; la aparición de fortunas escandalosas, la impunidad que frustra y ofende a los ciudadanos.
Las nuevas formas de caudillismo y de populismo, envueltos en una retórica altisonante, como si fuera el remake de viejas películas ya vistas, Carlos Menem, Alberto Fujimori, Abdalá Bucamaram, el coronel Hugo Chávez.
El derrumbe de la clase media frente a las medidas monetarias de ajuste y las alteraciones múltiples que ese derrumbe, visto como catástrofe, provoca en las vidas privadas: cambios radicales de condiciones de vida y de ocupaciones, desempleo, indigencia, frustración, migraciones, exilios, protestas callejeras, huelgas, como en la novela El delirio de Turing, de Edmundo Paz Soldán.
Las consecuencias sociales del deterioro ambiental y la contaminación, vistas también como catástrofes, el envenenamiento de los ríos, el uso de pesticidas prohibidos que causan enfermedades incurables y la deforestación masiva ejecutada por mafias criminales.
La pobreza extrema, que al abrir nuevos abismos de miseria, abre a la vez nuevas zonas de conflicto social, aumenta la migración hacia las ciudades y crea degradaciones que parecían imposibles, nuevos pobres más pobres que los otros pobres, para los que las favelas se vuelven un privilegio y sólo encuentran refugio en las calles; o legiones de niños mendigos muertos a tiros en las calles, como en Brasil, o los jóvenes de las barriadas organizados en pandillas criminales, como los “maras” de Centroamérica. Y esa misma pobreza como causa de las migraciones masivas clandestinas hacia Estados Unidos, no sólo desde México, sino desde muchos países de Sudamérica y de Centroamérica, que constituyen una epopeya diaria para centenares de miles de “mojados”.
Y por fin, el poder contrastante de la globalización, vista como fenómeno cultural y económico, que a la vez que desmantela las formas tradicionales de producción y exalta el mercado, provoca nuevas formas de servidumbre en el trabajo, como las maquilas textiles y el abandono de la agricultura tradicional; así como crea también zonas privilegiadas de vida en las sociedades nacionales, verdaderos ghettos de bienestar donde el hábitat es similar al de otros gettos de las sociedades desarrolladas.
Y la vida dentro de los grandes consorcios multimedia donde permanecen atrapadas, como en un laberinto, las vidas de miles de personas que se mueven en los escenarios y tras las bambalinas, y donde se crean los grandes mitos contemporáneos, estrellas de telenovelas, shows en forma de tribunales bufos donde se manosean las vidas privadas, imitaciones del Big Brother, espectáculos fabricados en los estudios de televisión que se convierten en hitos para la imaginación de millones de espectadores, un universo recreado al menos en dos novelas de nueva factura, El mono aullador de los manglares, del venezolano Ibsen Martínez, y Una mujer brutal, del chileno Pablo Illanes.
Y las vidas de quienes, como periodistas, alimentan las páginas rojas de los periódicos exaltando los sórdidos acontecimientos del mundo de los desposeídos, generalmente sangrientos, personajes ellos mismos al lado de sus propios personajes, como se narra en Tinta roja, la novela de Alberto Fuguet.
No son todos los temas, por supuesto, pero la escritura de imaginación no podrá escaparse a ellos, porque como fenómenos públicos, de trascendencia social, afectarán las vidas privadas. Y el relato de las vidas privadas seguirá ligado a los efectos del poder de la historia pública tal como ahora es capaz de presentarse, no solamente como en el pasado, a través de guerrillas, golpes de estado, asonadas, levantamientos, dictaduras militares, enclaves bananeros y mineros, masacres de indígenas, desapariciones masivas, secuestros de recién nacidos arrancados del vientre de sus madres, sino de acuerdo a la nueva anormalidad de los tiempos, aunque siempre habrá una recurrencia hacia el pasado inmediato, como en la novela El fin de la locura, de Jorge Volpi, que regresa a la época de la masacre de Tlatelolco en 1968.
En la frontera del nuevo siglo, todos estos temas se hallan presentes en la nueva escritura, que es la que venimos a exponer en este encuentro. La nueva escritura que asume el realismo mágico como un asunto del pasado y lo deja en manos de sus prósperos imitadores, busca asumir una nueva forma de expresión literaria, tanto en el lenguaje como en la estructura del relato, mientras acude también a los nuevos instrumentos de la posmodernidad, que acerca como nunca la escritura a toda las demás formas de comunicación.
Pero además, la nueva narrativa deja atrás toda pretensión ecuménica, la de equiparar la novela al continente, como un todo, y busca acercarse a los fenómenos visibles de la realidad a través de la diversidad, asumiendo los temas según su propia textura.
EL FACTOR LENGUAJE
Este es un asunto también del lenguaje. Como en ningún otro momento la lengua castellana sufre tantos cambios e hibridaciones como ahora, en la medida en que el idioma está sometido a los grandes traspasos culturales determinados por la globalización que es, cada vez más, territorio de los jóvenes, en la medida en que las cifras de población dan a los jóvenes la absoluta primacía, y a que es una lengua que viaja. Una lengua mojada que crea sus propios ámbitos de acción dentro de los Estados Unidos, ahora otro territorio de la lengua castellana, pero una lengua diversa, nutrida por los nutrientes del inglés, y que al expresarse en términos literarios toma en cuenta su nuevo paisaje social, como puede verse en la antología de narraciones Se habla español, preparada por Paz Soldán y Fuguet.
Estas circunstancias le dan a la lengua nuevos códigos, cerca del lenguaje digital, del universo cada vez más dominante de las imágenes, de los nuevos paradigmas de la comunicación, del variado y cambiante slang juvenil, y de las hibridaciones cada vez sorprendentes con el inglés, que es hoy la lengua universal de la música, del cine, de la televisión y de Internet.
La novedad está ligada al lenguaje y también a los procedimientos narrativos, se vale de las más variadas técnicas, de manera que caben por igual la autobiografía, el reportaje periodístico, el ensayo literario, la documentación histórica, las transcripciones documentales, los testimonios grabados, las entrevistas, el guión de cine y televisión, las fotografías, el préstamo de personajes a otras obras de ficción y, aun el remake.
No es de extrañar. Nuestra novela latinoamericana de la primera mitad del siglo xx utilizó en auxilio de la trama del relato la más variada suerte de inserciones ajenas a la novela y tomó prestadas de las ciencias sociales y aun naturales, la antropología, la etnología, la sociología, por supuesto la historia, todo adornado de datos estadísticos, la entomología, la zoología, la geología y la botánica. Se trataba de un universo por descubrir y la novela actuaba como un imán ecuménico para explicarlo todo.
Pero ni en uno ni en otro caso, nunca lejos del conflicto. Desgraciadamente, las transiciones democráticas en paz, los gobiernos honestos, los estados de bienestar ciudadano, el pleno empleo, no producen novelas, así como tampoco los matrimonios bien avenidos, ni los amores satisfechos. Y debajo de la historia pública siempre estarán el amor, la locura, la muerte, el deseo, la ambición, la pasión, los celos, el orgullo, la vanidad, la disputa por la riqueza y el poder, que nutren la condición humana. La condición humana que es la que crea el poder y, por tanto, crea la historia pública.
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