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mayo
2002
Nº 89

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Un pobre diablo
Carlos Guzmán Moncada
El día 3 de diciembre de 1984, un estudiante universitario
bogotano de 22 años conversa con un desconocido sobre literatura
y, en especial, sobre el tema de los dobles y de los personajes con una
vida escindida. En particular, la conversación gira alrededor de
Egaeus, aquel protagonista de un cuento de Poe que termina arrancándole
los dientes a su amada en el cementerio. Al terminar la charla y despedirse,
el estudiante no sabe aún lo sabrá al día siguiente,
frente al televisor que esa misma noche su interlocutor un antiguo
combatiente de Vietnam asesinará a una joven, a su madre,
a unos vecinos y a varias personas más. No sabe, no podía
saberlo, que aquel hombre entrará armado en un restaurante dispuesto
a abrir fuego acompañado de un libro de Stevenson sobre el que
han intercambiado puntos de vista: El extraño caso del doctor Jekyll
y mister Hyde. Lo único que acierta a decirse, mientras presencia
cómo la vida invade un territorio que para él sólo
estaba en los libros, es que algún día tendrá que
devolver el golpe, y cobrarse el precio de la invasión escribiendo
esa historia.
Palabras difíciles
Poco podía saber el joven colombiano que ese libro
no saldría fácilmente, ni pronto, de sus manos. Menos aún
que, por intentar escribirlo, podría recibir un premio tan relevante
como el Biblioteca Breve de Seix Barral. Pero es lo que ha ocurrido. Ha
tardado dieciséis años en darle, literalmente, un cuerpo
de palabras, de sus palabras, a algo que en la realidad tuvo que recurrir
a las palabras y a las vidas de otros para expresar su sentido en el mundo.
Ha intentado desandar todos los pasos de quien, como obra y gesto más
perdurable en la Tierra, dejó una línea continua de cadáveres;
ha intentado ir río arriba, desde la sangre negra de los diarios
que son la respuesta, hasta la oscuridad del corazón humano donde
están todas las preguntas del asesino. Ha tratado de transcribir
ese reguero de pasos en una novela de 283 páginas. Y a pesar de
esto, a pesar del premio que le ha caído encima, la verdad es que
no lo ha conseguido.
Que no soy yo quien le asigna una intencionalidad pretendida
al novelista, sino él mismo quien ha confesado qué es lo
que se había propuesto, lo puede confirmar cualquier lector despreocupado
que haya leído las entrevistas concedidas por Mendoza a raíz
de la obtención del premio. Si lo ha hecho así, y ha emprendido
después la lectura del libro, quizá comparta conmigo la
desazón mezcla de incredulidad, irritación y tedio
que producen las 283 páginas de este Satanás. Confieso que,
lector ingenuo y predispuesto, comencé la novela ya revuelto en
la hojarasca desprendida por la concesión del Biblioteca Breve.
Así, me rondaba en la cabeza la idea de que se me relataría
"la historia real de un asesino en serie erudito", tal como
prometían machaconamente el autor, los diarios y la publicidad
del libro. En cambio, me encontré con la narración en tercera
persona de las historias alternadas de una muchacha pobre, pero honrada,
que empieza a dejar de serlo; de un pintor que vive absorto en la contemplación
de sus tormentas interiores, sus desengaños conyugales, sus abundantes
libros de arte y sus súbitos delirios de trementina, y de un cura
obligado a enfrentarse a un caso de posesión diabólica justo
cuando está a punto de colgar la sotana y legalizar sus amoríos,
antes de poder toparme de narices con el "Diario de un futuro asesino"
en la página 119. Ya demasiado tarde porque, lejos de disipar el
estupor causado por la mediocridad con que el narrador nos ha arrastrado
hasta allí, la "voz" del "erudito" asesino
que a solas desmadeja la trama de su propio corazón de tinieblas,
no hace sino revelarnos con la misma pobreza de ideas y de recursos
de toda la novela el verdadero trasunto de este libro: las historias
burdamente entretejidas de unos personajes de telenovela que no saben
que lo son, alrededor del infaltable soldado de Vietnam que, de acuerdo
con las intenciones declaradas de Mendoza, deberíamos percibir
como un endemoniado, pero que para los lectores apenas pasa de ser un
pobre diablo.
Parece difícil que una novela pueda desconcertar
para mal con tanta rapidez, cuando uno en realidad espera tan
sólo que la narración vaya hacia donde su autor afirma querer
llegar y al paso que él elija. Pero Mendoza lo consigue ya desde
las primeras páginas: "La abundancia salta a la vista en los
múltiples corredores que se extienden paralelos de sur a norte
y de oriente a occidente: naranjas, mandarinas, maracuyás, mangos,
guanábanas, limones, zanahorias, cebollas, pimientos, tomates,
rábanos y una lista interminable de frutas y vegetales [...] Aquí
y allá hay hombres y mujeres transportando víveres en pequeños
carros de metal [...] Parecen pequeñas hormigas cumpliendo con
ciertas funciones predeterminadas en las cercanías del hormiguero."
No hemos pasado de la segunda página y ya nos preguntamos, perplejos,
si esta especie de "barroquismo estilístico", esta confusión
de "abundancia" con simple acumulación ociosa y esa caída
en el símil más pisoteado equivalen, en el canon de Seix
Barral, a "un lenguaje de extremada economía descriptiva,
limpio, y de una pericia narrativa que no permite cabos sueltos",
tal como anuncia el inspirado texto de la cuarta de forros. Debe de ser
así, sin duda, porque son dos de los atributos literarios más
destacables de este nuevo valor de la narrativa descubierto por el Biblioteca
Breve: "nubes ligeras que semejan gigantescos copos de algodón
deshaciéndose en la inmensidad del firmamento"; "una
imagen onírica, soñada", "las lóbregas
tinieblas del Hades", una "voz aflautada, meliflua", un
"cabello negro, largo y sedoso", "el olor a fruta fresca
de su piel lisa, tersa y acaramelada", "unos senos redondos
y turgentes, una cintura estrecha, unas caderas abiertas en un par de
curvas generosas y unas piernas largas y bien delineadas"; la "felicidad
afectiva que era a un tiempo una cárcel invisible con barrotes
impalpables", la fuerza "descomunal de la naturaleza",
el abrazo de dos personajes "como si fueran a enviarlos a países
diferentes y estuvieran despidiéndose en las puertas internacionales
del aeropuerto", los "ojos inyectados en sangre", "una
voz de ultratumba", las "ráfagas fétidas y pestilentes",
un "aguacero estruendoso y prolongado" que "acaba de terminarse",
los ruidos "como si alguien acabara de liberar una jauría
de perros enjaulados", y frases impagables como "tú en
cambio sí que has cambiado" y "el agua limpiando las
inmundicias de la metrópolis, llevándose consigo los elementos
sucios e inservibles, lavándola en un ejercicio de asepsia y purificación"
no son sólo algunos de los numerosos hallazgos con que regala el
Biblioteca Breve 2002 a su lector, sino además, los guiños
estilísticos más destacados que el autor ha encontrado para
revelarnos la verdad profunda que Mendoza ha puesto en boca de su "asesino
erudito", Campo Elías, y que ha ido repitiendo entrevista
tras entrevista con toda solemnidad: "No existen el bien y el mal
separados, cada uno por su lado, sino unidos, pegados. Y a veces se confunden",
porque "Satanás no es más que una palabra con la que
nombramos la crueldad de Dios", y porque "somos el experimento
de un Dios cuya malevolencia y vileza se llama Satanás".
En favor de esta novela no es posible argumentar que,
fruto de la confusión mediática, ha sido leída a
partir de un conjunto de expectativas ajenas a su estricto tramado literario
y que, por lo tanto, mal podía cumplir promesas que nunca ha formulado.
No hay tal malentendido: esta novela difícilmente habría
llegado a las manos de un lector y sería objeto incluso de críticas
como ésta, si no fuese por los votos de autoridad que la han lanzado
a la calle y la han hecho ocupar un sitio que no se merece en los estantes
de las librerías. Hay más riesgo, más oficio de escritor
y más literatura en un libro con tan pocas pretensiones pero con
mucha más profundidad como Asesinos en serie españoles,
del forense del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, Luis
Borrás Roca, que en esta muestra de "uno de los máximos
exponentes de la nueva narrativa colombiana", que se ha "desvinculado
del realismo mágico y ha descubierto nuevas voces para una nueva
realidad", al decir de Seix Barral. Con su mínima complejidad
estructural, su adjetivación de anuncio televisivo, sus diálogos
ociosos, sus personajes de cartón-piedra apenas concebidos, sus
escenitas de sexo dibujadas con la maestría de un grafitti en un
lavabo público; con su lectura epidérmica de Stevenson,
su irrisorio amago de crítica social, con su pereza conceptual
para proponer una sola reflexión de interés en torno de
lo que en ella se denomina como "el Mal" y, sobre todo, con
su ostentoso pero inútil premio a cuestas, esta novela defrauda
a su lector y, por lo que Mendoza declara sobre la anécdota que
le dio origen, se defrauda a sí misma. Pero eso, desde luego, sólo
en el supuesto de que, a raíz de aquel 3 de diciembre de 1984,
Mendoza se haya planteado, en verdad, llegar alguna vez a hacer literatura.
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