
|

noviembre
2002
Nº 95

home
|
También la corte está
desnuda
Mihály Dés
El desconcierto que el último Premio Nobel de
Literatura ha causado en el mundillo cultural ha demostrado que no estamos
preparados para ese tipo de sorpresas. Partiendo de ese caso, el autor
del presente artículo intenta descifrar cómo es posible
que los profesionales de la literatura ignoren valores que no sólo
podrían, sino también deberían conocer y promover.
Con su habitual nocturnidad y alevosía, la academia
sueca resolvió distinguir a un oscuro autor húngaro con
el último Nobel de Literatura. La sorpresiva decisión causó
revuelo en los círculos literarios y puso en un aprieto a los medios
de comunicación. ¿Quién es ese Imre Kertész
del que nadie habló como favorito? ¿Cómo informar
sobre un escritor del que no se ha leído una sola línea?
¿Dónde diablos conseguir una foto suya con menos de setenta
años y con más cabellos que aquellos cuatro que le cuelgan
hasta el hombro desde una cabeza como una bola de billar, otorgándole
un aire de payaso jubilado, que se ha emocionado porque alguien le había
reconocido? ¿Cómo se les ocurre a los caballeros suecos
semejante galardón para cuya celebración nadie estaba preparado:
ni los periodistas culturales, ni los críticos, ni los libreros
ni sus propios editores, y aún mucho menos el público lector?
¡Suerte del Planeta, que se entrega poco después del Nobel,
ahí uno siempre sabe a qué atenerse!
Modestia y patriotismo aparte, puedo aportar algún
dato sobre el trasfondo del affaire Kertész. En su día recomendé
a algunas editoriales que publicasen Sin destino, su primera novela. Al
final me hizo caso Enrique Murillo, a la sazón Director Literario
de Plaza & Janés, la editorial que luego oportunamente se deshizo
tanto de Murillo, como de esa obra tan poco comercial. Por lo demás,
Kertész colaboró con Lateral desde el inicio de la revista.
También procuramos dar eco de sus libros conforme iban saliendo
en castellano. Yo mismo escribí sobre sus obras fundamentales:
Sin destino (Plaza & Janés, 1996, y reeditado por Círculo
de Lectores) y el volumen de ensayos Un instante de silencio en el paredón
(Herder, 1998).
Luego, Jaume Vallcorba, director de reputado olfato de
la editorial catalana Quaderns Crema y de la castellana El Acantilado,
descubrió a Kertész por su cuenta. Publicó Kaddish
por el hijo no nacido (2001) y Yo, el otro (2002), recuperó los
derechos del descatalogado Sin destino, y estaba a punto de contratar
una nueva obra suya cuando, aprovechando la resaca del Nobel y su ilimitada
capacidad para realizar opas, Alfaguara se la había arrebatado
en la mismísima Feria del Frankfurt, donde el autor y su editor
catalán-español estaban celebrando la inesperada victoria.
No vayan a creer que cuento todo esto para calificar la
actuación de Alfaguara, que no precisa de mi comentario, o que
estoy alardeando de mis conocimientos sobre Kertész. Cuando el
Nobel se lo dieron al chino Xingjian, yo me encontraba en la misma situación
que mis colegas con ese húngaro. Y eso es justamente lo que me
gustaría plantear: ¿por qué los profesionales de
la literatura ignoramos esas cosas y esos casos? No me acuerdo de cómo
fue lo del chino, pero Kertész no era lo que se dice un autor inédito
en España antes de su Nobel. Cuatro libros traducidos en los últimos
seis años, uno de ellos editado dos veces y por Plaza & Janés
y Círculo de Lectores, no es un balance del todo negativo.
Y si quieren más datos sobre su manifiesta clandestinidad,
sepan que sus libros han recibido críticas positivas (en caso de
que hayan recibido alguna); que en Lateral se podía leer artículos
suyos (también en nuestra página web), y que servidor no
paraba de jurar y perjurar tanto en público como en privado las
magnificencias de su compatriota. Incluso, pocas semanas antes del Nobel,
Kertész ocupaba la portada del suplemento cultural de El País
a raíz de una entrevista que le publicaron.
¿Cómo pudo ser, entonces, que en nuestro
mundillo literario, académico, periodístico, intelectual
y eclesiástico apenas se supiera de él? No estoy reprochando
nada a nadie. Ni siquiera estoy hablando de Kertész, y mucho menos
del Nobel, un premio que sólo en la categoría de Paz resulta
más azaroso que en la de Literatura. Pero hay una pista ahí
que nos acerca al corazón de las tinieblas literarias de nuestra
época. Y no me refiero al cuento, por lo demás aterradoramente
real, de la desorientación generalizada a causa de la manipulación
informativa y la sobreproducción.
La crítica, perdida
No seré yo quien niegue que hay demasiados libros.
Pero nunca puede haber tantos como para que cada uno de nosotros no sepa,
dentro de su palmo de saber, cuál resulta imprescindible. Sin embargo,
por alguna razón ese saber no pasa al dominio público. Al
contrario, se va perdiendo incluso lo que ya lo era: los clásicos.
Para beneficio propio y ajeno, todas las bellas almas y todos los espíritus
críticos de nuestra era azotan al mercado como fuente de todos
los males, también en el campo cultural. Estoy con ellos. Sólo
que el verdadero enemigo del buen libro no son los best sellers ni la
mercantilización de la vida literaria, sino la desidia, venalidad,
resignación y/o mediocridad de sus servidores.
Hace unos meses realicé un pequeño experimento
en ese inofensivo laboratorio que es Lateral (nº 85, enero de 2002).
Hablando de la crítica literaria, me permití la siguiente
confidencia: "La casi totalidad de los libros que en la última
década han logrado hundirme y luego resucitarme apenas tuvieron
recepción crítica o lectora." Y como ejemplo, puse
tres títulos sin nombrar sus autores.
Adivinen ustedes, ¿cuántos lectores, colegas,
amigos o parientes me han preguntado por alguno de esos libros que, sospecho,
muy pocos conocían o reconocían? Han acertado. Dos: Leonardo
Valencia, narrador ecuatoriano y Jefe de Redacción de Lateral,
y el escritor mexicano Juan Villoro.
Naturalmente, tengo mucho más ejemplos para ilustrar
ese desinterés y falta de diálogo pero, como seguirán
sin hacerme caso, cito tan solo uno más. Quiso el azar que las
últimas vacaciones estivales cayeran en mis manos dos extraordinarias
novelas danesas de finales del siglo xix. Una de ellas, Al lado del camino
de Herman Bang, está disponible en castellano (Ediciones de La
Torre, 1994), la otra, debería estar. Desde entonces no he parado
de hablar de mis descubrimientos escandinavos, pero no he tenido mejor
resultado que con mi hit parade de las tres obras maestras ninguneadas.
Yo diría que nunca antes ocurrió esto. Hasta
en las exóticas colonias españolas del Nuevo Mundo se conocía
lo que hacía falta leer. Hasta en la última, la más
nevada guarnición siberiana adonde con más frecuencia
llegaban jaurías de lobos que diligencias de correos, cualquiera
sabía que para ahondar en la melancolía, nada mejor que
las penas rimadas de Alfredo Musset o de Gerardo de Nerval, y para quitarse
la vida, bastaba simplemente seguir las pautas del joven Werther. Como
merecido premio por la sed de saber y el ansia de la periferia, no hacía
falta esperar mucho para que en los salones y salitas de Europa Occidental
empezaran a leer y discutir lo que se escribía en la enigmática
Rusia y en las remotas Américas.
Yo no digo que ahora leamos sólo lo que sale en
los suplementos, programas culturales o presentaciones de libros, aunque
la verdad es que principalmente sí. Lo que estoy diciendo es que
algo se ha perdido en el camino. ¿Qué ha pasado? ¿Qué
falta? ¿Curiosidad, compromiso, pasión, sentido del deber,
sentido del leer, ganas de hablar o ganas de escuchar? ¿O, acaso,
la literatura ha dejado de ser esa noble causa por la cual sus servidores
dichosamente daban la vida?
Que el rey está desnudo, ya se sabía desde
hace mucho tiempo. Ahora resulta que nosotros, la corte, también
nos estamos quedando en pelotas. Lo que pasa es que, a diferencia de la
anatomía del soberano, nuestras partes no interesan a nadie. El
inocente niño, que en el cuento descubre el regio espectáculo,
jamás va a señalarnos con el dedo; el gentío, que
jubiloso celebra la revelación, no se fijará en nosotros
ni para reírse. Únicamente un Nobel podría devolvernos
la dignidad
|
|