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marzo
2001
Nº 75

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Editorial
En busca de la basura genética
mihály dés
Sin ánimo de discordia, el autor de este artículo
se permite introducir un aviso cautelar en medio de la euforia causada
por el recuento definitivo del genoma humano. No es que no esté
contento con la noticia. Al revés, está exultante. Lo que
ocurre es que, hurgando, hurgando, ha encontrado algo en la basura (no
necesariamente en la genética) que quiere contarles.
Al igual que a todos mis contemporáneos, a mí
también me ha llenado de entusiasmo la Buena Nueva de que "el
ser humano sólo tiene unos 30.000 genes". No es que esperara
mucho más: si me dicen que tenemos 17.800, igualmente me doy por
satisfecho. Además, hasta ayer los científicos juraron y
perjuraron que teníamos 80.000. No perdamos, pues, la fe en la
ciencia. En el próximo inventario genético podemos mejorar
la estadística. Sea lo que sea la secuencia definitiva, la causa
de nuestra alegría universal no es tanto la cifra exacta de los
genes (de cuya evolución ya nos informarán los medios de
comunicación), como el hecho de que apenas tenemos dos tercios
más que la mosca del vinagre y uno más que el gusano. ¡Qué
gran noticia! Y yo que hubiera jurado que la mosca del vinagre tenía
sólo una cuarta parte de los míos. El gusano es otra cosa;
de él, tan humano, esperaba algo más. Pero la mosca del
vinagre me ha sorprendido positivamente y espero que con ese vertiginoso
avance de la ciencia, pronto podamos entrar en comunicación con
ella. Sin duda, hay cosas de las que podemos aprender mutuamente.
Como era de esperar, las flamantes revelaciones científicas
no se agotaron con el descubrimiento del espectacular vigor genético
de la mosca del vinagre. Hemos sabido, por ejemplo, que el 95 por ciento
de los genes no tiene función conocida. Me parece particularmente
estimulante que este grupo abrumadoramente mayoritario ipso facto fuese
bautizado de basura. De esta manera, la ciencia posmoderna se inserta
en la milenaria tradición humana (y acaso moscardiana) de repudiar
todo lo que no entiende o desconoce, a la vez que hace propio el utilitarismo
de nuestra época que aprecia sólo lo que es productivo.
Después del baño de humildad en el agua, nuestro principal
componente físico, ahora tenemos que resignarnos al hecho de que
en un 95 por ciento somos basura humana o genética, como guste.
Nadie lo hubiera pensado.
Fatiga mental del genólogo
Como pueden suponer, calcular todos estos porcentajes
fatídicos significa un trabajo sumamente agotador, aun cuando los
correspondientes organismos disponen de superordenadores que resuelven
la peor parte de la faena. Según Craig Venter, director de Celera
Genomics (la empresa privada que en Estados Unidos rivaliza con un consorcio
público sito en el Reino Unido a la hora de contar los genes),
conseguir e interpretar estos datos ha sido "mentalmente agotador,
en parte porque no estamos preparados mentalmente para absorber todo esto".
Y si el gran científico, cansado y redundante, no está preparado
mentalmente, ¿qué decir de nosotros, eufóricos receptores
de la gran noticia que promete dar nuevo rumbo a nuestras vidas?
Piensen ustedes en las ilimitadas perspectivas medicinales
que se abren gracias a la previsión de las enfermedades (o de la
proclividad a ellas) mediante análisis genómicos efectuados
con unos minúsculos aparatos llamados biochips. Dicho de otro modo,
en un futuro (¿cercano, lejano?, ya veremos si lo vivimos) se podrá
curar una calamidad de enfermedades y prolongar el promedio de vida hasta
edades bíblicas. Que así sea. Pero como sabemos que estas
innovaciones se aplicarán sólo donde haya medios para comprarlos
y donde una infraestructura de salud pública garantizará
los remedios necesarios, los biochips beneficiarán únicamente
esa pequeña parte del mundo en la que el promedio de vida ya se
ha prolongado en unas dos décadas durante el último medio
siglo, frente a la mayoría de los países en los que apenas
ha crecido o, incluso, se ha achicado. Con lo cual, la ciencia promete
un futuro mundo minoritario con una esperanza de vida de 120 años,
y otro mayoritario con una desesperanza vital de 30 ó 40.
Variantes del 'homo sapiens'
Yo no sé cómo se reflejará todo esto
en el genoma humano, ya que una de las noticias más exultantes
de dicho descubrimiento ha sido que el 98 por ciento del ADN lo compartimos
con los primates. Aunque la diferencia no fuese perceptible desde el punto
de vista genético, está claro que se tratará de dos
variantes bien diferentes, incluso antagónicas, del homo sapiens.
Cabe preguntarse también ¿qué haría
en sus 120 años de vida el dichoso ciudadano del primer mundo,
además de pasar buena parte de su tiempo en los inevitables controles
de salud y en el cumplimiento de las instrucciones médicas para
alcanzar la ansiada edad de Moisés? Después de la muerte
de Dios, ideologías totalitarias se encargaron de traficar con
la Redención, y actualmente vivimos en la época de la Salvación
por la Salud. Las perspectivas genéticas introducen una variante
revolucionaria en esa nueva espiritualidad alimenticia y gimnástica.
La desesperada lucha por estar en forma, parecer juvenil y conservar la
salud requiere mucho esfuerzo individual, abstenciones de todo tipo y
la ingestión de alimentos insípidos. En cambio, los biochips
abren una más llevadera vía para alcanzar estas metas, así
como inauguran nuevos canales del consumo, que también interesa.
No hace falta una mente visionaria para prever el enorme
negocio que se vislumbra en el asunto. Desde las empresas aseguradoras
hasta las farmaceúticas, todo tipo de instituciones estarán
en condición de controlar las expectativas de salud de los ciudadanos
y sus correspondientes necesidades de medicinas, camas de hospital, tratamiento
médico, etc., para establecer así sus tarifas de acuerdo
con la demanda y sus posiciones en el mercado.
Junto con la esperanza de una prolongadísima y
bien mantenida vejez, causó júbilo la noticia de que, según
el genoma descifrado, la diferencia racial carece de base científica.
¡Menos mal! Hasta ahora, los bienpensantes como servidor, sólo
hemos dispuesto de unos vagos argumentos nada científicos a favor
de la igualdad racial y, claro, ha costado defender nuestra posición.
Lo que ocurre es que quien hasta ahora pensaba que Einstein era inferior
por judío y Pushkin por tener un abuelo negro, difícilmente
se dejará impresionar por un genoma. Dirá que lo han calculado
mal (y, teniendo en consideración el cansancio de los genólogos,
no se puede descartar esta opción) o se aferrará al último
gen o el último cromosoma diferenciador para justificar su delirio.
Desde una formación literaria, lo más fascinante
en este asunto parecen ser los nucleótidos, nombre científico
de una letra del ADN. Por lo leído, toda diferencia humana se basa
en una sola de estas letras o de sus combinaciones. Suena cabalístico
y tal vez lo sea. Como recordarán, con polvo creó el Señor
al primer ser humano, que en la Biblia no aparece como Adán, sino
como el hombre, ya que esto es lo que significa Adán. Y la diferencia
entre la palabra polvo y la palabra hombre es una sola letra. Esta sola
letra es lo que le falló a aquel rabino de Praga que, a petición
de sus maltratados correligionarios, se dispuso a crear mediante procedimientos
mágicos un superhombre que les defendiera. Al equivocarse de una
letra, una sola, en lugar de un héroe, creó el Gólem,
un monstruo. En estas letras únicas está nuestra esencia
y no en lo que (apenas) nos separa de la mosca del vinagre o del chimpancé.
De éstas depende que seamos así o asá, éstas
aportan nuestra individualidad, por eso somos humanos y no homúnculos.
Y ahora resulta que del 1,42 millones de alteraciones de estas letras,
sólo 60.000 está en los genes. El resto, en el polvo, en
la basura genética. Que las busquen, por favor. Hurgar en la basura
como un homeless siempre ha sido el verdadero cometido de todo arte, de
toda ciencia.
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