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septiembre 2002
Nº 93

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El cuento como atisbo
Enrique de Hériz

Juan Gabriel Vásquez
Los amantes de Todos los Santos
Alfaguara, Madrid, 2002
204 págs., 12,95 euros

Citado con su padre, al que lleva un año sin ver, un hombre solicita a su ex mujer que lo acompañe al encuentro. Nada raro, si no fuera porque tampoco con ella se han visto desde la separación. Se trata de aparentar ante el padre que la pareja sigue unida. Se trata de aunar esfuerzos para evitar que en la conversación tenga demasiado peso la ausencia de la madre, que desapareció un día dejando una nota de despedida. Se trata de hacer frente común contra la acidez del padre, periodista que conoció las mieles del triunfo por un artículo en el que denunciaba un famoso caso de fraude deportivo y los rigores del fracaso posterior, cuando se demostró que los datos que sustentaban su denuncia eran inventados. Tal vez sea la última reunión: síntomas de un posible cáncer linfático acechan al hombre. Durante el transcurso de la cita familiar, una llamada al médico descartará tal posibilidad. El relato se llama "En el café de la Republique".

En el cuento que cede su título al conjunto, un hombre acompaña a una mujer a su casa tras un breve encuentro. Tan breve y casual que ni siquiera alcanza en rigor la categoría de seducción. Ella le invita a pasar. Él acepta. En la casa, algunos objetos masculinos llaman su atención. Pregunta por el marido. Murió. Era piloto experimental de aviones. Pasan la noche juntos. Durmiendo. Ella sólo le pide que se ponga el pijama del marido ausente. Antes de dormir, le muestra una foto. Es un retrato de la mujer, cuyo cuerpo aparece iluminado desde distintos puntos. Ella le cuenta que la foto la tomó el marido y que, de una forma inaprensible él mismo está en la foto. Él era quien sostenía una linterna y se paseaba con ella ante la cámara mientras ésta, con el diafragma abierto, tomaba una lenta exposición. Está en la foto, pero no se le ve.

Aun más: en "La vida en la isla de Grimsey", un hombre, tumbado en la cama, trata de conciliar el sueño. "Cruzó los brazos detrás de su cabeza y cerró los ojos. Jugó a cerrarlos y a abrirlos, reconoció que la diferencia no era mucha y, sin embargo, que sus ojos se acostumbraban al negro, y poco a poco iban naciendo detalles en la habitación." Ése es el denominador común de estos relatos: lo que no está, pero se atisba. Lo que, precisamente por no estar, contamina la realidad hasta el extremo de someterla. Si se permite el juego de palabras: la insoportable pesadumbre del no ser. Hay, soterradas tras el riguroso entretejido de estas historias, mujeres que sucumben a la ausencia de la hija muerta; infidelidades que, precisamente por no haberse cometido, arruinan la estabilidad de las parejas; noches cuya existencia se niega por medio de un insomnio ambulante.

No se puede negar que, en ese aspecto, los relatos de Los amantes de Todos los Santos se parecen mucho a la vida. Nadie puede negar que la definición de la vida es mucho más exacta cuando incluye lo que no fue, lo que pudo haber sido... En fin, ahí está Eliot por si las dudas. Y, también como en la vida, el autor encuentra la fórmula idónea para resaltar el peso de esas ausencias al concentrar el estilo de sus narradores en lo contrario: en lo que sí está. Las voces que nos traen estos cuentos son detallistas, rigurosas en la descripción: el motor de un tractor falla tres veces antes de encenderse, la lluvia no sobreviene de golpe sino que avisa antes con algunas gotas sueltas, los cazadores desprenden el barro de la suela de sus zapatos con un destornillador. Toda esa presencia entrometida de la realidad, que es por principio puntillosa y maniática, cumple con creces el objetivo de resaltar las ausencias.

Todos los personajes de Los amantes de Todos los Santos llevan consigo una tremenda carga moral. Una carga a la que de ningún modo pueden ser ajenos, incluso cuando no son conscientes de ella. Estamos hablando de una carga que, sin entrar aquí en grandes digresiones filosóficas, podría constituir el núcleo común de la existencia humana: la obligación de escoger. Los protagonistas de estos relatos se ven en todo momento sometidos a esa obligación. A veces, disfrazada bajo un aspecto anecdótico; otras, planteada con toda la radicalidad: recordar u olvidar, amar o romper, seguir el camino o salirse de él. De nuevo como en la vida, pueden caer a veces en el engaño de que exista una tercera opción, la de no escoger. Pero sus narradores saben que no existe, que la renuncia es por sí misma una forma de elección.

Tal vez por eso el tránsito sea uno de los elementos fundamentales en casi todos los relatos. El tránsito en la noche. No es que se diga explícitamente en ningún lugar del libro, pero casi parece como en todos sus relatos subyaciera el miedo a la quietud. Nadie duerme bien en estos cuentos. Como si sólo la vigilia pudiera mantener a raya el acecho de las ausencias. Como si el sueño les diera la anhelada oportunidad de tomar cuerpo. Los personajes salen a pasear en la noche, a representar en la oscuridad de las calles abandonadas un combate que forzosamente ha de producirse en silencio. O recorren carreteras interminables, en busca de lugares que sólo pueden ser de tránsito, estancia pasajera. Quizás también como en la vida.

También la soledad recorre transversalmente estos relatos, en una aparente contradicción, pues ­aun a riesgo de simplificar­ podría decirse que todos ellos tratan de las relaciones entre las personas en todas sus categorías: el amor, la amistad, la familia. Pero la soledad que experimentan la mayor parte de los personajes es tan abrumadora, tan sobrecogedora en algunos momentos, que ni siquiera les pertenece. Trágico destino ése. En algunos casos (como la madre que pone fin a su vida al amanecer; como el hombre capaz de arrancar de cuajo los cables del teléfono para evitar que por él accedan a su vida las voces de un pasado que ni siquiera existió) esa soledad aspira a disfrazarse en pretendidas compañías; vidas paralelas en un sentido estricto, vidas que discurren juntas pero no llegan a tocarse, salvo que se haga cierto el paradigma de la ciencia moderna y lo hagan en algún lugar del infinito que no podemos atisbar.

Dos de los relatos incluyen escenas de caza, magníficamente documentadas y descritas, especialmente en el caso de "El inquilino", donde asistimos al ritual de la partida de caza colectiva con todo detalle. Un ritual en el que el gesto y el atuendo, la asignación de puestos y el procedimiento, son más importantes que el cobro de la pieza. No es casual. No es casual que las formas se impongan a los hechos. Por lo menos en el contexto de este libro. Y no porque ésa sea la propuesta estética del autor. Al contrario: en sus relatos suceden multitud de cosas, el detallismo de la descripción no consigue imponerse a la abundancia narrativa. De hecho, suceden cosas terribles: muertes y abandonos y amores imposibles. El autor opta, además, por una técnica arriesgada, como quien busca energía por medio de la fusión fría: cuanto más dramático es el suceso, mayor es la frialdad con que se relata. Al hablar de imposición de las formas me refiero a la propuesta vital, moral, de estos relatos. Parece que vienen a hablarnos de unas vidas contenidas por sus formas, de unos personajes que no logran escapar a la red, prieta, incómoda e ineludible, de sus destinos. Por mucho que escojan, o crean no escoger, o crean librarse de ello renunciando a escoger.

Es difícil encontrar referencias para situar Los amantes de Todos los Santos en el contexto de alguna corriente literaria. Eso habla a gritos a favor de su autor y de la obtención de una voz propia. Porque, precisamente, las referencias menos útiles para esa tarea son las que uno entendería como previsibles. Juan Gabriel Vásquez es colombiano, nacido en 1973, pero ninguno de los tópicos aplicables al caso le toca siquiera de perfil. Ni la supuesta sombra inabarcable de García Márquez, ni la influencia ineludible de la historia reciente de su país. La localización centroeuropea de todos sus relatos anula el factor latino (como quiera que pueda resumirse ese tópico) en lo anecdótico, en lo ambiental: estamos hablando de brumas de bosque belga, de pavimentos duros y fríos, de expediciones de caza en las Ardenas, de citas en París y noches en hoteles al pie de cualquier carretera europea. Pero tampoco se encuentra ese rastro previsible en el estilo. Ni siquiera en la concepción de sus relatos, que aspiran a construir mundos completos, mundos que, en la mente del lector, deberían proyectarse. No juega con el lector, no busca finales contundentes que lo tomen por sorpresa. En este sentido, confirman un apunte de madurez notable para la juventud de su autor, y coherente al tiempo con el hecho de que haya publicado antes dos novelas: Persona (Magisterio, Bogotá, 1997) y Alina suplicante (Norma, Bogotá, 1999). También es virtud de madurez la regularidad del conjunto, en el que sin duda cada lector encontrará su relato preferido, pero no porque ninguno sobresalga o desentone entre los demás.