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noviembre
2002
Nº 95

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Los últimos pícaros
de Mendoza
Elena santos
El costumbrismo de Sin noticias de Gurb, donde
el extraterrestre protagonista se paseaba tranquilamente por la Barcelona
preolímpica, queda reemplazado en El último trayecto de
Horacio Dos por una exploración espacial cuyas peripecias se convierten
en un viaje iniciático más bien atípico. También
aquí hay premeditadas alusiones al momento histórico actual,
como ocurre por ejemplo con ese absurdo Festival de las Artes, quizá
un trasunto del futuro Fórum 2004. Por tanto, la localización
interestelar deviene una figura de estilización todavía
más sutil que, como es costumbre en Mendoza, se convierte en sátira
del entorno inmediato. No obstante, ambas novelas, que aparecieron por
entregas en el diario El País, parten de la misma premisa, ya que
nacen con vocación de "cuentos de verano" para el lector
medio, lo cual exige una cierta ligereza argumental y determina su estructura.
Por ello, El último trayecto... es un informe, estructurado en
días en lugar de capítulos, que equivale a un relato en
primera persona en el que el protagonista nos cuenta sus vicisitudes.
En principio se nos oculta su nombre pero, bien avanzada la novela, nos
enteramos por fin de que se llama Horacio Dos, el nombre y el número
de la calle en que vivió Mendoza, en Nueva York, entre 1973 y 1982.
Además del anonimato inicial que se puede asociar con el retrato
de una identidad difusa, Horacio tiene mucho que ver con el demente
de El misterio de la cripta embrujada y, por supuesto, con el extraterrestre
de Sin noticias de Gurb. Él es el comandante de la nave y, de alguna
manera, el jefe de la expedición, por lo que, teniendo en cuenta
el poco respeto que merecen al autor las figuras asociadas con la autoridad,
el personaje resulta ser bastante inútil y más bien chapucero:
un burócrata obsesionado por su jubilación que se dedica
a escatimar las provisiones al resto de los tripulantes, aunque su puntilloso
rigor funcionarial esconda, en el fondo, a un iluso objeto de todo tipo
de chanzas y engaños.
El estilo de este narrador constituye,
como siempre, una de las grandes bazas de la novela. Su utilización
de la retórica, de las enumeraciones anafóricas, de cultismos
y arcaísmos, incluso de lenguajes específicos, así
como la inserción de refranes y frases hechas de tono coloquial,
son sus marcas enunciativas principales. Detrás de tanta floritura
lingüística late el ingenuo deseo de Horacio de transcribir
su caótica odisea, lo cual lo erige en un hábil manipulador
que escamotea al lector la totalidad de los diálogos para ofrecérselos
luego en discurso indirecto otro recurso habitual en Mendoza, usado
como indagación del medio narrativo, que no duda en
calificar metaliterariamente su informe como "grato", que interpela
a la audiencia, que confiesa someter sus escritos a una minuciosa corrección
de estilo "He corregido algunos errores ortográficos
y sintácticos que se habían deslizado..." y que,
en su afán de pulcritud, transforma en elipsis los episodios poco
acordes con su propósito de hacer inventario. A todo ello remite
también ese gran hallazgo que consiste en someter a puntuación
todas las experiencias con que debe enfrentarse: su fugaz relación
con la señorita Cuerda, por ejemplo, la califica "un punto
por encima de 'mediana', aunque siete por debajo de 'memorable'".
En definitiva, intenta imprimir lógica a lo que no la tiene, a
un contexto que lo desborda y cuya condición absurda queda plasmada,
más aún que en su propio nombre, en los de las estaciones
espaciales donde la nave reposta, que a su vez albergan referencias tan
culturalistas como el matemático dieciochesco Fermat, o los filósofos
Derrida y Aranguren.
La potenciación del punto de vista no menoscaba
la fuerza de los personajes secundarios, mucho más atractivos que
el propio Horacio. Además de su delirante onomástica "Su
Alteza Real el Infante Luis Ferdinando de Occitania y Franconia, alias
Mamarracho a Tope", su propia personalidad es siempre estrafalaria,
con motivaciones y acciones tanto o más disparatadas que las del
narrador. Se trata de una especie de corte de los milagros llena de personajes
asociales lo que constituye otra constante del autor irónicamente
llamados aquí "delincuentes, mujeres descarriadas, ancianos
providentes" o, de una manera todavía más grotesca,
Duque o Gobernador. Todos tienen siempre un hambre y una sed descomunales.
Su excéntrica indumentaria como el falso boato de los Duques,
así como sus peculiares gestos "molinetes" y "aspavientos",
parecen salidos de un esperpento valleinclanesco. Se disfrazan, cambian
de identidad, esconden secretos y nunca son lo que parecen. Su desarraigo
interestelar los sitúa en una esfera semejante a la de tantos personajes
del submundo de La verdad sobre el caso Savolta, o incluso de la más
reciente La aventura del tocador de señoras. Y, en fin, con ellos
resurge otra recurrencia de las novelas de Mendoza, verdadera metáfora
del juego de apariencias en el que malviven: la convivencia forzosa con
la teatralidad, que se dibuja en las escenas vodevilescas con la señorita
Cuerda o en las absurdas representaciones instigadas por los Duques.
Con su final abierto, su desmitificación de una
determinada realidad social y, lo que es más importante, de una
cierta idea de progreso tan en boga en nuestros días, El último
trayecto... debe leerse como una fábula que exige al lector asumir
el cambiante y paradójico universo que comparte con el autor implícito.
Y aquí nos hallamos en el mismo camino que propone toda la ficción
mendociana.
En este sentido, resulta un placer reencontrar la contaminación
genérica propia de la estrategia mendociana, y detectar además,
en esa abigarrada mezcla, aparte del marco de la ciencia-ficción
(o, como le gusta decir al autor, el "disparate-ficción"),
los también habituales ecos de la novela picaresca, las influencias
dieciochescas que ya se hallaban en Sin noticias de Gurb aunque aquí
las Cartas persas se hayan visto sustituidas por Los viajes de Gulliver,
el gusto por la novela de aventuras y, específicamente, una cierta
herencia de las novelas de piratas o "historias del mar", género
por el que el escritor confiesa explícitamente su admiración
haciendo uso de un léxico equívoco: "Metimos las mercaderías
de cualquier modo por la escotilla mientras rugían los motores
y, concluida la tarea y para no dar tiempo al enemigo a reagrupar sus
fuerzas y volver al ataque, di orden de cerrar las escotillas, desensamblar
la nave y poner rumbo a cualquier parte."
Es una tentación tildar a este libro de pura repetición
respecto a la obra anterior de su autor. Si atendemos a teóricos
como Jameson y Eco, sin embargo, sabremos que la estética posmoderna
aboga por la serialidad y la variabilidad, que se erigen en principios
puramente formales, conviertiéndose así, a la vez, en objeto
de placer e interés estético. Es verdad que ante esta arriesgada
afirmación se cierne un peligro: toda estética que se sustente
sobre este supuesto, las diferencias o variaciones dentro de la repetición,
caerá inevitablemente en la superficialidad. En el caso de las
narraciones de Eduardo Mendoza, aunque su estrategia consiste en tomar
prestados motivos de sus propias novelas y de la tradición literaria
que las inspira, ello se convierte, no obstante, en un fascinante juego
intertextual, dotado de una doble lectura moral, donde la ironía
se erige en instancia ética. El último trayecto..., pese
a parecer una novela aún más autista que Sin noticias de
Gurb, constituye, curiosamente, un texto más "realista",
porque ya no se trata de un extraterrestre que busca su integración
en la Tierra, sino de un terrícola que vaga por las galaxias, que
no sabe dónde encontrar su lugar y cuya única aspiración
es una jubilación tranquila. Si ésta es la conclusión
a la que han llegado, por el momento, los héroes mendocianos, ello
significa que el sueño de la integración social se ha esfumado.
Sencillamente ya no hay realidad a la que aferrarse, y la única
salida es ese estado de suspensión en el que parece hallarse su
corpus narrativo, y con él sus lectores, a la espera de esa novela
sobre la Barcelona contemporánea que Mendoza dice estar escribiendo
y que tal vez sea la prueba irrefutable de la vigencia de un género
que, quizá siguiendo polémicas disquisiciones del propio
autor, algunos diagnostican como en vías de extinción.
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