lateral


mayo 2002
Nº 89

home

 

Cornudo y pagar la cuenta
Mihály Dés

¿Cuál es la relación entre la Cumbre de Barcelona, celebrada del 14 al 16 de marzo, y el exitoso concurso Operación Triunfo? ¿Cómo un dicho catalán de uso doméstico resulta la forma más certera de definir un nuevo fenómeno político de considerable trascendencia? ¿Qué tienen que ver las multas de tráfico con la satisfacción que generó la Cumbre?

Supe que la cosa iba muy en serio porque desaparecieron los policías. No de la ciudad en general: allí se multiplicaron, se complementaron con unidades especiales del ejército, se intensificó la presencia masiva de miembros del servicio secreto vestidos de gamberros y de gamberros vestidos de polis; se trajeron armas de destrucción masiva, de contrarrespuesta fulminante, de autodefensa legal. O letal. No quedaba claro.

Así pues, los policías se esfumaron no de Barcelona, sino, muy en concreto, de la esquina donde se encuentra la redacción de Lateral que, por otra parte, se encuentra en Barcelona. Esa aparente contradicción se entiende por el fenómeno de los vasos comunicantes. Más difícil resulta explicarles la permanente presencia policial delante de nuestro edificio.

 

El secreto de mi esquina

Podría hacer el interesante y decirles que la esquina de mi casa es muy particular. Pero no lo es. Se trata de uno de esos hermosos juegos de chaflanes de l'Eixample donde se aparca tan cómodamente que ­incluso cuando se hace de manera no del todo reglamentaria­ no se molesta a nadie. Con excepción, naturalmente, de la policía, a la que también resulta cómodo aparcar allí. Y si evaluamos la relación inversión física-resultados económicos, no es lo mismo deambular por la ciudad como un proscrito tratando de reducir las interminables doble filas al menos a fila y media, que pasar cada 15-30 minutos por esos fecundos chaflanes y recaudar fondos.

No estoy insinuando nada. Sólo constato la gravedad de la Cumbre si hasta los policías del chaflán se sumaron al despliegue general que tenía como objetivo paralizar a Barcelona. Creo que desde la triunfal entrada de las tropas nacionales en 1939, esta ciudad no conocía semejante presencia milico-policial.

Para evitar el caos circulatorio, muchas empresas dieron vacaciones a sus empleados. A causa del caos, media población se atrincheró en sus casas, se refugió en su barrio y descubrió los valores de la vida sencilla. Por imposibilidades urbanísticas, los que habían de cruzar la Diagonal (como este servidor, para llevar a sus hijos al colegio) tuvieron que desistir. La situación me recordaba el invierno del 45 ­que gracias a las historias de mis padres conozco mejor que como si lo hubiera vivido­ cuando no era posible circular entre Buda y Pest porque los puentes de la ciudad habían sido destruidos. Lo que pasa es que, entonces, la naturaleza corrió a la ayuda de los budapestinos, y congeló las aguas del Danubio. En la Barcelona de la Cumbre europea, en cambio, no se congelaron las aguas ni se abrieron los cielos. El Señor nos abandonó. Ni siquiera llegó a destruir las murallas levantadas a lo largo de la avenida Diagonal. Desde las Olimpiadas no había en esta ciudad semejantes inversiones públicas.

Nunca sabremos cuánto ha costado la broma, pero nadie tiene la menor duda de quién la pagará. Se trata de una factura no solicitada ni deseada pero tampoco rechazada por los ciudadanos. Y ésta es la auténtica cuestión.

Antes de que algún lector avisado me aleccione sobre la existencia de numerosas acciones de protesta durante esos días, le diré que hablamos de cosas diferentes: para los movimientos de antiglobalización la Cumbre fue una grandiosa oportunidad y no un escándalo innecesario.

Mi percepción es que había dos tipos de reacciones ante ese Woodstock político. La gente no organizada estaba al margen o se mostraba cabreada. "¿Usted cree que hay derecho que expropiaran todo un hospital?", me preguntó un taxista refiriéndose a la unidad infantil de Sant Joan de Espí; y un camarero despotricó contra la presencia de fragatas de guerra y aviones de combate en Barcelona. Con todo, preocupaba mucho más el impredecible desenlace de Operación Triunfo, el concurso de jóvenes cantantes que ha logrado vertebrar España, salvar las arcas de la televisión pública, repuntar la mala racha de la industria discográfica y hacer feliz a unos veinte millones de ciudadanos.

Por un admirable mimetismo, la parte políticamente activa de la sociedad pudo conectarse con la muda mayoría pendiente del concurso de canciones melódicas y logró convertir la Cumbre europea en otra Operación Triunfo. No seré yo quien haga el balance intelectual o político de esa reunión internacional. Pero quiero aprovechar la oportunidad para convocar el flamante premio Cumbres borrascosas que se otorgará al que logre contestar correctamente a estas tres preguntas:

1) ¿En qué quedaron finalmente los reunidos y quién pagará las consecuencias de lo acordado?

2) Según el testimonio de los fotógrafos, los jefes de Estado pasaron los días riéndose en la Barcelona sitiada. ¿De qué se rieron? En serio, ¿qué hay tan gracioso en el encuentro de los políticos?

3) ¿Por qué vinieron a fastidiar aquí en lugar de reunirse en una cumbre, una isla desierta o un desierto isolado? Incluso Hitler, Chamberlain y cía. acostumbraban realizar los negocios de compraventa continental en románticos castillos alpinos para no interrumpir las tareas rutinarias de las fuerzas de coerción.

Por otra parte, es verdad que ambos bandos tenían algo que celebrar. La Cumbre ofrecía satisfacción y felicidad al segmento de población no interesada en la música bailable o los concursos televisivos. El gobierno podía sentirse plenamente satisfecho por presentar al mundo un país mucho más pacificado que los anteriores escenarios de esos encuentros. Su principal opositor, el Partido Socialista, podía congratularse por lograr la más armónica forma de esquizofrenia política que recuerdan los anales, al ser constituyente de la nueva Europa unida y, al mismo tiempo, sumarse a la lucha contra ella. Los representantes del Gobierno catalán y del Ayuntamiento de Barcelona, por lo demás antagónicos, se acompañaron en el sentimiento patriótico porque durante varios días consecutivos su país y ciudad, respectivamente, se mencionaron en los telediarios del mundo en medio de guerras, sucesos y catástrofes naturales.

En cuanto a los manifestantes, tenían más razones aún para sentirse realizados. Los combatientes antiglobalización y antisistema porque tienen la misma tendencia de los políticos oficiales a declararse siempre eufóricos y se deprimen sólo cuando se los deja en paz. El brazo político del nacionalsocialismo vasco, a punto de ser ilegalizado, porque recibió un inesperado reconocimiento al poder protestar junto con los profesionales de la antiglobalización y los representantes de partidos de izquierda y sindicatos. Además, con la excepción de los radicales, todos los actores patrios de ese sainete intercontinental no pudieron con su orgullo porque Barcelona, Cataluña y España ­según­ dieron una extraordinaria muestra de civismo al resistir la tentación de convertir la ciudad en escombros.

El sometimiento democráticamente voluntario a todo tipo de vejaciones sociales y políticas, financiadas y celebradas por uno mismo, es un fenómeno central de nuestro tiempo. Su mejor definición la ofrece un viejo dicho catalán, hasta ahora de uso exclusivamente doméstico: cornut i pagar el beure (cornudo y pagar la bebida). Salvados del tan temido baño de sangre y vueltos a la normalidad, podemos resignarnos a que esa frase tenga un uso más amplio. El lunes siguiente a la Cumbre volvieron los policías al chaflán. Llegó la hora de pagar la cuenta.