El espíritu de Ernesto
Texto y fotografías de Pablo Mediavilla Costa
A pocos les sucede que, queriendo hacer una crónica sobre la muerte y resurrección del Che Guevara, terminan, al azar, enzarzados en la producción de una película sobre el mismo. Pablo Mediavilla Costa relata su experiencia en Vallegrande –a caballo entre la entrevista de testigos documental y la puesta en escena del film Di buen día a papá de Fernando Vargas y Verónica Córdova–, reviviendo los días circundantes al asesinato del guerrillero como si fuera el periodista que sacó sus últimas fotografías. El largometraje, de viaje por los festivales de cine de Montreal, Biarritz, Huelva y Goa, ha sido preseleccionado para los Oscar y los Goya.

Los muertos nunca hablan pero el muerto de esta historia se
quedó con los ojos abiertos y eso fue suficiente. Un espasmo apenas, una última sacudida de los párpados para dejar una mirada tan viva que todos los demás, militares bolivianos y periodistas, parecen estatuas de cartón piedra a su lado. Ya poco importan las circunstancias de la fotografía de Freddy Alborta –fallecido en agosto pasado en La Paz-. Freddy estaba allí, tenía una cámara, un encuadre poderoso y un pulso que no tembló al hacer clic. Freddy es el causante de que los ojos del Che se quedaran abiertos para siempre en la lavandería del hospital de Vallegrande. Y ese es el meollo de este relato.
Unos meses antes, año 1967, Ernesto Guevara y su tropa andaban por el sureste de Bolivia, con la intención de crear un foco guerrillero que habría de precipitar la lucha en todo el continente. Sobre el terreno, eran poco menos que fantasmas. Presentados por la propaganda militar como bandidos, la única certeza que tenía la gente era que el ejército llevaba meses tras sus pasos y que, en el intervalo, la soldadesca tenía que comer y beber y dormir. Pocas veces se pagaba por esos servicios, claro. Su captura debió ser un alivio para muchos.
Pero, ay, nunca debe subestimarse la tentación estética que sacude a unos cuantos oficiales envalentonados. La obra debía completarse. Había que encubrir el asesinato y mostrar la pieza al populacho. También cortarle las manos para proceder a la identificación, hacer dos máscaras de yeso del rostro, llevarse algún souvenir para decorar el despacho y, por qué no, humillarlo a él y a sus hombres enterrándolos en una fosa en el aeródromo de Vallegrande cuyo lugar fue callado treinta años. Matarlo bien matado.
El moderno vía crucis, las informaciones de estraperlo que fueron llegando con los curiosos y una leve intuición de que aquel hombre de la lavandería, con abarcas de campesino y un parecido asombroso a un Cristo yaciente –las monjas del hospital se santiguaron al verlo–, no podía ser alguien tan malo; comenzaron a desatar la superstición.
Los supuestos milagros se sucedieron y las misas a San Ernesto de La Higuera también. El Che se había transformado en una “almita”, en la tradición andina, algo parecido a un ser que vaga en el limbo, entre la tierra y el cielo. Y así hasta 1997, cuando en una de las entrevistas para la biografía del guerrillero, el periodista del New Yorker, Jon Lee Anderson, consiguió una exclusiva del general boliviano Vargas Salinas. El lugar exacto de la fosa común, en la pista de aterrizaje. La repatriación de los restos mortales a Cuba cerró algunas heridas, pero no la de los vallegrandinos, no la que produce haber tenido enterrado en un agujero a un gigante del siglo XX. La “almita” se quedó.

UNA PELÍCULA EN VALLEGRANDE
Sin saber nada de esta resurrección tan peculiar llegué a Vallegrande. El relato histórico de las últimas horas del Che siempre me había parecido confuso y pensé en escribir un reportaje sobre el terreno para aclararme. El plan era sencillo. Visitar los lugares clave de la guerrilla, entrevistar a algunos testigos de aquellos días, tirar algunas fotos.
En la plaza de la iglesia encontré una pensión agradable, con un patio soleado en el centro, lleno de flores. La dueña, muy sonriente, me preguntó que qué estaba haciendo yo allí, que si había venido desde Barcelona –qué lejos– para la película.
–¿Película?, ¿qué película?
–Ya llevan dos meses rodando. Es sobre el Che y el pueblo está diferente. Qué bueno que nos hagan un poco de caso y, encima, ahora dicen que los americanos también vendrán aquí– explicó orgullosa. Se refería al proyecto fallido de Terrence Malick para reconstruir la vida del héroe de la Revolución cubana, con Benicio del Toro como protagonista.
Por la noche me acerqué al rodaje, en una casona de la misma plaza, restaurada a tal efecto. La fachada estaba iluminada por un potente foco, el frío era excesivo y los presentes andaban algo alterados, deseosos de liquidar de una vez la dichosa escena y marcharse a dormir. Una tira de plástico, blanca y roja, acordonaba el lugar. Nico, argentino y asistente de producción, me contó a regañadientes qué estaban haciendo allí y señaló hacia un tipo con un sombrero negro como si fuera el culpable de todo.
–Fernando Vargas, el director– sentenció.
La conversación con Vargas fue muy breve, al día siguiente habría tiempo para hablar en la sede ganadera de Vallegrande, hotel improvisado de todo el equipo. Le tomé la palabra y me fui a dormir. Mis planes acababan de engordar.
LOS PROTAGONISTAS
–Di buen día a papá no es una película sobre el Che. Nos pareció que la historia detrás de la historia era muy interesante, el coste enorme que han pagado los vallegrandinos por tenerle enterrado treinta años. Además, la imagen que se tiene de él va más allá de la del líder revolucionario. Unos ven a una especie de fantasma, otros a un invasor e, incluso, al causante de todos sus males.
Después de siete años de preproducción para sacar adelante el proyecto, Fernando Vargas y Verónica Córdova, director y productora ejecutiva, marido y mujer, son una mina de información acerca de cómo la presencia del Che trastocó la historia de un pequeño pueblo de campesinos. Vieron claro que ahí había algo que sacar a la luz y que sólo había una forma honesta de hacerlo: contando con los propios vallegrandinos. La lista de extras y colaboradores se aproxima a un censo local.
Rodeado por el cinturón alejado de montañas que le da nombre, Vallegrande no es un lugar memorable. No hay monumentos reseñables, en sus calles no se venden camisetas del guerrillero, no hay una casa-museo para ensalzar la inexistente artesanía local. La comunicación con el exterior se limita a dos autobuses diarios, que comunican con Cochabamba y Santa Cruz.
El campanario de la iglesia es muy alto y la pista de aterrizaje, a las afueras, se parece a la de una hacienda africana. Poco más salta a la vista. Si uno anda despistado sólo recordará el acogedor mercado en el centro pero, si tiene curiosidad y hace un par de preguntas, sabrá que, allí, en aquella casa, vive Julia Cortés, la maestra que dio de cenar al Che en su última noche de vida, ya prisionero en la escuelita de La Higuera. Su nombre y sus declaraciones aparecen en cualquier biografía, documental o reportaje que se precie sobre la muerte de Guevara. Pide doscientos dólares a cualquiera que quiera oír la historia de sus labios.
Cerca del hospital Señor de Malta, donde se encuentra la lavandería, un pequeño colmado es regentado por la señora Susana Osinaga, enfermera jubilada. Ella limpió el cuerpo del guerrillero, le inyectó un poco de formol en el cuello para detener la putrefacción y le adecentó antes de la rueda de prensa con los periodistas que llegaron a tiempo a Vallegrande.
Si ven a un hombre de pelo cano y traje de corte impecable no lo duden, es Pastor Aguilar, el historiador del pueblo, el mismo que tuvo que esconderse aquellos días del 67 por su filiación izquierdista y que ahora anda entusiasmado con el rodaje y con la posibilidad de aparecer en la escena de la lavandería y saldar una deuda con el pasado.
En su oscuro y humilde salón está Doña Lígia. Cuenta con emoción cómo todos los trabajadores salieron de la cooperativa y se apiñaron a las puertas del hospital. “Fuimos a verlo y le toqué las piernas, ¡no le había picado ningún mosquito! Luego, sin que nadie se diera cuenta, le corté un mechón de pelo que perdí con el tiempo. Pero sus ojos, la expresividad de sus ojos, ¡parecía vivo!, ¡te seguían!”
En el céntrico Café Arte varias pinturas representan la vida y milagros del guerrillero por estos lares. Son puras alegorías, todas copias de las pocas fotos existentes de la campaña en Bolivia. El Che con los dos hijos de un campesino que luego le delató, el Che a caballo, el Che en la lavandería. El dueño vende, sin afán de hacer negocio, unas cuidadas cerámicas con imágenes del guerrillero en diversas poses: sonriente, grave, pensativo.

EL HOMBRE NUEVO
El 14 de junio, aniversario del nacimiento del Che, me acerqué a la lavandería. Quería participar en una “jornada cultural” de homenaje al guerrillero organizada por Favio Giorgio, un argentino del que mucha gente me había hablado en poco tiempo. Rosarino y lampiño como Guevara, Favio llevaba, por entonces, más de dos años viviendo en Vallegrande, intentando rescatar los hechos de la guerrilla del olvido y ayudando de cualquier forma imaginable a la gente. Contratado como productor de campo en las tomas de La Higuera, Fernando y Verónica no dudaron en regalarle el papel del Che en la película.
–Mirá Pablito, estamos limpiando el descampado este que está medio abandonado. ¡Qué mejor forma de recordar al Che que hacer un poco de trabajo voluntario!
Cogí una pala y empecé a arrancar hierbajos y raíces muertas. El día era soleado y todos parecíamos muy felices de ensayar el hombre nuevo en un lugar tan cargado de simbolismo. Entre siega y siega conocí a Uliano Pistelli, un joven cineasta italiano de Boloña –nieto de un legendario partisano– que había llegado sin saber nada de la película pero que ahora era el asistente de dirección. A su lado, quemando la maleza, estaba Martín Salas, un boliviano de La Paz autor de Almita del Che, un documental sobre el rodaje y los ilustres extras que lo poblaron.
En uno de los descansos me metí en la lavandería para tomar un mate. Alguien había encendido una vela sobre la pila de mármol y el detalle reforzaba poderosamente el parecido de la estancia con una capilla, un santuario lleno de escritos, cientos de ellos, grabados en las paredes y el techo. El más estremecedor rezaba “Y no porque te disimulen bajo tierra van a impedir que te encontremos, Che comandante. 28-6-97”, firmado por el equipo de forenses cubanos que hallaron sus restos en la fosa común –la fosa de los guerrilleros– del aeródromo.
A media mañana, con el trabajo de limpieza casi acabado, llegó Vicky, una de las productoras de Di buen día a papá. Sin preámbulos me espetó:
–Oye Pablo, ¿a ti te gustaría salir en la película? Fernando cree que podrías ser uno de los periodistas que filman el cadáver del Che en la lavandería–
No respondí y a cambio firmé el papel que me tendía con una gran sonrisa. Favio, Uliano, Martín, todos me felicitaron. Pasé la noche ensayando muecas y poses frente al espejo de mi habitación.
SAN ERNESTO DE LA HIGUERA
A la mañana siguiente, de madrugada, salimos en un todoterreno hacia La Higuera. Favio se había ofrecido a acompañar a dos periodistas que venían desde Buenos Aires para cubrir el rodaje y me había colado en el grupo.
El camino de entrada, escoltado por casas humildes, decoradas con caras del Che que clavan los ojos en el visitante, desemboca en una plaza –con la forma de una estrella revolucionaria, la de la boina– y, justo detrás, en la antigua escuelita donde el sargento Mario Terán escupió la ráfaga de ametralladora que acabó con el guerrillero. Si no estuviera rodeada de vegetación, en mitad de una ladera inmensa, La Higuera sería lo más parecido a la vía muerta de una abandonada estación de provincias. Un callejón sin salida rebosante de historia, habitado por ancianos campesinos que recuerdan el alboroto de aquellos días y, sobre todo, por niños, muchos niños, que conocen perfectamente los hechos ocurridos en el pueblo, rebautizado por aclamación como La Higuera del Che.
Desterrada durante decenios de los presupuestos estatales bolivianos por su presunta colaboración con la guerrilla y fijada en los mapas de la CIA como “zona roja”, La Higuera ha sobrevivido milagrosamente. Los tiempos más oscuros han quedado atrás gracias al ingenio de sus habitantes, a las donaciones de los visitantes y al esfuerzo de personas como Favio, artífice de la creación de un museo de la guerrilla, de la instalación de paneles solares –por fin, la electricidad– y de un nuevo centro de enseñanza.
Las escenas de la película que reconstruyen la captura y muerte del Che fueron rodadas en los lugares originales, con todo el añadido emotivo que se pueda imaginar. El estampido de las balas volvió a resonar por toda La Higuera, los soldados –de postín– llenaron de vuelta la plaza frente a la escuelita y los niños, entre toma y toma, seguían a Favio en espontánea procesión gritando: “¡Che, Che, Che!”.
En la vieja casa del telegrafista, lugar decisivo en las últimas horas de la guerrilla, viven Juan y Oda, una pareja de fotógrafos franceses. Juntos han restaurado el maltrecho edificio y, en breve, será un hostal acogedor. Vinieron para hacer un reportaje fotográfico y se quedaron sin más. “No es un lugar cualquiera. Hay algo que sobrevuela. Hicimos cálculos y decidimos quedarnos. Se vive tranquilo aquí.” En la pared de la entrada todavía queda un trozo de hilo metálico, un cable por el que debieron pasar los mensajes interceptados por la vanguardia de los insurgentes poco antes de la debacle. Una de las habitaciones, huyendo de lo previsible, está llena de fotos en blanco y negro de algunos de los habitantes de La Higuera.
Manuel Cortés, de visita en la remozada vivienda del telegrafista, fue testigo directo de la captura del Che y sus hombres. No pierde ocasión para contar su verdad a los recién llegados, “el pueblo estaba lleno de soldados. Yo escuché los disparos. Después todos se tiraban por el piso, reían, bailaban, les entregaron dos cajetillas de tabaco a cada uno y estaban felices por el final de la lucha y por volver a sus casas. Yo no sabía muy bien quién era, pero desde entonces me gusta mucho leer libros que trae la gente”. Su hermano Policarpio pasó por el trauma de recoger los cadáveres de la última batalla entre guerrilleros y soldados, la de la encerrona en la Quebrada del Churo, el 9 de octubre de 1967.

LA ESCENA DE LOS PERIODISTAS
El gran día. “A ver, ustedes tienen que pensar que son periodistas. Les acaban de traer en helicóptero y van a grabar y fotografiar al Che, nada más y nada menos. Llevan tiempo tras esta noticia, tiene un alcance mundial y sólo ustedes están aquí. Se tienen que ver la tensión, los nervios…” Toma uno de los periodistas y caminamos por un sendero con cara muy preocupada. “Alguien ha mirado a cámara, por favor, no miren a la cámara, ¡repetimos!” Toma dos de los periodistas y volvemos a subir en dirección a la lavandería, le doy cuerda a mi cámara, una preciosa Bolex H16. “Muy bien, ahora lo han hecho muy bien. Vamos a hacer una más. Repitan lo que han hecho, la cara de preocupación, el paso rápido y no miren a cámara, por favor. ¿Listos? y… ¡acción!”
Estamos a veinte metros de la lavandería. El descampado está lleno de gente, los del equipo, algunos vecinos. Al final del camino un raíl y una cámara. Hoy son las tomas de los periodistas, la escena en la que tres militares bolivianos –uno de los actores realmente luchó contra la guerrilla– nos ofrecen la versión de lo ocurrido mientras nosotros tomamos imágenes del cuerpo del Che sobre la pila y hacemos preguntas incómodas.
Favio deambula de aquí para allá, ya caracterizado de cadáver, muy pálido, la peluca ensortijada y sucia y las heridas del torso y de la pierna ya coloreadas. Siempre que llega desde maquillaje se hace el silencio. El parecido es enorme y él se lo toma muy en serio –lleva dos días sin comer–. Verónica se le acerca, le pregunta cómo se encuentra. Él no responde, apenas ladea la cabeza.
Tras la primera toma del camino descansamos tomando un café bajo la palmera. Fumo sin parar, hablo con Martín, le tiro una fotografías a Favio con Uliano, a Favio con unos niños, a Favio con Hugo F. Sánchez, crítico argentino de cine. Todos quieren una foto con el Che. Pati, la peluquera, se acerca y me obliga a sentarme en una silla. El tupé está deshecho y me vuelve a peinar y a poner laca con la paciencia de una madre. Uliano pide silencio por centésima vez desde que le conocí.
Y por fin, la escena de la lavandería. Favio se tiende sobre la camilla encima de la pila. Susana Osinaga, que ha venido ceremoniosamente vestida con su bata blanca de enfermera, se acerca porque no está conforme con el tono de una de las heridas, y las chicas de maquillaje la retocan sobre el cuerpo de Favio/Che. Estoy a sus pies, le miro y me guiña un ojo. Fernando me explica lo que tengo que hacer. Dar cuerda a la Bolex y filmar el cuerpo. Dar cuerda y filmar. Cuerda y filmar…
La toma va a comenzar y yo intento concentrarme, miro por el visor de la cámara y descubro un encuadre buenísimo. Me tiembla un poco el pulso pero es lo de menos, apenas saldré un segundo en la película. Quiero hacerlo creíble, pienso en Freddy, pienso en todos los periodistas que estuvieron el 10 de octubre de 1967 en el mismo lugar en el que yo estoy ahora, viendo lo mismo que yo tengo ante mí. La toma comienza, oigo a los periodistas preguntar y a los militares responder. Yo no tengo diálogo, yo sólo sostengo la cámara, doy cuerda y filmo a un hombre muerto con los ojos bien abiertos.
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