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mayo 2002
Nº 89

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estantería

NARRATIVA HISPÁNICA


CLARA Y LA PENUMBRA
José Carlos Somoza
Planeta, Barcelona, 2001
540 págs., 16,83 €

Emprender la lectura de cualquier obra de José Carlos Somoza (La Habana, 1959) suponía, hasta ahora, asegurarse de tener entre manos el texto de un autor de calidad cierta y probada solvencia a la hora de urdir tramas detectivescas y recrear brillantemente la atmósfera circundante. Con Clara y la penumbra (Premio Fernando Lara 2001) el autor da un paso más allá y fabula sobre un futuro inmediato ­el año 2006­ planteando dudas éticas y morales nada menos que sobre el arte contemporáneo, sus creadores, sus observadores y, sobre todo, sus sujetos pasivos, que resultan ser en este caso (a semejanza de lo ya propuesto por el Body Art y las performances) seres humanos. El mundo del arte ha sido tratado recientemente y con fortuna por la novela española, en obras como La novia de Matisse (2000), de Manuel Vicent, y La cabeza de plástico (1999), de Ignacio Vidal-Folch. En concreto, esta novela de Somoza tiene la virtud de poner al alcance del gran público reflexiones teóricas de considerable altura y trascendencia, pues tras la cosificación del cuerpo humano ­del ser, en realidad­ que propone su ficticio movimiento artístico, el Hiperdramatismo, subyacen la alienación y el sentido que cobran en la actualidad conceptos esenciales como el de esclavitud. De ahí que haya que agradecer al escritor que insinúe la necesidad de sacar a la luz zonas de penumbra que a toda una civilización puede resultarle tan caro obviar como no delimitar.

José Carlos Somoza no parece haber tejido la prosa de esta entretenida obra con su habitual mimo y tampoco brinda episodios de belleza y lirismo comparables a alguno anterior (recordamos aquel despliegue de mariposas blancas fugadas de su urna en la cima de la Acrópolis ­"Nadie quiso hacerles nada porque apenas eran nada: tan solo luz que parpadeaba"­ en la Grecia clásica de La caverna de las ideas). Pese a ello la ejecución, dosificando la tensión y la trama de los asesinatos y sus muy particulares circunstancias de modo efectista, capta enseguida al lector y le evita las trampas fáciles del escritor del género, si bien algunas de las bifurcaciones y de los puntos de vista adoptados resultan más sugerentes que otros; paradójicamente, el de Clara, de quien recibe el nombre la novela, interesa menos que el de la analítica y anoréxica señorita Wood, o las reflexiones de ese ponderado y maduro responsable de seguridad en quien parecen refugiarse los rescoldos del viejo humanismo de la muy culta Europa.
Ana Sousa

 

BURDEL DE MUERTOS
Carlos Eugenio López
Lengua de Trapo,
Madrid, 2001
188 págs., 14,12 €

En 1977, Carlos Eugenio López (León 1954), resulta finalista del Premio Sésamo de Novela y desaparece del panorama literario. Reaparece veinte años después con Burdel de muertos, un libro de siete relatos en forma de monólogos: las voces de tres hombres, dos mujeres, una niña y un cerdo, todos, vale aclarar, contemporáneos, porque más allá de los evidentes recursos narrativos del autor, nos encontramos frente a un observador agudo y meticuloso de la realidad cotidiana contemporánea y sus expresiones. Los personajes de Burdel de muertos se explayan directamente a los ojos del lector con abierto desenfado y desde una intimidad delirante, radicalmente efectiva sólo al encontrarse con los recuerdos de la intimidad de quien lee. Los relatos convergen en la muerte, las formas que adopta en nuestra época. No es extraño entonces involucrarse, sentirse identificado e inhibido en el humor negro de los textos, en su desafío a la ética. Quizás también la neutralidad que adopta el autor conduzca al lector, inexorablemente, a reconocer por sí solo este universo, sumergido en su fuente de secretos pensados. El delirio de los personajes, se nutre en su íntimo delirio, y se pregunta hasta qué punto podrían producirle algo estas palabras si jamás hubiesen sido pronunciadas por su propio silencio. "No hay buenos ni malos. Pienso en mis personajes como víctimas", comenta el autor refiriéndose a su nueva obra.

Una mujer impide que su anciano padre se suicide, para poder seguir cobrando su jubilación. Un hombre pasa las noches en vela, detrás del mostrador de su tienda, escopeta en mano y sin cerrojo en la puerta, esperando su oportunidad. Un cerdo defiende al granjero que lo alimenta para luego matarlo. Un político con inclinaciones necrófilas, durante su campaña, propone a los votantes peculiarmente grotescas fórmulas de enriquecimiento. Parte de la extraña y familiar galería de personajes que compone este libro de aparente claridad, escrito en ácida lengua hablada, disparando la reflexión, y produciendo inquietud sin acontecimientos. Crudo, de una densidad transparente, de humor corrosivo que despierta morbo para suavizar la lectura; y a veces tierno, en los profundos patetismos de la especie humana. López mantiene la tensión durante todo el libro. Él mismo reconoce que en principio pensó en una novela, y en algunos finales de sus relatos parece advertirse a que se refiere. A lo largo del libro hay un color determinante. Un ritmo como recurso sobre los ritmos de las voces de los personajes. La sincronización del tiempo resulta por momentos demasiado sincronizada, y debilita los medios para inducir al asombro o el misterio. Es destacable la recreación impecable de la lengua viva, y sumamente fértil la imaginación de López, que sin clasificaciones morales, remite solamente al juicio del lector.
R. Bryan

 

EL AMIGO DE KAFKA
Manuel Moyano
Pre-Textos, Valencia, 2001
136 págs., 9,02 €

Este volumen de doce relatos constituye la presentación editorial de Manuel Moyano (Córdoba, 1963) y a su vez una grata sorpresa literaria. En un género, el del cuento, tan propio para el asomo comercial de un nuevo autor como arriesgado por su complejidad en lo estructural y narrativo, Moyano hace gala de varias premisas: un estilo depurado y elegante, un acertado uso del misterio y la insinuación, y un conocimiento sobrado de la cadencia argumental, talentos de gran utilidad en el género breve, y que desembocan en la conclusión de encontrarnos ante unos muy notables relatos.

En "El amigo de Kafka" ­título del primer relato, sin duda el más sorprendente y visual del libro­, encontramos un universo de personajes histriónicos; mezquinos, solitarios, desheredados, mágicos en su extrañeza. Así, los hechos están siempre rozando el umbral de la mitología, de lo inhumano y lo perteneciente a viejas leyendas, lo que convierte la lectura en una experiencia de irrealidad metafórica que no perece en la incredulidad, sino que se presenta como un acertado ejercicio de creación de vidas paralelas, inusuales desde luego, a las del resto de los mortales. Moyano nos cuenta así pequeñas historias que no por ambientalmente costumbristas dejan de poseer la necesaria carga sorpresiva ­propia del género­, y que en la mayoría de estos textos conocemos al llegar a las últimas líneas, lo que mantiene la tensión, la duda y la incertidumbre hasta el último momento. Un uso irónico y acertado de la metáfora y una narración mayoritariamente descriptiva, rica en detalles, son el vehículo que el autor emplea para dar credibilidad y realismo (a veces mágico) a unos personajes que se mueven por escenarios que se nos antojan nebulosos y tristes, donde la culpa, el pasado, el deseo contenido o la herencia biológica suponen un yugo que condiciona sus actos, y que en ocasiones incluso se convierte en tormento. Hay un sabor lánguido, decadente y de misteriosa elegancia que se siente desde la lectura del primer relato.
Fernando Cobo

 

OTRO
Robert Juan-Cantavella
Laia Libros, Barcelona, 2001
228 págs., 12,00 €

En Otro, de Robert Juan-Cantavella, las historias nacen y se esparcen en el único lugar que las puede cobijar: el libro. Éste se convierte en espacio de integración de todos los discursos, tanto de los personajes como de las voces de la doxa, siempre al acecho de cualquier desliz. Los actores de este teatro de las multiplicaciones, que estiran unos hilos capaces de sacarles del laberinto donde se encuentran, se llaman Escargot, Capitán, Niño, Charol y Mayordomo, entre otros. El nombre es una máscara que recubre el anonimato que lleva a la escritura a definir sus identidades a medida que el texto avanza. Y si Niño es una niña es quizá porque existe una fractura entre texto ­la realidad no es escritura­ y realidad.

La literatura, herida de horizontalidad, busca el valor subversivo de la verticalidad que impone el espacio del texto como única realidad posible. En Otro, la imagen de esta fuerza se manifiesta desde un elemento integrado a la narración, el de una compañía telefónica que intenta engullir el texto con la presencia exuberante de sus postes verticales que llegan incluso a impedir una lectura cómoda, ya que se manifiestan dentro del texto mismo.

Paso a paso, sin saber el final del camino ­"no sabe dónde va pero eso en principio no influye: no se puede pedir más: está caminando: cómo va a saber dónde?"­, las voces narrativas se alternan para mostrar el lugar del sentido: la página se cubre de vías, hasta once "historias" diferentes en una sola página; y el lector, en ese laberinto de sentidos, no puede hacer más que parar y dejar que las historias entren en él, descubriéndose Teseo angustiado ante la duda: ¿salir al mundo de las realidades simples y falaces, o seguir entre los intersticios de sentido que, por la complejidad de sus ramificaciones, no dejan de hablar de su propia identidad?

Otro es una magnífica novela de la pluralidad de las formas, un ejercicio que demuestra que el sentido nunca está dado a priori, sino que se construye a medida que avanza la letra, palabra a palabra. En estos tiempos de renuncias, de acomodación a los horizontes más limitados, es necesario saludar el riesgo de esta empresa. Como Rimbaud, libre de cualquier equipaje, la novela debe volver a buscar las aventuras marítimas, el gran Poema de la Mar que siempre renace en los espíritus libres que no navegan en barcos comerciales.

Esperemos ver más ejemplos de novelas que construyen la ilusión de un laberinto donde se puede perder el miedo a la libertad absoluta, sin sentirse coaccionado por las leyes del mercado. Esperemos ver más editores capaces de defender proyectos de locura, para construir otra literatura.
Ricard Ripoll

 

EN SUEÑOS HE LLORADO
Alberto Laiseca
Fundación Municipal de Cultura, Ayuntamiento de Cádiz, 2001
309 págs.

"En sueños he llorado...", empieza un famoso poema de Heine... Pero se engaña el lector si espera encontrar un ápice de este romanticismo en la recopilación de relatos homónima del argentino Alberto Laiseca. Baste como ejemplo el principio del cuento que encabeza el volumen ("El cuarto tapiado"), que describe, paso por paso, la incineración de cinco cadáveres: "A veces los muertos patalean en el cajón, o se sientan y mueven los brazos [...] parecen vivos y más cuando están con un poco de carne. Con el calor se achican los tendones y [...] se ponen a saltar."

A partir de ahí, todo es posible. Laiseca se sirve de lo que él mismo bautizó como "realismo delirante" (mostrar la parábola mediante el exceso) para descubrir la crueldad y la miseria humana. Según sus palabras, "la vida y la literatura sólo pueden expresarse mediante tensiones máximas" y, fiel a esta filosofía, lo lleva todo al extremo con un sarcasmo despiadado. La cruel ironía y sus obsesiones ­la muerte, lo diabólico, la guerra de Vietnam, las mujeres gordas con sus enormes "ubres de vaca pendulando"­ son su marca de identidad. Laiseca quiere transgredir, quiere provocar y lo consigue, capaz como es de convertir el pasaje más triste en un delirante sketch tragicómico.

Cada uno de los siete relatos de En sueños he llorado es un experimento sobre las posibilidades del sadomasoquismo como muestra principal de la brutalidad del hombre. Cada uno de ellos es completamente diferente de los otros y, sin embargo, sus personajes (tanto los castigados como los castigadores) no son sino peleles de sus propias perversiones; el dolor, su salvación: "El masoquista, para defenderse de la humillación a la que le someten, se deja caer y la goza. [...] Caer es fácil al principio. Después, resulta horripilante." (En "La mujer que engordó en un campo de concentración".)

Pero, lamentablemente, estos relatos (casi) se convierten en puros marcos-pretexto de los experimentos y sorprende el detallismo y la minuciosidad con la que se construyen las historias con la brusquedad súbita con que terminan. Laiseca no se preocupa de construir un final a la altura del resto del relato y raramente alguno de ellos queda realmente cerrado.

Los cuentos de En sueños he llorado son divertidos y agudos ­terribles en ciertos momentos­ pero tanto efectismo y tanto detalle en las escenas más escabrosas puede terminar por convertir esta lectura en un nuevo ejercicio de depravación. En este sentido, En sueños he llorado puede torturar al lector casi tanto como el más pintado de sus personajes.
Ana Lorén Blasco