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mayo
2001
Nº 77

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foco lateral
ray loriga
'Trífero'
Mitomanía: de Jim Morrison a Humbert Humbert
MAGDA COSTA
Ray Loriga (Madrid, 1967) ha sido en sí mismo,
a lo largo de los noventa, un mito. Un mito construido con trabajo, con
el bendito don de la palabra, una buena facha y la complicidad de una
juventud muy dada a atesorar iconos y fetiches. Desde Lo peor de todo
(1993) a Caídos del cielo (1995), pasando por Héroes (1994)
y Días extraños (1994), Loriga cultivó la imagen
del escritor descastado, envuelto en un aura a lo Easy Rider, con la que
tenía bastante que ver el personaje que atravesaba esos cuatro
libros con muy ligeras mutaciones. El héroe de estos tiempos no
era precisamente un motero con la melena al viento, pero sí, al
menos, el paradigma del adolescente lúcido dispuesto a vivir muy
rápido, en contra del (des)orden establecido y, si hacía
falta, a pagar la intensidad de esos momentos dejando un bonito cadáver.
La estética de este primer periodo en la obra de Loriga tiene su
máxima expresión en la galería de mitos que aparece
en Héroes (Morrison, Bob Dylan, David Bowie, etc., etc.) y en el
viaje a la nada de Caídos del cielo: una banda sonora que marca
el ritmo de las frases, y la filosofía del rockero solitario camino
a la aniquilación o, lo que es peor, a la asimilación. Con
Tokio ya no nos quiere (1999), su mejor novela hasta el momento, el autor
asestó el primer mazazo a este universo amorosamente perpetuado
a través de cuatro títulos. Trífero acaba definitivamente
con él.
Siguiendo la tendencia iniciada en Tokio, Loriga se aleja
aquí de la imaginería juvenil y la cultura de masas, sigue
un modelo narrativo más clásico, elabora más el personaje
en cuanto a plasmación de un proceso psicológico con
orden causal, y deja la novela cerrada y bien atada, frente a la
virtual infinitud del espacio creado en libros anteriores. Estructura,
caracteres, ambientación, aluden a un universo de referencia casi
exclusivamente culto. Además, por primera vez, abandona la narración
en primera persona, lo que supone un reto y un problema para
un autor acostumbrado a apoyarse en el flujo de conciencia y la fuerza
centrípeta del personaje. El neófito narrador extradiegético
no consigue suplir su capacidad aglutinante. El relato, a la par de disperso,
no acaba de proporcionar las claves necesarias para que el lector se forme
idea clara de adónde pretende llegar. Esto último puede
deberse a que el punto de vista escogido no permite penetrar en la mente
de un personaje que sigue constituyendo la clave y pretexto de la narración.
El tema se escurre entre infructuosos intentos por revelar a un sujeto
que por naturaleza propia se resiste a que lo exhiban.
Eso no quiere decir, no obstante, que la novela carezca
de atractivos. Al margen de la siempre constante capacidad de Ray Loriga
para deslumbrar con su dominio del lenguaje ritmo, sonoridad, ironía
el principal interés de Trífero radica, una vez más,
en el protagonista.
El nuevo héroe es, en cierto modo, una transformación
del anterior. El adolescente mesiánico que le revienta la cara
a un señor y se escapa con la chica ha cruzado la frontera de los
treinta y aún no está muerto. En 1997, entre Caídos
del cielo y Tokio ya no nos quiere (1999), Ray Loriga rueda La pistola
de mi hermano, película basada en la primera de estas dos novelas
y que le empuja a secuenciar la trama con más claridad y a definir
más los polos ideológicos. Lo que en la novela era un caleidoscopio
donde un chico dejaba vislumbrar retazos de su hermano y del policía
colegui que lo perseguía, en el filme es la secuencia de un duelo
entre Cristo y Herodes. El primero inicia su camino de santidad con un
acto de justicia poética: matar a un imbécil. Roba un coche
con chica incluida; se enamoran; se acuestan (superando su identificación
con Bonnie y Clyde); se topan con el fantasma de las Navidades futuras
en forma de matrimonio infeliz; él la deja heroicamente en la cuneta
y, al final, el policía perdonavidas le busca, le encuentra y le
mata con una escopeta para cazar elefantes. La pistola de mi hermano convierte
las imágenes de Caídos del cielo en hipérboles, llevando
hasta el ridículo, o si no, al menos, a una cierta sensación
de absurdo, la iconografía que arrastraba Loriga desde sus comienzos.
En algún punto de la carretera, entre Caídos
del cielo y La pistola de mi hermano, el héroe ha dejado de creerse
un tipo interesante, y ella se ha cansado de sus fracasos, se ha apeado
del coche y le ha roto el corazón. El protagonista de Tokio, un
camello especializado en una milagrosa sustancia que anula los recuerdos
a discreción, ejemplifica la inversión del viaje iniciático
conradiano: en vez de concluir en el lado salvaje de la vida, le proporciona
la beatitud de la inconsciencia. No es una búsqueda sino una huida:
de sí mismo, de la propia mediocridad, y la miseria de la autocompasión.
Trífero toma el testigo con un anti-héroe de amplias reminiscencias
literarias y cinematográficas: el canalla simpático que
está, en el fondo, hastiado de sí mismo.
Saúl Trífero huye de una vida perfecta que
no se merecía, junto a una valkiria noruega a la que amaba ridículamente,
y que, cosas que pasan, ostentaba uno de los muchos nombres que Humbert
Humbert le da a su tierno amor en Lolita: Lotte. La "dulce Lotte"
es una niña grande, rebosante de vitalidad, caprichosa y absurda,
mientras que él es un advenedizo sin nada que ofrecer. Tras la
desaparición de ésta, engullida por el peso de su propio
entusiasmo, Trífero inicia su personal odisea hacia la autodestrucción.
Viaja a Nueva York, se pasea por la ciudad como un Holden Caufield cualquiera
(El guardián entre el centeno), se cuela en recepciones privadas
a gorronear canapés, y se busca un divertimento pasajero en forma
de avatar científico: el doctor Trífero, ideólogo
de los "universos sombra", que recorre los Estados Unidos, de
convención en convención, de hotel en hotel (como HH, también),
junto a un profesor fracasado. No por casualidad este hombre que ha tocado
el cielo y el infierno pergeña para sí mismo un final semejante
al de El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950). Su aventura
es un acto suicida que le permite llevar una vida más o menos agradable
y evadirse de sí mismo y del mundo mientras llega el toque de gracia
liberador.
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