lateral


abril 2002
Nº 88

home

 

Sonajero de colores
Ramón González Férriz

Todas las épocas han contado con una literatura que recurría a la cultura popular para explotar la carga satírica que conlleva la utilización de sus rasgos más obvios por parte de un representante del discurso culto ­piensen en el Quijote y la novela de caballería, Joseph Andrews y la novela sentimental, o varios capítulos de Ulises y otros tantos géneros menores. Sin embargo, esta estrategia tan habitual en el desarrollo de la novelística ha adquirido últimamente algunos atributos inéditos hasta hoy: no sólo ha dejado de ser paródica ­la ironía no es lo mismo que la parodia­ y ya no se plantea advertir lúdicamente sobre los desvaríos estéticos del populacho ­puesto que tales desvaríos articulan estas obras­, sino que además es considerada, ante todo, un signo inequívoco de modernidad. Si además ese densísimo pósito de cultura popular, en forma de receptario para alcanzar la felicidad en este caso, se mezcla con ciertos elementos de la tradición culta convenientemente releídos en un sentido meramente funcional, no sólo estamos ante una obra de la más rabiosa actualidad sino, a veces, ante todo un Premio Nadal.

Y es que, a pesar de lo que diga la contracubierta y de lo que pudiera desprenderse de una lectura apresurada, Los estados carenciales, la historia de un matrimonio roto ­un pintor llamado Ulises y una diseñadora de moda exitosa llamada Penélope­ y de una academia de inspiración platónica a la que asisten en busca de la felicidad una serie de personajes realistas ­la palabra correcta sería actantes, puesto que no son exactamente personajes modernos, sino meras encarnaciones de una idea que el narrador utiliza para exponer una tesis y darse la razón­ no es ni mucho menos una "sátira de los libros de autoayuda", como sin duda pretende. Especialmente ilustradora, al momento de comprender la imposibilidad congénita de Los estados carenciales para la sátira, resulta la "Nota de la autora" ­no del narrador, ni de un personaje, sino de la autora­ situada al final del libro: "Contra lo que pudiera parecer, la felicidad no es el arte de saber conformarse, si bien es posible que sí lo sea el de aprender a disfrutar de lo que somos, y secundariamente de lo que tenemos, sin preocuparnos demasiado por aquello de [sic] que es evidente que jamás podremos ser o por lo que nunca tendremos." A riesgo de confundir la intentio auctoris con la intentio operis, parece claro que estas palabras no son una broma ­a no ser que nos refiramos a su estilo­, sino el reconocimiento de un par cosas de cierta relevancia literaria: en primer lugar, la asunción de que el uso de un discurso narrativo que toma como referencia los libros de autoayuda no es satírico y no pretende señalar, con mayor o menor alegría, su pequeñez moral, sino aprovechar sus supuestas virtudes. Y, en segundo lugar, y peor si cabe: la explicitación de que la literatura es el lugar adecuado para dar consejos.

Tampoco, y permítanme que siga las indicaciones de una contracubierta que en este caso no actúa como simple paratexto sino como un eje formal más de la obra ­recuerden que se trata de un premio­, estamos ante una "meditación sobre la felicidad". La chica desdichada porque su novio modelo la ha abandonado por otra más guapa, el hombre de mediana edad recién separado que se entrega a la pornografía, el homosexual con un hijo que no acaba de sentirse aceptado, y otros clientes de la Academia, no meditan, sino que actúan de acuerdo con los rasgos que los estereotipos sociales les han otorgado apriorísticamente ­la chica llora, el hombre de mediana edad bebe, el homosexual se cuida y es guapo. Y tampoco medita el narrador, que con el optimismo de un niño sacudiendo un sonajero insiste sutilmente en recordarnos que lo más probable es que todos seamos felices pero no nos hayamos dado cuenta por nuestro exceso de expectativas. Lo cual no sé si es cierto o no, pero parece un núcleo ideológico poco propicio en un género como la novela, que tiende a expresar el aprendizaje de la decepción y no a reconciliarnos con nuestras virtudes ocultas ­lo cual implica la misma falta de problematización de la realidad que una terapia new age.

Lo que ya es más posible es que, como apunta de nuevo nuestra contracubierta, Los estados carenciales sea un "homenaje al mundo clásico", puesto que como es bien sabido los homenajes, para serlo, dependen más de la buena voluntad del autor que de la justicia que se le haga al homenajeado. Y es que cada uno de los muchos capítulos de la novela viene introducido por un epígrafe de un autor clásico. Y además, la filosofía y el sistema pedagógico de Vili ­el director de la Academia, instigador dialéctico de la felicidad ajena pero inmerso en una grave crisis con su mujer, que además sufre un cáncer­ tienen vagas resonancias mayéuticas. Eso sin contar con que el protagonista se llama Ulises, su mujer Penélope y el hijo de ambos Telémaco. Estas referencias clásicas, sin embargo, no pasan de establecer una relación simpática, en el sentido musical del término, con el discurso insustancial de la novela: suenan, como las cuerdas de algunos instrumentos, porque están ahí ­como epígrafes, como guiños, como nombres propios­ pero no porque nadie las pulse y consiga de ellas un sonido intencionado, un sentido discursivo.

Los estados carenciales podría ser sólo una novela fallida, un intento frustrado de examinar la tendencia a buscar soluciones fáciles a una infelicidad provocada por la inestabilidad emocional de nuestro tiempo ­o, quizás, de cualquier tiempo. Un intento fracasado de argumentar con la filosofía clásica el descreimiento que merecen los receptarios para separados, padres solteros, homosexuales prototípicos, hijos malcriados y demás paradigmas de una sociedad hipertrofiada sentimentalmente. Una novela en la que aparecen con frecuencia clichés de la altura de "Ah, las mujeres. Siempre prisioneras de la biología y la cultura, a la manera de las arañas capturadas en su propia red", o "Únicamente quería llevar una vida sencilla, llena de pequeños placeres. Eso era todo lo que había ambicionado. Nada más", e incluso "La preocupación es un mal cultural epidémico". También, y en el mejor de los casos, sería posible que esta novela resultara del intento de cruzar en clave generacional el relativo prestigio social de unos personajes burgueses e inquietos intelectualmente ­un pintor, una diseñadora, un filósofo millonario, algún ejecutivo, aprendices de escritor, publicistas­ y los contextos emocionales ­padres solteros, mujeres liberadas­ que parecen afectar especialmente a una generación y una clase social sin otras preocupaciones que las genitales, con aseveraciones como "Desde que dejara a Ulises, los hombres no le duraban mucho. Había conocido a varios. Oh, nada importante en ningún caso []. Han sido pocos, es cierto. Once para ser exactos. Pero, en resumidas cuentas, ella sigue sola" . Ello, insisto, en el mejor de los casos y con el propósito explícito de desplegar un discurso muy asequible y a la vez ligeramente autocrítico. Pero resulta que Los estados carenciales es además el Premio Nadal 2002, y este hecho se convierte en algo ineludible, porque si bien los grandes premios no pretenden convertirse en referentes de un criterio estético independiente ­no es esa su función­, sí otorgan reconocimiento a lo que goza o gozará de prestigio y marcan las pautas de los paradigmas artísticos de éxito. Y en cierta medida redefinen la función de una literatura con su medio.

Ante esta perspectiva perfectamente lógica en el engranaje del mundo editorial, es decir, de un sector de la industria del ocio, un punto de vista sensato era el de considerar algunos premios ­el Planeta, el nuevo Ciudad de Torrevieja­ como sinceras apuestas comerciales independientes de la calidad de su destinatario, y otros ­el Herralde, el Biblioteca Breve, este Nadal­, como meritorios intentos de aunar las necesidades económicas con las apuestas estéticas valiosas. Pero no es así, con todas las salvedades, me temo que ya remotas. La posibilidad de que Los estados carenciales sea un modelo probable de novela sólo puede considerarse un despropósito, cuando no una simple falta de rigor. La obsesión creciente por aunar el universo de la cultura pop ­un referente tan válido como cualquier otro siempre que no se adopte su facilidad, su intrascendencia estética, como mayor virtud más allá de las cláusulas generacionales­ y el discurso irónico de la alta cultura no sólo no representa una propuesta que se valide artísticamente per se ­en Ravelstein aparece Michael Jackson; en Ensayo sobre el jukebox, Madonna, pero estas novelas se aguantan por muy otras razones­ sino que tiende a considerar la dinámica del entretenimiento como un valor aceptable desde un punto de vista literario. Y ello, a pesar de todos los argumentos en favor de la desacralización del discurso culto, no es más que la sustitución de los parámetros genéricos de la novela por los del best seller.

Así que aquí nos tienen, leyendo libros premiados como si fueran sonajeros de colores. Con la cadencia irritante de los consejeros matrimoniales.