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febrero
1995
Nº 4

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Vigencia
de los campos de concentración Auschwitz-Gulag
IMRE KERTÉSZ
Estimado público, queridos amigos,
cuando me pidieron que interviniese en este debate sobre las analogías
y las diferencias entre los campos de concentración de los nazis
y de los bolcheviques, o sea sobre la infamia del siglo o en palabras
del poeta Pilinszky: la problemática del escándalo,
enseguida se me ocurrió decir a Ákos Szilágyi,
por teléfono que en mi opinión se trataba de una cuestión
mitológica. Y aunque haya pasado bastante tiempo desde entonces,
mi opinión no ha variado.
Soy completamente consciente de que
el problema planteado es inagotable, mientras que nuestro tiempo y paciencia
no son en absoluto infinitos; así que trataré de ser breve,
lo que me obligará a ser esquemático. Ante todo, ¿sobre
qué base ha de hacerse esta comparación? Es obvio que ser
desterrado de la existencia humana, que el sufrimiento, el hambre, el
trabajo forzado del preso y su martirio son los mismos en Recsk que en
Dachau, y tampoco Kolima se diferencia en este sentido de Mauthausen.
¿Estamos tasando si la ración de pan era más pequeña
en Ravensbrück o en algún campo del Gulag? ¿Si los
expertos en sadismo entendían más de tortura en la Casa
de la Gestapo de Prinz Regentenstrase o en la cárcel Lubianka de
Moscú? Sería una conversación demasiado triste y
al mismo tiempo totalmente infructuosa. ¿Deberíamos, pues,
juzgar el universo de los campos de concentración basándonos
en la ley y en el derecho? ¿Deberíamos examinar quiénes
y dónde han sufrido más injustamente? Pero ya sabemos que
todo esto está más allá de cualquier ley, derecho
o justicia; los juicios de Nüremberg y el proceso de Auschwitz en
Franckfurt ya demostraron que el mundo de las víctimas y el de
sus verdugos, y también el horrible veredicto, se sitúan
muy lejos de las salas de los tribunales. ¿Deberíamos entonces,
como suele decirse, dejar que el Tribunal de la Historia juzgue el problema
en su momento? En primer lugar, tendremos que reconocer que la Historia
por lo menos hasta hoy se ha mostrado poco útil a la
hora de explicar, o incluso de concebir estos acontecimientos, designados
generalmente con términos bíblicos o coloquiales, en algunos
casos por el eufemismo oficial o, más a menudo, con su mera denominación
de origen. Claro, los hechos acumulados por la Historia son importantes,
pero siguen siendo un simple archivo judicial si la Historia no es capaz
de digerir tales hechos. Y efectivamente vemos que no es capaz, quizá
porque no dispone de una visión universal y ordenada; o sea, de
una filosofía. Quizá la última palabra de filosofía
de la historia es decir, no de crítica de la filosofía,
sino una palabra afirmativa de filosofía de la historia fue
dicha por Hegel, al afirmar que la historia era una imagen y un acto de
la razón. Hoy nos reímos de ello (naturalmente con los ojos
bañados en lágrimas), pero no podemos negar que el mito
de la razón del siglo XVIII fue el último gran mito creador
europeo, y que su desvanecimiento o para utilizar una imagenmás
adecudada a nuestro tema su transformación en humo y cenizas,
nos ha condenado a una orfandad anímica y espiritual.
Estimados amigos, desde que nos enteramos
por Nietzsche de que Dios había muerto, nos enfrentamos al grave
problema de saber quién aparte de los registros oficiales
informatizados lleva la cuenta de los hombres, o para decirlo de
una manera más clara, ante la mirada de quiénes vivimos,
a quién debemos rendir cuentas en el sentido ético, incluso,
ya me perdonarán, en el sentido trascendental de la palabra. Porque
el hombre es un ser que dialoga, que habla sin parar, y todo lo que dice,
todo lo que cuenta, sus quejas y sus suplicios no son sólo meras
descripciones, sino también testimonios, y el hombre pretende en
secreto inconscientemente que tales testimonios se conviertan
en categoría y que esta categoría se convierta en una fuerza
espiritual legisladora. Dice Albert Camus en El hombre rebeldecreo
que citando a otro autor que: "Los poetas son los legisladores
del mundo". Creo que deberíamos partir de ahí. Es verdad
que los poetas y tenemos que interpretar esta palabra de manera muy
amplia, refiriéndonos a la imaginación creadora en general
no dictan las leyes como lo hacen los legisladores en un Parlamento, pero
son ellos quienes obedecen estas leyes, la Ley aún vigente en el
mundo como Ley, la Ley que crea y redacta las historias, y también
la Historia de la Humanidad.
El poeta nunca podrá infringir esta
Ley, puesto que entonces su obra sería injustificable, o sea, simplemente
mala. Permítanme llamar a esta ley inconcebible pero poderosísima
que dirige nuestro espíritu y a la que nosotros mismos alimentamos
con nuestras vidas vividas para que siga existiendo permítanme
que llame a esta Ley recurriendo en mi indecisión y a falta
de otra mejor a la expresión de Thomas Mann: el espíritu
de la narración. Es esto lo que determina qué y cómo
formará parte del mito, qué permanecerá en los archivos
de la Historia de una Civilización a pesar de que a los ideólogos
les gustaría a menudo poder decidirlo ellos mismos. Casi nunca
lo logran, por lo menos de la manera que ellos quisieran. El mito se decide
de modo diferente: una decisión secreta y conjunta que refleja
obviamente motivaciones y necesidades reales en las que aparece la verdad.
Los horizontes de nuestras vidas cotidianas están limitados por
estas historias, historias que al fin y al cabo cuentan cosas
sobre lo bueno y lo malo; y nuestro mundo, delimitado por estos horizontes,
está plagado de susurros inagotable sobre lo bueno y lo malo. Me
atreveré a hacer una declaración audaz: en cierto sentido
y en cierto plano vivimos exclusivamente para satisfacer el espíritu
de la narración; este espíritu, que está tomando
forma incesantemente en los corazones y en las mentes de todos nosotros,
ha llegado a ocupar el lugar espiritualmente intangible de Dios convirtiéndose
en una mirada simbólica que sentimos sobre nosotros y bajo cuya
luz lo hacemos todo o no lo hacemos.
Todo esto lo tenía que decir de
antemano para poder formular la pregunta de por qué se ha transformado
Auschwitz en lo que se ha transformado en la conciencia europea: en una
parábola universal, acuñada con el sello de lo perdurable;
en algo que en su simple nombre encierra el mundo entero de los campos
de concentración nazis, la conmoción del espíritu
universal ante ellos, y cuyo escenario elevado a un plano mítico
habrá de ser salvaguardado para que los peregrinos puedan visitarlo,
como pueden visitar, por ejemplo, el monte del Gólgota. A propósito,
¿qué se necesita para alcanzar la plenitud espero que
no me malinterpreten, o sea, en cierto sentido, la perfección?
En cualquier caso, podríamos enumerar algunos datos. Primero: todas
las parábolas han de ser esencialmente sencillas. En Auschwitz,
ni por un instante se mezcla lo bueno con lo malo. Según la narración
cuenta y es la verdad, por otra parte, millones de personas
inocentes fueron llevadas a Auschwitz, donde fueron maltratadas y asesinadas
bestialmente. Esta imagen no está perturbada por ningún
matiz ajeno, por ejemplo político; esta historia no se complica
con detalles como que se haya encerrado en Auschwitz a algún dirigente
nazi condenado inocentemente desde el punto de vista del Partido y
sólo desde este punto de vista, que hubiera permanecido fiel
a los nazis, detalles frente a los cuales el espíritu de la narración
debería vencer una ambigüedad dificultosa.
Segundo: Auschwitz es una estructura ya
totalmente desvelada, por lo tanto cerrada e intocable. Esto es así
tanto en su dimensión espacial como temporal. Se trata de una extraña
paradoja. Porque aunque todavía estén entre nosotros los
supervivientes como éste, al que están viendo leer
ante ustedes, queda alejado de nosotros como un fósil minuciosamente
preparado, como una historia definitiva, conocida en todos sus detalles,
que narramos utilizando lógicamente el pretérito imperfecto.
Conocemos asimismo todos los recovecos del lugar de esta historia: desde
el muro negro hasta los barracones familiares checos, desde el Sonderkommando
hasta la marca de los ventiladores que hacían funcionar los crematorios.
Todo aparece ante nosotros como si fuera una historia del Libro del Apocalipsis,
un relato de terror contado con espeluznante minuciosidad por Edgar Allan
Poe, Kafka o Dostoyevski; se conocen sus detalles, su lógica, su
horror y su vergüenza moral, la inconmensurabilidad de los sufrimientos,
su horrible moraleja, que ya nunca podrá ser expulsada del espíritu
de la narración.
Todo esto, sin embargo, aún no es
suficiente para que un crimen se haya convertido en un escándalo
en la historia del espíritu, en una llaga viva, en un trauma cuyo
recuerdo inquietante permanecerá para siempre como permanecen en
el cuerpo las heridas de un accidente grave, imborrables, abiertas y sangrando
a cada roce; para lo cual la catástrofe ha tenido que tocar órganos
vitales. Y ahora ha llegado el momento de que echemos un vistazo a los
dos coautores del gran guiñol de nuestro siglo: el movimiento nazi
y el bolchevique. El espíritu de la narración los tiene
catalogados como aquellos que han quebrantado un contrato legal, o sea
como criminales. Dice Kierkegaard que el aire del crimen es la seriedad.
He mencionado el hecho de romper un contrato legal, porque desde que apareció
en la zarza ardiente de la cultura ética europea la visión
de la Ley, para configurarse después en sus palabras y quedar grabada
en piedra, desde entonces medimos todos los acontecimientos con tales
palabras, y comparamos todos los hechos con ese contrato. No podríamos
comprender la seriedad del aire del crimen, por así decirlo, el
reparto de los papeles éticos que asumen los criminales, si el
espíritu de la narración no conociese a Caín, a Ahasver,
a Torquemada, a Hitler y a Stalin. Ahora bien, los dos movimientos sólo
tienen en común los resultados: el terror, los campos, el genocidio,
la invalidación total de la vida en todos sus sentidos en
lo económico, en lo espiritual, en lo anímico, en lo ético,
la aniquilación del individuo..., ¿para qué continuar?
Sin embargo, los dos movimientos son de distinta índole. Los dos
parten del espíritu de la narración: uno aparentemente (o
sea, según su ideología) viene a cumplirlo, y el otro se
enfrenta a él con abierto furor. Uno se presenta como Redentor,
pero tiene al diablo escondido bajo su capa; el otro se viste de Diablo,
y lo es. Uno pone en práctica la Ley de una manera ilegal, y el
otro pone la Ley fuera de la ley. Si es cierto que coinciden en el asesinato
en masa, son diferentes los motivos del genocida nazi y al menos
originariamente los motivos del genocida bolchevique. Por falta de
tiempo, permítanme decir tan sólo algunos apuntes sobre
estos dos tipos de asesinos del siglo XX. El bolchevique: táctica
en lugar de alma y de razón. La disciplina de la táctica.
La táctica como único móvil, como moral, como hilo
conductor de la acción. La rabulística filosófica,
las estratagemas escolásticas, el dogma frío que lo cubre
todo con un matiz eclesiástico, todo ello junto con el hedor
pequeñoburgués del movimiento pseudo-obrero, los martirios
y las celdas de tortura constituye un conjunto especialmente peculiar.
Tiene algo de jesuita, pero sin el elitismo de los jesuitas. La elite
bolchevique había sido aniquilada, y la elite de los años
30, creadora de los así llamados años 50, nunca fue una
elite, sino, como mucho, un cuerpo de mando, un estado mayor, un cuerpo
de lacayos de alto rango.
¿Y el nazi? Contrastes de familia.
Es más sencillo y, por así decirlo, más moderno.
Lo suyo no es la táctica, se basa descaradamente en los más
bajos instintos, reprimidos por milenios de civilización. La disciplina
nazi es de carácter militar, de comando operativo. Es una mezcla
peculiar de la disciplina bolchevique, del soldado colonial, del caballero
medieval, el jefe de contabilidad y el conquistador. El nazi es la locura,
la jauría desatada, los desfiles de las masas en formación,
la embriaguez nacionalista desaforada, el asesinato y el suicidio, la
desesperación, la nada. Imitación de la elite ligada a un
complejo de inferioridad. El nazismo perdura en el sistema nervioso humano
en forma de odio, de agresión, como una bacanal, como la idiotez,
como la huida, como protección en medio de la multitud, y utilizando
otra vez un giro de Thomas Mann como el absentismo laboral del borracho
degradado en lumpen.
Dice Camus en El hombre rebelde que el
bolchevismo pretende la universalidad, mientras que el movimiento nazi
o fascista no lo hace. Es un craso error. Sin embargo, es comprensible:
siendo Camus un intelectual, buscaba involuntariamente en el nazismo la
ideología positiva de un movimiento constructivo, aunque sólo
fuera a modo de máscara. Por el contrario, el movimiento nazi había
declarado su pretensión de universalidad precisamente a través
de su deconstructivismo, a través de su negatividad. Veamos cómo
se unió el nazismo al mito universal, aunque fuera de protagonista
negativo; cómo pretendió ser universal, no por amor, sino
justo al revés, mediante el odio y el asesinato.
Cualquier ciencia que se ponga a estudiar
el problema del antisemitismo claro, me refiero a las ciencias verdaderas,
no a las falsas, las ideológicas, siempre llega a la misma
conclusión: se muestra impotente ante el problema. Enumera unas
cuantas obvias razones históricas, económicas, sociales;
habla de estados de conciencia y de situaciones, etc., y luego constata
que se trata de algo irracional. Yo creo, sin embargo, que el espíritu
de la narración también aquí ofrece una explicación
mejor. Freud menciona que el antisemitismo de los alemanes fue motivado,
entre otras causas, por la rebelión latente de los paganos germánicos
contra la cristiandad, puesto que la fe cristiana es fruto del monoteísmo
judío. En mi opinión, sin embargo, esto, en caso de ser
cierto, sería sólo el tañido lejano de un arpa en
medio de una marcha estridente y brutal. Y si fuera así, ¿por
qué se rebelaron los alemanes contra los cristianos, o sea contra
los judíos exactamente en los doce años transcurridos entre
el 1932 y el 1945? Ahora bien, la cuestión tampoco es tan absurda
como puede parecer a primera vista. Dios nos guarde de la mística
oscurantista, de pretender indagar en las profundidades del alma germánica,
pero es un hecho que a lo largo de los siglos de la era moderna, el trato
que recibían los judíos, la relación con los judíos,
la así llamada cuestión judía se convirtió
en un problema de la conciencia europea. Se puede decir que tal problema
ha atormentado la conciencia europea como lo han hecho las revoluciones
de la edad moderna, de las cuales la más memorable, la francesa,
declaró la igualdad de los judíos ante la ley y en lo relativo
a los derechos humanos. Una legislación de ese tipo, sin embargo,
no significa nada en sí hasta que el espíritu de la narración
no la admita y la santifique. ¿Qué quiero decir? Quiero
decir que desde entonces el antisemitismo realmente se convirtió
en un escándalo, y apareció bajo la capa negra de quienes
quebrantan contratos. Hago referencia, sólo de pasada, a casos
como el de Dreyfus o el de Tiszaeszlár en Hungría, que cada
cual según sus dimensiones tuvieron el mismo efecto: fueron
un escándalo, pusieron en su sitio bien a las claras a las fuerzas
de las tinieblas y de la luz, a las fuerzas de lo retrógrado y
lo progresista, a las fuerzas del bien y del mal. Si queremos, de todas
maneras, buscar móviles inconscientes para el antisemitismo alemán,
nazi, yo los buscaría más bien en la rebelión de
los alemanes contra la Ilustración, más exactamente, la
Ilustración francesa, una rebelión resucitada y actualizada
por la Guerra Mundial perdida y la consiguiente paz.
Antes me he referido a que el movimiento
nazi trabajaba con métodos más sencillos, si se quiere más
abiertos que el bolchevique. La sencillez significa también la
sencillez de la máscara. El que provoca escándalos, el Caín
moderno, el que opta por romper el contrato legal para poner en marcha
el dinamismo de su poder, el que pretende formar parte de la narración
confrontándose a su espíritu, enseguida pondrá en
marcha como estandarte de su rebelión el antisemitismo. Es un símbolo
universal, una llamada clara a comprometerse, y parte de una complicidad.
El antisemitismo, a través de los crímenes cometidos contra
los judíos, constituye por lo tanto un crimen cometido contra un
contrato legal y contra el alma humana, todavía ufana de ese contrato.
De esta manera, declaró el movimiento nazi su pretensión
a la universalidad, y por otra parte así se ha hecho inmortal la
atrocidad de su crimen. Rompió el contrato que había sido
el orgullo del espíritu vigente y que había sido considerado
inquebrantable. Se analice como se analice, el humo del holocausto cubrió
Europa con una larga sombra oscura, mientras que sus llamas dibujaron
una señal imborrable en los cielos. Bajo esta luz sulfurosa el
espíritu de la narración volvió a pronunciar las
palabras esculpidas en piedra, situó la historia ancestral bajo
esa luz de fuegos fatuos, encarnó la parábola, resucitó
la representación eterna de la Pasión sobre el sufrimiento
humano. El escenario número uno del holocausto, Auschwitz, se ha
convertido para siempre en el nombre genérico de los campos de
concentración nazis, aunque hayan estado funcionando cientos y
cientos de campos más, y aunque sepamos que en el mismo Auschwitz
también se recluyó y se exterminó a decenas de miles
de presos no judíos.
Sólo quiero añadir de pasada
que cuando el bolchevismo imperialista de Stalin escogió definitiva
y descaradamente el camino nacionalsocialista de romper el contrato legal
camino contrario a Europa y a la civilización lo primero
que hizo fue demostrarlo con un juicio contra judíos, poniéndose
así la máscara teatral para que todos los asistentes y espectadores
del gran mito reconociesen inmediatamente las pretensiones y el carácter
del protagonista. Por suerte demostró su verdadera vocación
bastante tarde, al menos en este aspecto. No crean, sin embargo, que fue
una suerte sólo para los judíos, puesto que el que está
decidido a todo, y rompe el contrato en señal de su universalidad,
raras veces se contentará con menos que con una catástrofe
mundial.
Estimados amigos, ya voy terminando. Quiero
dejar claro otra vez que no ha sido mi propósito no lo hubiera
podido ser, puesto que habría sido insensato sopesar las similitudes
o las diferencias entre los campos de concentración de los nazis
y los de los bolcheviques. No hay medida para el sufrimiento, la injusticia
no tiene un termómetro: los campos del Gulag y la red de campos
nazis fueron creados con el mismo propósito, y millones de víctimas
dan fe de que cumplieron ese propósito. Por qué entonces
la memoria colectiva, el espíritu misterioso, pero decidido
de la narración elige un campo en lugar de otro, y como símbolo
de todos: para eso he estado tratando de buscar aquí algunas razones.
De todas formas, la elección que el mito ha hecho con Auschwitz
parece definitiva: la narración de Auschwitz ya pasó aquella
etapa de maduración y de olvido aparente que la escuela psicoanalítica
denomina represión.
Lo del Gulag con todas las similitudes
estoy seguro, es otra narración. No quiero decir con esto que sea
menor el crimen, el horror, que sea una historia menos conmovedora, pero
¡qué peculiaridad más dolorosa! la perdurabilidad
no depende de ello, sin embargo, y en mi opinión el espíritu
de la narración aún está escribiendo esta historia
antes de ponerle su sello definitivo. Para terminar y esta frase
terrible no me la puedo ahorrar ni a mí mismo ni a ustedes,
todavía no podemos estar seguros al cien por cien de poder hablar
de los campos bolcheviques en pretérito imperfecto.
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