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marzo 2004
Nº 111

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El grado cero de la tolerancia
Mihály Dés

La tolerancia cero forma parte de un nuevo vocabulario a través del cual estamos aprendiendo a aceptar una serie de discursos que, a priori, no parecen tan fáciles de aceptar. A partir de esta idea, el autor repasa los acontecimientos que han removido Cataluña durante las últimas semanas, y se pregunta, en este caso, qué hay de tolerancia y qué de grado cero.

Con diurnidad y sin siquiera alevosía, está instalándose en el usus cotidiano de la lengua una serie de giros y conceptos que, si no supiera que vivimos en una democracia floreciente, se me antojarían totalitarios. Desde la discriminación positiva (que por más positiva que sea, no deja de ser discriminación) hasta la corrección política (que no cambia su carácter normativo por ser conocida en España como incorrección política), se ha
colado entre nosotros un buen número de términos de espíritu absolutista, cuya aceptación natural hace intuir un fenómeno no
exclusivamente lingüístico.
Lo primero que me llama la atención en ese fenómeno es que, contra las creencias de sus usuarios, no tiene el menor componente ideológico. Para ser más preciso: tiene algo de una supraideología, parece ser el heraldo de una nueva visión global y no partidista del mundo. De la discriminación positiva se ha apropiado tanto la derecha como la izquierda. El pensamiento único, en cambio, nadie quiere adjudicárselo, todos los bandos lo desenmascaran, y su denuncia, por tanto, tiene posibilidades de convertirse en el auténtico pensamiento único. Lo mismo ocurre con la (in)corrección política, que asimismo es de todos y no es de nadie.
Tampoco escapa de estas características el eslogan más rutilante del momento: la tolerancia cero. Lo popularizó monsieur Sárközy, delfín implacable de la derecha francesa, e, ipso facto, lo acuñó Montserrat Tura, la enérgica consellera socialista de Interior del tripartito gobierno catalán. Se ve que se trata de una idea integradora, que es otro concepto total de nuestra época.
Yo no digo que eso de la tolerancia cero no pueda parecer algo chocante a la primera. Dos mil años de machaque cristiano de amar al prójimo, sobre todo cuando te da una hostia (en cualquiera de sus acepciones), varios siglos de enseñanza humanística, todos esos logros de la Revolución Francesa (guillotina incluida) y varios años de sermón multiculturalista ablandan a cualquiera. Pero pensándolo bien, existen graves razones para ser tolerante a cero. Incluso, según en qué caso, ni siquiera la transigencia nula me parece medida suficiente, y estoy tentado de proponer a las autoridades pertinentes la adopción del término menos cero en cuestiones de tolerancia.
Ya les digo, grandes causas justifican esa ruptura radical con los más mentados valores occidentales. La primera de ellas la representa el enemigo público número uno de la era postindustrial: el hábito de fumar, últimamente conocido como tabaquismo. Pero esto se acabó. Habrá guerras, continentes enteros serán diezmados por el sida, la miseria seguirá creciendo como un cáncer planetario, los humanos se infectarán de males de pollos y vacas, encima locas, pero a partir de ahora nadie morirá fumando. A menos que esté dispuesto a pagar el triple de lo que está pagando ahora por algo que ya es, proporcionalmente, mucho más caro que cualquier otro producto legal.
La segunda causa por combatir con la tolerancia cero, o sea, con la intolerancia máxima, es la conducción impropia de los coches. Nadie podrá ya circular borracho a ciento treinta por hora en los centros urbanos, ni siquiera completamente sobrio en una autopista donde no hay ni una sola alma. Y esto es sólo el comienzo. En Estados Unidos, un país desde donde se importan casi todas las aberraciones y muy pocas de las genialidades, cada vez crece más el número de lugares donde está prohibido fumar, incluso al aire libre, y, efectivamente, el agujero de ozono parece haberse achicado encima de Connecticut. Allí, y supongo que pronto también aquí, tomar una cervecita en una terraza se considera un acto delictivo desde los tiempos de Al Capone, por no hablar de ciertos hábitos sexuales que varios Estados prohíben hasta en los hogares y centros de trabajo. Ya vieron lo que le pasó al pobre Clinton, que, para colmo, fumaba puros.
Antes de que se me acuse de aprovechar este espacio para la defensa de conductores ebrios o fitipaldis aficionados, me apresuro a declarar que soy un fanático del orden público, pago mis impuestos en cómodos plazos y aminoro la velocidad a la vista de un coche patrulla, incluso cuando voy a pie. Pero algo me dice que de nuevo estamos ante una operación para recaudar fondos, al igual que en el caso de las multas de aparcamiento, y no de un intento serio para resolver un problema real. El hecho de que en Alemania, donde ni siquiera existe el límite de velocidad en las autopistas, el número de siniestros sea muy inferior, sugiere que puede haber soluciones más eficaces y menos demagógicas.
Finalmente, he de mencionar el terrorismo como blanco de la campaña civilizatoria tolerancia cero. Abundan los ejemplos. Lo que pasa es que no lo veo como un ítem distintivo de nuestro tiempo, ya que, a lo largo de la historia, siempre se ha exhibido cierta intransigencia para con los subversivos. Si me aprietan, la novedad es más bien lo contrario: la tolerancia e, incluso, la complicidad soterrada de ciertos círculos del poder con el terrorismo. Lo hemos podido observar en el País Vasco, y ahora también en Cataluña, gracias al señor Carod-Rovira, quien -a la sazón conseller en cap y president interino, en ausencia del verdadero, pero tan perfectamente disfrazado de ciudadano de a pie que sólo los servicios secretos de sus enemigos en Madrid se enteraron de su iniciativa- se fue a Francia para platicar con la cúpula de ETA.
De este asunto ya se han dicho muchas cosas, y casi todas de ellas han sido ciertas. Pero que haya ido en el coche oficial es una vil calumnia, parte de la campaña de desacreditación de Cataluña orquestada por el PP y la COPE. Estoy convencido de que viajó -sobrio (en cualquier caso ebrio tan sólo de la trascendencia de su alta misión) y respetando las inclementes normas de tráfico-, viajó, digo, en su coche particular y pagó de su bolsillo los peajes, que, by the way, son los más numerosos y caros de España, otra maquinación de Madrid.
No se preocupen, no voy a cansarles con cavilaciones sobre si Carod-Rovira tenía buenas intenciones o pésimas, si es un genio intuitivo o un ingenuo desubicado, si podía tener posibilidad alguna de traer la paz al mundo o en realidad buscaba la bronca, si tenía atribuciones para semejante misión o si ésta debería figurar entre las prioridades de un político catalán; y, ya en un nivel más teórico, si el diálogo es la terapia más adecuada para criminales cuya existencia está cimentada sobre la ruptura del diálogo.
No es necesario reincidir en estas preguntas, porque los resultados ya se las han contestado. La primera consecuencia de la más pública operación secreta de la historia moderna de Cataluña fue un terremoto político que recorrió todo el Estado Español y del que salió reforzado el PP, y herido el ya de por sí debilitado Partido Socialista. La segunda fue una tormenta política en Cataluña, que hizo tambalear el gobierno tripartito de la izquierda. El tercer golpe vino con el comunicado de ETA que, compensando la buena faena del líder de Esquerra Republicana, juró no seguir asesinando a catalanes, sólo a vascos, andaluces y castellanos nuevos.
Todo esto pasará. El problema consiste en que la irresponsabilidad de Carod ha
logrado desplazar el centro del debate hacia asuntos banales y falsos justo en un momento en que ha vislumbrado una tenue esperanza de enfrentar problemas auténticos. En Cataluña, el 19% de la población vive en la pobreza; el sistema de enseñanza es clasista; la inmigración, una patata muy caliente; la vivienda, un filón para los especuladores, las empresas multinacionales se rajan en bandadas , y, efectivamente, hay mucho que regatear con el Gobierno Central; pero aquí lo que se discuten son otras cosas, y salvar la patria ha vuelto a convertirse en deporte nacional.
Carod no ha inventado nada nuevo. La condescendencia con ideas y prácticas totalitarias y la intransigencia con los adversarios tienen una larga tradición entre todos los bandos políticos. Lo que demuestra este
caso es cuán susceptibles resultan nuestras sociedades a implicarse en asuntos cuyo
resultado es un cero garantizado, y no sólo de la tolerancia.