Temor al caos /miedo a lo nuevo
jorge carriÓn
Cuando era más joven frecuenté los autores de la ciencia-ficción española. Mientras leía Cero absoluto, he rescatado recuerdos de aquellas lecturas, en el afán inconsciente de ubicar la novela de Javier Fernández (Córdoba, 1971) en un contexto posible. En vano: las poéticas de Javier Negrete, César Mallorquín o Elia Barceló no se le parecen. Temáticamente, se podrían encontrar puntos en común, porque Cero absoluto maneja ideas habituales en la ciencia-ficción literaria y cinematográfica; la distancia se abre en el estilo. En el dominio de la prosa y, sobre todo, en el uso de la elipsis, que en el caso de Fernández es sencillamente magistral. La incorporación de materiales gráficos, concretamente de recortes de prensa, es la otra diferencia notable respecto a los más conocidos autores nacionales de ciencia-ficción. Se trata de una veintena de fragmentos periodísticos (noticia, entrevista, publirreportaje...), reproducidos en la página con las columnas y las tipografías propias de los medios de comuniación, que sintetizan, a modo de flashes, un proceso histórico. Entre cada texto periodístico: una elipsis. Un paréntesis de historia que el lector debe imaginar, reconstruir.
¿Qué? La evolución del inicial Proyecto Neuromante (en referencia a William Gibson). La transformación del mundo tal y como lo conocemos en una realidad dominada por la RVR (Realidad Virtual Real). Las diversas fases que supera la globalización de esa conexión individual a un mundo otro, simulado, hasta convertirse en hegemónica. Al feto se le implanta un diminuto decodificador semiorgánico que provoca que su vida física se reduzca a una suerte de ataúd gelatinoso, mientras su vida real dispara su poder en la realidad virtual, si se me permite el oxímoron. Las consecuencias de ese proceso histórico que en su origen apuntaba hacia la utopía son, obviamente, anti-utópicas. La vida “real” se reduce a un territorio llamado La Isla TM, donde la destrucción, la guerra y la represión lo ocupan todo. Destino sexual de los habitantes de la RVR, que mediante la ingestión de unas drogas denominadas “perlas”, pueden percibir la “realidad real” y protagonizar experiencias de sexo con sudor y fluidos orgánicos.
Como otras obras de esa tradición, la que nos ocupa tiene en su título una cifra. Al contrario que 1984, no nos sitúa en una fecha concreta, que anuncie la caducidad histórica de la distopía. Eso lo comparte con 2001, a cuyo inicio parece remitir el primer capítulo, “La Grieta”, con su descripción de hábitos primitivos como prólogo de un relato futurista. Al igual que Fahrenheit 451, el “cero absoluto” anuncia un grado térmico. Éste (0º K) corresponde aproximadamente a la temperatura de -273.16º C, el nivel de energía más bajo posible. Nunca se ha alcanzado tal temperatura y la termodinámica, en su tercera ley, asegura que es inalcanzable. Según ella , la entropía (o desorden) de un cristal puro sería nula en el cero absoluto. La metáfora de la unificación se revela: el orden absoluto es imposible. Y amenazador. Como la unión de cerebros y la eliminación de la vida como movimiento que la novela elabora.
Enumerados, los elementos argumentales pueden parecer triviales. Como en Mátrix y en varias novelas gráficas de mutantes, por citar referentes cercanos, la trama tiene que ver con una organización de poder universal (la Corporación), sus agentes, la Resistencia, la confusión entre ficción y verdad, y unos niños con poderes telepáticos descomunales, que en momentos críticos reaccionan con una violencia prácticamente incontrolable. Aunque la idea de base (la RVR como una alternativa a la biografía tal y como la conocemos) sea notable, lo que realmente dispara la calidad estética del artefacto no es lo que se narra, sino cómo se hace. Las descripciones son sobrias: cada palabra cuenta. La incorporación, en clave de collage, de técnicas procedentes de la publicidad y del periodismo son absolutamente pertinentes. Los diálogos están sumamente elaborados. La telepatía interviene como un contrapunto que se insiere en los párrafos para crear un discurso simultáneamente paralelo. Las elipsis obligan al esfuerzo constante, incluso a la relectura de pasajes (desde el primero, donde el “argumento” es resumido, vaticinado). Desde ese punto de vista, por tanto, se trata de una contra-propuesta: en las antípodas de la ciencia-ficción entendida como evasión o como video-juego. Por eso mismo, considero que el único defecto de Cero absoluto es la confesión final de la doctora Tetrallini, quien ordena el material disperso y da un sentido al relato, es decir, proporciona una lectura que tiende hacia la univocidad. Precisamente, la radicalidad de la propuesta se mantiene hasta ese momento, cuando sólo el lector puede decidir qué está ocurriendo y por qué.
Entre esos niveles que se superponen y que reclaman la atención constante, se encuentra una historia de amor que a mí me ha recordado, como la isla en que pasa la mayor parte de la acción, a La invención de Morel, de Bioy Casares. Me doy cuenta de que esta reseña sufre una saturación de referencias. Se trata de un antídoto contra el horror vacui. Porque Cero absoluto es algo nuevo en el panorama español. Incluso la portada metalizada, el diseño y la maquetación del libro (suerte de Siruela 8.0) apuntan hacia una alternativa. Es sabido que lo nuevo produce miedo. Pero cualquier lector interesado en la ficción del siglo XXI debería acercarse a esta novela.
Cero absoluto
Javier Fernández
Berenice, Córdoba, 2005
181 págs.
|