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julio
- agosto 2002
Nº 91/92

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El canon accidental
Mihály Dés
La reciente visita de Harold Bloom a Barcelona y la
publicación de su último libro El futuro de la imaginación
(Anagrama) ha atizado el viejo debate sobre el canon. Defensores y defenestradores
han vuelto a salir a la palestra con renovado ardor guerrero. El autor
de este artículo procura no entrar en el debate pero logra quedar
mal con ambos bandos.
Llevo toda una dilatada vida predicando los clásicos
sin que nadie me lo pidiera, y la única vez que se me requirió
un servicio canónico, no pude cumplir con el encargo. Ocurrió
hace cuatro años. Al final de uno de los tradicionales partidos
dominicales de fútbol del acreditado equipo húngaro de Barcelona
formado por diplomáticos, hombres de negocios, un guitarrista
de flamenco, un pintor de brocha gorda y este servidor me abordó
el chófer del consulado y, de manera muy formal, pidió hablar
conmigo.
No teníamos mucho trato a causa de un esguince
hecho en un partido prehistórico no jugaba con nosotros, pero
siempre me llamaba la atención su seriedad y trato agradable. Era
un hombre cuarentón, moreno, alto, fuerte, y, de una manera anticuada,
apuesto. Su parca intensidad y buenos modales me parecían anunciar
algún drama interior, que por suerte nunca llegó a aflorar.
Después de un preámbulo cortés, casi
tímido, me lo explicó: fruto de años, décadas,
de esfuerzo y consagración, estaba a punto de realizar el sueño
de su vida: construir una casa en las afueras de Budapest, y en esa casa
quería tener una biblioteca ideal. No la infinita biblioteca borgiana
de Babel, sino una selección accesible, porque estaba decidido
a comprar y leer cada una de las piezas. "No quiero basura",
me dijo con cierta gravedad, "¿podrías hacerme una
lista de los libros imprescindibles de la literatura universal?"
Nada más fácil. Le prometí confeccionar
la lista. Tan sólo le pedí un poco de tiempo. No podía
defraudarle. Pero, como era de esperar, no cumplí. En nuestros
sucesivos encuentros me escudaba tras el agobio en el que vivía,
hasta que, un año después, lo destinaron a otro país.
La vergüenza de no haber cumplido me sigue acompañando,
pero además de faltarme el tiempo necesario, no sabía cómo
enfocar su petición. Una gran parte de los clásicos resultan
incomprensibles hoy sin una formación previa. ¿Tenía
sentido proponerle a Dante, por ejemplo? O dicho de otro modo, ¿tenía
derecho a excluirlo? Y lo que es más importante, ¿podía
traer la más mínima consecuencia que hiciera una cosa o
la otra?
El hit parade del poder
En términos prácticos, el debate sobre el
sentido del canon consiste en darle una lista de recomendación
a mi amigo el chófer o remitirle al catálogo de la Biblioteca
del Congreso de Washington DC, advirtiéndole, de paso, que no se
deje manipular. Porque, como se sabe, todo canon es un hit parade del
poder de turno, compilado bajo criterios estrictamente ideológicos.
Sin embargo, existen dudas acerca de que la cultura y
su recepción sea tan planificable. El canon por excelencia el
arte, la literatura y el pensamiento grecolatinos desapareció
del mapa durante casi un milenio, para volver con un vigor capaz de otorgar
definición a la cultura europea, y varios autores fundacionales
de esa tradición, como Cervantes y Shakespeare, fueron reinventados
siglos después de su muerte por los románticos. Mirado así,
la tradición occidental resulta más accidental que producto
de una conjura.
Según varios estudiosos, sin embargo, la literatura
canónica y, con especial peso, la narrativa, constituyen instrumentos
eficaces al servicio de intereses imperiales e imperialistas, y contribuyeron
a desarrollar una visión despreciativa y xenófoba de los
otros pueblos. El representante con mayor predicamento de esa percepción
imperial de la cultura, el palestino E. W. Said, llega a relacionar incluso
a Camus con el colonialismo francés en Argelia.
Siguiendo la lógica de las teorías conspirativas
de la literatura, nuestra visión necesariamente imperialista de
Dinamarca habría sido forjada por Hamlet; la de África,
por El corazón de las tinieblas; y la de los monos, por El planeta
de los simios. Lo que, entre muchas medias verdades, proponen los enemigos
de la tradición occidental es la reducción de la literatura
a una función ideológica, algo a lo que los filósofos
y estetas canónicos del marxismo (Gramsci, Lukács, Adorno)
jamás se hubieran atrevido. Una de las más brillantes aportaciones
del marxismo a la estética es la conjetura de Engels, a propósito
del reaccionarismo de Balzac, según la cual la gran literatura
trasciende sus limitaciones ideológicas. La otra, del mismísimo
Marx, es el reconocimiento de que "la dificultad no consiste en comprender
que el arte griego y la epopeya están ligados a ciertas formas
de la evolución social. La dificultad consiste en que sigue causándonos
placer estético y que en cierto sentido constituyen las normas,
los modelos inalcanzables."
Para hoy, los ídolos literarios de Marx dejaron
de ser modelos reales y, en ningún caso siguen siendo normas, ni
en la vida literaria ni tampoco en la tumba académica. Los que,
como yo, ejercen la docencia universitaria, saben que resulta una indecencia
recurrir a paralelismos universales en una clase de literatura. Y, en
ese sentido da lo mismo si se trata de una universidad estadounidense
furibundamente anticanónica o una española, anquilosada
en la tradición.
Por otra parte, salvo momentos aislados, como el del ideal
neoclásico de bienséance proclamado por Boileau, nunca existió
un canon literario en el sentido religioso y, al menos desde el Romanticismo,
la opinión pública de Occidente se ha mostrado bastante
abierta hacia culturas minoritarias o periféricas. En los últimos
dos siglos ha habido una feliz promiscuidad de cánones y, a pesar
del ostentoso título de su libro, ni siquiera Bloom pretende imponer
un canon occidental, sino tan sólo y leedlo, si no me creéis
hacer la relectura de unos cuantos clásicos.
Pero si el enemigo no existe, ¿por qué ensañarse
con él? ¿Qué academia puede imponerse al mercado?
¿Qué mercado se atrevería a desafiar la ignorancia
e insistir en los invendibles clásicos y dejar de buscar éxitos
en culturas exóticas y/o minoritarias? En realidad, el conocimiento
de la tradición, lejos de impedir el acceso a otras literaturas,
prepara para su mejor recepción. Más que multiculturalista,
nuestra época es culturalmente multitudinaria. Frente al caos,
nada mejor que una sólida referencia; frente a la invasión
de la cantidad, la capacidad de selección; y, frente al ruido,
el oído afinado en la tradición.
Pero entonces, ¿por qué irritan los clásicos?
He aquí una posible respuesta: rivalizar en su propio terreno con
humanistas de la talla de Bloom, Steiner o Kermode, resulta demasiado
arduo. Mucho más cómodo es trazar nuevos campos, menos competitivos,
que por definición descalifican a los clásicos.
No debe ser casual, pues, que la nostalgia por el canon
se despierte fuera de los ámbitos, celos y prejuicios profesionales,
entre gente como mi amigo, el chófer. Pero en el fondo, nadie puede
hacerle daño a la tradición. Si un puñado de artistas
y patricios florentinos pudo resucitar con éxito el legado cultural
que bárbaros y cristianos ocho siglos antes habían aniquilado,
o si un grupo de exaltados de la ciudad de Jena, hoy más recordada
por unos recipientes de vidrio resistentes al fuego que por haber sido
la cuna del Romanticismo alemán, logró subvertir el canon
universal, no hay por qué preocuparse.
El destino accidental de los clásicos no es sino
una fatalidad, que sólo da lugar a que cada uno obre según
su convicción sin poder vislumbrar jamás el futuro de su
empresa. Pensándolo bien, a lo mejor sí que voy a compilar
para mi amigo la lista de lo que, a mi parecer, son los objetivamente
mejores libros de la literatura universal. Y para que no parezca accidental,
la llamaré el canon incidental.
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