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abril
2002
Nº 88

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La nueva sexualidad (y 2)
Mihály Dés
La primera entrega de este minitratado sobre el
nuevo código sexual intentaba interpretar el exhibicionismo erótico
que caracteriza a nuestras sociedades. En esta segunda parte, el autor
pretende detectar las consecuencias del desplazamiento de los tabúes,
y buscar las conexiones de la inocencia exhibicionista con la pornografía
posmoderna.
No hay nada que hacer ante el exhibicionismo erótico
de las sociedades postindustriales. No se puede obrar en consecuencia,
imposible estar a la altura (o, según, la bajura) de las circunstancias.
Imaginen al ciudadano posmoderno en pos de la plenitud sexual que se le
promete, exige e impone. Imagínenlo postrarse en plena calle ante
la imagen del formidable culo de una mulata o del esbelto cuerpo de un
efebo rubito con paquete de caballo (para recurrir a dos fotografías
omnipresentes en la España urbana de este caluroso marzo de 2002);
imagínenlo proceder a cumplir el plan de masturbación trazado
por la educación sexual contemporánea. Imaginen lo que ese
postsujeto (ya saben: no sólo Dios está muerto; según
las teorías postnietzscheianas, la palmó también
el Sujeto), imaginen, digo, lo que ese sujeto, vivo o muerto, podría
llegar a imaginar.
Hay que tener tolerancia, entonces, para con las caras
de póker y las pestañas bajadas ante esas representaciones
ubicuas de cuerpos desnudos. ¡Y si fueran sólo imágenes!
De aquí a un tiempo, las ciudades occidentales se han llenado de
doncellas de carne y hueso que sienten una irresistible necesidad de enseñar
su barriga, ombligo incluido, a todo al que le interese o, incluso, al
que no le interese.
O tomemos el ejemplo de las prendas íntimas: las
bragas, los bombachos, los calzones, los blúmers Lo que en mi infancia
era todo un mito erótico, y por consiguiente un tabú, ahora
es dominio público, vista obligatoria. De niño merodeábamos
durante horas al pie de la escalera de mi casa a ver si pillábamos
el color de base de la vecinita. Actualmente, los conocimientos sobre
el cuerpo ajeno, o sobre las prendas que lo cubren, no se consideran información
privilegiada.
Pero entonces, ¿qué se considera como tal?
¿Qué es, en el campo sexual, lo que sigue siendo prohibido
y, como querían Freud y Bataille, sagrado? Si lo visible para todos
deja de ser tabú, queda poca cosa por transgredir, la verdad. Y
me llena de preocupación el tramo por recorrer en el frente del
acceso visual. No sé si estoy preparado yo para el siguiente paso
de esa arrolladora liberación sexual que, lógicamente, trasciende
el campo de lo visible.
Los riesgos del coqueteo
Como todos sabemos, el referido exhibicionismo erótico
se realiza en un escenario donde reina la corrección política
y el coqueteo se ha convertido en una faena sumamente arriesgada. No hay
ninguna contradicción. Más bien un lazo íntimo, una
relación dialéctica. El hombre cabizbajo delante de los
posters cuasipornográficos es el hombre enmudecido ante un posible
tanteo lúdico de orden erótico. Si antes la ocultación
y la represión pudo intimidar sexualmente, ahora su opuesto logra
lo mismo, acaso con mayor eficacia. No es el primer terreno en el que
la democracia del consumo logra domar pacíficamente los instintos
animales de las masas trabajadoras.
Las fantasías eróticas no pueden permanecer
incólumes ante semejante estado de las cosas. Cada época
tiene las fantasías sexuales que merece, o sea, existen desviaciones
y ensueños eróticos dominantes o, como diría Lukács,
típicos. En este sentido resulta sumamente significativo el enorme
éxito de varios libros abanderados de una sexualidad masiva, anónima
y mecánica.
El más peculiar de todos ellos es La vida sexual
de Catherine M. (Anagrama, 2001), de la francesa Catherine Millet. En
esta obra autobiográfica una reputada ensayista da cuenta de sus
preferencias eróticas, que básicamente consisten en ser
poseída por un considerable número de hombres, tal como
resume uno de sus "ensueños" más recurrentes:
"una garita del portero de un edificio en restauración la
cama está a veces tapada por una simple cortina. De ella sólo
asoman mi vientre y mis piernas, y los racimos de obreros que seguían
llegando me trabajaban sin verme y sin que yo les viera, pero bajo el
control del portero que dirigía el desfile."
Hasta aquí nada particular: una conocida fantasía
principalmente femenina y gay. Lo meritorio es que esa especialista en
las vanguardias puso manos a la obra (es un decir), y logró convertir
en realidad sus sueños (llegó a ser penetrada en una sola
acostada por unos cincuenta desconocidos) y escribió la historia
de sus peculiares placeres, incluido el goce de sentir su cosa completamente
entumecida.
Con todos mis reconocimientos por los resultados deportivo-eróticos
de la autora, me pregunto, ¿qué hay en su libro que no haya
ofrecido la literatura erótica francesa en los últimos dos
siglos? La respuesta es: la promesa de que no es literatura. Naturalmente,
eso no es así. Por más que ella prometiera contar la verdad,
el tratamiento es absolutamente ficcional y la descripción de esas
aparatosas copulaciones multitudinarias es artísticamente ascéptica
y depurada. No hay asomo de violencia ni peligro de enfermedades o de
embarazos, pero tampoco huella de condones. Como en las más baratas
películas porno, los chorros y el chapoteo tienen aquí suma
importancia. En la maliciosa novela Las partículas elementales
de su compatriota Houellebecq la descripción de orgías parece
más realista que en la escritura testimonial de Catherine M.
Pero todo eso no importa. Su lectura resulta hipnótica
porque es la historia de alguien que existe y a la que podemos ver y conocer.
Esa relación con lo real significa su auténtico morbo, su
verdadera conexión con la época. Y, precisamente, en su
calidad de reality show pertenece al campo de la ficción, de lo
virtual. Por eso, y a pesar de lo increíblemente escabroso de lo
narrado, todo aquí es prefabricado y absolutamente controlado,
todo lo contrario de una aventura. Y éste es el punto en el que
el particularismo orgiástico de Catherine Millet se relaciona con
el exhibicionismo general.
La nueva sexualidad es, entonces, democráticamente
masiva y consumista, favorece la pasividad y necesita utilizar la realidad
como referente; huye del riesgo y procura tener todo bajo su control;
está en el lado opuesto de la aventura y le resbala la seducción.
La diferencia entre el seductor o aventurero y el consumidor de la nueva
sexualidad es la misma que hay entre el artista y el reproductor de obras
artísticas, o entre el viajero y el turista.
El turismo (sea tradicional, sexual o político)
es un concepto clave para comprender nuestra época. Ahí
también juega un papel decidido la realidad como pretexto; la aventura
es prefabricada, masiva y controlada; no exige méritos propios
y no es nada personal. Es de todos y es de nadie. Para ilustrar la diferencia
radical entre la nueva sexualidad y la de la vieja escuela, mitteleuropea
o no, nada mejor que dirigirse a Milan Kundera. En La insoportable levedad
del ser hay una reflexión sobre las compulsivas conquistas eróticas
de su protagonista:
"No está obsesionado por las mujeres, está
obsesionado por lo que hay en cada una de ellas de inimaginable, en otras
palabras, está obsesionado por esa millonésima diferencial
que distingue a una mujer de las demás mujeres."
Y ¿por qué buscar en el sexo esa diferencia
que puede encontrarse en tantas otras cosas? Kundera lo justifica así:
"Únicamente en la sexualidad la millonésima diferencial
aparece como algo extraordinario, porque no está al alcance del
público y es necesario conquistarla."
Para Kundera, el sexo es un espacio de libertad. Pero
claro, él concibió esa teoría desde la perspectiva
de una sociedad totalitaria. Como nosotros vivimos en sociedades democráticas,
tampoco le vamos a dar un uso social a nuestra libido.
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