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enero
2001
Nº 73

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editorial
cuentos de fin de milenio
mihály dés
Un organismo de la UE le pide al autor sus reflexiones
sobre la cultura europea del siglo xxi, nada menos. A un servidor le impresiona
tanto el interés de tan altas instancias que incumple su juramento
de no ejercer la profecía y acepta el reto. ¡Dios mío!,
la cultura del siglo xxi... ¿Qué diablos se puede decir?
Lo mejor sería, tal vez, empezar con Dios mismo.
Toda reflexión sobre el futuro es un intento de
dar sentido al presente. Nuestras previsiones apenas son un saldo razonado;
nuestra fantasía, una mera proyección; y nuestras advertencias,
una especie de exorcismo. Hablar, entonces, de la cultura del siglo venidero
no es sino interrogar el presente, hurgar en el pasado. ¿Qué
es lo que nos ha dado o quitado el siglo que se despide? ¿Qué
nos llevamos de él a la otra centuria? En lo que hay consenso es
en que Europa y su órbita cultural llegan al nuevo milenio sin
los Grandes Relatos de su pasado: sin Dios ni las ideologías totalitarias
que pretendían sustituirlo. En su lugar, tenemos varios Pequeños
Relatos (¿o serán más bien cuentos?), que según
el talante del contador, amargan o endulzan nuestra posmodernidad. He
aquí alguno de ellos.
Del mestizaje cultural
Se dice que el futuro será multicultural o no será
pero apenas se pronuncia sobre cómo se llega a este estado ideal
o, en cualquier caso, inevitable. Los discursos de nuestros prohombres
sobre la otredad, la tolerancia, el pluralismo, la diversidad o la ética
de la hospitalidad recuerdan el viejo cuento sobre el amor al prójimo
y transmiten una idea del mestizaje como si fuera una especie de festival
folclórico de los pueblos, etnias y credos... Sin embargo, las
pocas pistas que tenemos sobre el asunto refutan este cuadro festivo.
Conflictos étnicos y religiosos, integración fracasada de
los extranjeros o los diferentes, indigerible inmigración y emergente
racismo son el presente del futuro multicultural.
Abogar por la convivencia constituye el primer paso por
un camino con objetivo y sin fin, mas muchos intelectuales parecen darse
por satisfechos con esta simple declaración de intenciones. Si
vis pacem, para bellum, decían los romanos, y hoy tampoco vendría
mal armarnos (de argumentos, políticas y proyectos) para preparar
una coexistencia pacífica multicultural. Ante todo, sería
preciso desmontar los prejuicios, aunque sean positivos y políticamente
correctísimos. No es posible abrirse hacia otras culturas desde
la ignorancia de la propia. Integración no debería significar
sustitución. El sentimiento débil europeo siempre se topará
con algún tipo de marketing fuerte, fundamentalismo rampante o
noble causa agresiva. El modelo a seguir podría ser el concepto
hegeliano de la superación, la transformación que salvaguarda
su esencia, pero esto requeriría un debate a fondo sobre las responsabilidades
de los salvaguardianes y sobre la función social de la cultura.
Del uso de la cultura
No hay cuento más obsoleto hoy en día que
el del arte comprometido. Pero el tardío reconocimiento de que
ni la novela más incendiaria va a modificar las próximas
elecciones no tiene por qué significar la renuncia de una inquietud
social del arte, amén de que hasta la obra más neutral forja
gustos, hace hábitos y transmite valores. Los horrores totalitarios
del siglo enterraron también el mito de la cultura como antídoto
contra el Mal. La imagen del nazi amante de Beethoven (que, por supuesto,
tiene su equivalente bolchevique) despierta dudas muy amargas acerca de
si el arte ennoblece y la educación hace mejores a las personas.
Merece la pena reflexionar asimismo sobre la relación
invertida entre el peso de la cultura en una sociedad y el grado de libertad
de la misma. No es de sorprender, pues, que en nuestra democrática
comunidad europea del bienestar la principal función social de
la cultura es el ocio, inseparable ya del negocio. Cumple también
un papel de representación corporativa (PPRR, imagen, promoción,
publicidad...), pero a nivel de usuario, como se dice hoy, se ha mermado
su prestigio y su valor como fuente de conocimiento.
Mientras escribo estas líneas, uno de los violinistas
más brillantes de nuestros tiempos toca Stille nacht en la televisión
en nombre de una marca de champán, rodeado de medio centenar de
Lolitas vestidas de angelitos... El mercado es un rey Midas que todo lo
que toca transforma en baratilla. Mozart está a punto de convertirse
en un compositor de supermercado y Botticelli es el diseñador de
37 millones y medio de postales. Es muy posible que en la sociedad de
consumo la cultura sea tan sólo espectáculo pero, al menos,
este espectáculo es de todos.
De la cultura popular
El mito de la cultura popular también es de origen
romántico, asimismo fue expropiado por los totalitarismos y revitalizado
por el mercado. Su renacimiento en los años sesenta (vía
cómic, música rock, novela policíaca, cultura pop...)
provocó uno de los debates más sonados entre apocalípticos
e integrados, según los bautizó Umberto Eco. Pero lo que
ha ocurrido en los últimos veinte años ha superado todos
los pronósticos. Gracias a sus posibilidades comerciales, esta
cultura originariamente llamada baja ha llegado a los estratos más
altos, incorporando en su órbita parte de la cultura alta con un
doble resultado: la banalización de la parte integrada (notables
y, a menudo, difíciles autores convertidos en best-sellers; exposiciones
minoritarias y conciertos de música clásica que convocan
multitudes, etc.) y la elitización y aislamiento de la que resulta
indigerible para el consumo masivo. Y como si no tuviera a su favor todo
el sistema, la cultura de masas ha encontrado un nuevo y poderosísimo
aliado en las nuevas tecnologías.
De la cultura virtual
De las bendiciones y los peligros de la cultura virtual
ya se ha dicho todo. Sentenciaron los apocalípticos y se pronunciaron
los eufóricos. Quisiera, entonces, hacer hincapié en un
aspecto particular del fenómeno desde la experiencia. Cuando mis
alumnos bajan de internet interminables e inabarcables bibliografías,
en lugar de una ayuda, tienen un problema. Remitiendo a lo dicho respecto
a la cultura del mestizaje, se trata de universitarios para los que la
mayor parte del patrimonio cultural europeo, incluida su historia, ni
siquiera significa palabras huecas. Sencillamente, lo desconocen. Así
que, más que un acceso al saber, lo que les ofrece internet es
un one way ticket al caos. Por lo pronto, se deducen dos cosas de esta
perspectiva hecha ya realidad. Que, además de globalizar, la cultura
virtual fomenta la segmentación: la creación de vínculos
planetarios entre representantes de pequeñas comunidades, identidades,
intereses, causas o hobbys. Y que el manejo de la información en
internet necesita criterio, que será privilegio de una élite
cultural convertida así en una especie de policía de tráfico
del saber en las autopistas de internet. Hay que ver al servicio de quién.
Del fin del mundo
Está claro que nuestra cultura ha llegado a un
punto de inflexión que muchos consideran el fin de una civilización.
Lo que ocurre es que ante el Apocalipsis no hay mucho que hacer, y esto,
en cierto sentido, quita responsabilidades. Parafraseando una notoria
tesis: hasta ahora los intelectuales más radicales y previsores
se han dedicado a anunciar el fin del mundo. El desafío ahora sería
resignarse a una posibilidad menos terrible pero acaso más complicada:
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