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marzo 2001
Nº 75

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El afán de entender
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

¿Tiene el periodismo literario un valor distinto de la emoción de una buena lectura? El autor sugiere que el choque entre literatura y periodismo puede ser, a fin de cuentas, un malentendido. Ambas disciplinas pueden converger en un lugar inesperado: la ética ­en tanto que ser humano y en tanto que artista­ de quien se dedica a contar la realidad por escrito.

Es posible que la contradicción entre literatura y periodismo sea radicalmente distinta de la que nos han vendido quienes nunca han sabido muy bien en qué consiste el trabajo de escribir acerca de seres humanos. Es posible, incluso, que exista en ciertas novelas y en cierto periodismo una identidad de medios o de intenciones que, al poner sobre la mesa palabras grandes como arte y verdad, se granjee de inmediato la antipatía de quienes creen que no está de moda hablar de esas cosas. No me refiero, por supuesto, al compromiso con la verdad de los hechos, esa cualidad de todo buen periodismo que algunos periodistas literarios llaman precisión y otros exactitud. La precisión y la exactitud existieron en la novela desde que los novelistas descubrieron la dignidad estética y humana que permite al lector, frente a Guerra y paz o las mejores páginas de Chéjov, decir: esto es verdad; así ha ocurrido esto. La exactitud del periodista, tengan o no tengan sus escritos un carácter literario, es un deber ético: la obligación de no inventar.

Poca novedad

Cuando, a mediados de los sesenta, alguien dejó caer la etiqueta de Nuevo Periodismo sobre las cabezas de Gay Talese, Jimmy Breslin y Joan Didion ­hombres y mujeres que escribían sobre hechos reales con las herramientas de un narrador de ficciones­, la dosis de oxígeno que penetró en el ambiente de la literatura permitió olvidar la poca novedad de las nuevas formas: John Hersey y Lillian Ross ya llevaban varios años escribiendo periodismo literario; y, si se les preguntaba por las raíces de su práctica, los periodistas hablaban de Orwell, Stephen Crane e incluso de Daniel Defoe. Y era posible pensar que la contradicción entre literatura y periodismo no fuera tan tajante, simplemente gracias al hecho de que algunas de esas piezas que hoy se consideran pioneras del reportaje ­piénsese en Life and Actions of the Late Jonathan Wild, de Defoe­ tuvieran una ineluctable dimensión literaria.

Las razones del rechazo que el periodismo literario experimentó durante los años sesenta y setenta, y que los periodistas de lengua hispana siguen alimentando, no se debieron a que los practicantes rompieran con las reglas del oficio, sino a que rompían con las reglas del oficio tal y como había sido practicado durante tanto tiempo que ya nadie recordaba la existencia previa de una alternativa. (Merecen discusión aparte esas otras razones de rechazo, harto más válidas: los excesos de algunos nuevos periodistas. Como toda disciplina creativa, el periodismo literario ha dado su cuota de embaucadores, mentirosos y estafadores.) De hecho, el término nuevo periodismo no salió de la cantera de Tom Wolfe, cuyas frases armadas ­radical chic, the purple decade­ definieron a la sociedad norteamericana de su momento. Nadie sabe quién lo aplicó por primera vez a Wolfe o a Talese; pero, en 1887, Matthew Arnold lo había ya utilizado para quejarse de la Pall Mall Gazette, un diario vespertino que se apartó de los estilos tradicionales al introducir, además de tratamientos que oscilaban entre la ligereza y el amarillismo, encabezados llamativos y un tipo de entrevistas moderno y personal, premonitorio, por supuesto, de una de las grandes instancias del periodismo literario contemporáneo: el perfil del New Yorker.

Tiraje y estilo

En el tiempo de Arnold y de la Pall Mall Gazette ­cuyo editor murió en el Titanic veinte años después de narrar, en un relato de ficción, el hundimiento de un transatlántico­, el estilo de diarios y revistas llevaba varios años adoptando las reglas que lo definirían hasta después de la Segunda Guerra Mundial y que, a fin de cuentas, llegaban a la siguiente conclusión: un suceso real merece una visión objetiva y un estilo neutro. O, lo que es lo mismo: la prosa que trata de sucesos reales, noticiosos o no, debe ser gris y opaca, impersonal y tediosa. Pero esa conclusión estaba viciada por una mala jugada del desarrollo industrial, una tergiversación de la cual nadie pareció darse cuenta. Las razones detrás de aquellas normas no eran periodísticas, sino económicas: los editores de diarios se dieron cuenta de que podían ganar más dinero publicando grandes tirajes y financiándolos con publicidad para que tanta gente como fuera posible los leyera. Por supuesto, esas políticas requerían una forma telegráfica, accesible a las masas menos cultas, cuyos componentes básicos fueron el sensacionalismo, los datos y el lenguaje universal de los números. Bajo esa forma, el suceso es: Asesinados acaudalado granjero y 3 familiares; bajo la forma de Capote, A sangre fría.

Cuando llegaron los sesenta, con toda su carga de rebelión cultural y de moda iconoclasta, no bastó practicar otra forma de periodismo. Fue preciso darle un nombre, dejar que una escuela se formara, sugerir contra quién o contra qué se formaba esa escuela. Todo eso es tan anecdótico como los vestidos blancos de Wolfe; pero nadie que haya entrado en contacto con escritos como Hiroshima de John Hersey o Lo que hay que tener, el reportaje de Wolfe sobre el mundo atroz de los astronautas, puede ignorar el acierto profundo de sus propósitos.

Género sin estante propio

El periodismo literario, hoy, es algo más complejo que esa vocación hiperbólica y magnífica con que lo saludó el célebre grupo de ensayos-manifiesto del hombre-vestido-de-blanco. Los practicantes del género siguen publicando y los lectores siguen persiguiendo con avidez esos libros y los periodistas tradicionales, que casi siempre provienen de las lenguas latinas, siguen indignándose al ver que colegas suyos pretenden crear emociones con sus escritos. (Y no se hable siquiera de la osadía con que utilizan la primera persona narrativa.) Al mismo tiempo, un librero de Madrid o de París sigue sin saber en qué estantería va ese libro, y lo toma con pinzas y lo lleva a Interés general porque tiene la vaga noción de que Invasive Procedures, de Mark Kramer, no va en Ciencias de la salud ni en Autoayuda a pesar de que su tema sea la gente enferma de cáncer. Todavía no hay acuerdo sobre cómo llamar a un tipo de escritura tan proteico como éste, que asume a veces la apariencia de la literatura de viajes y a veces el tono seco de la investigación más estricta. El afán nomenclador que dejó de lado la idea de nuevo periodismo ha propuesto reportaje personal, se ha esforzado con paraperiodismo, incluso ha perpetrado narrativa documentada. Lo cierto es que la cuestión no termina de aclararse.

Después de haber devorado todo lo que ha caído en mis manos sobre el género, he llegado a creer que a sus lectores y a sus libros les sucede lo que antes les sucedía a los masones: se reconocen al encontrarse. Esto no pretende insinuar sectas o cofradías, sino confesar una incertidumbre y sugerir, acaso, que importa menos la conciencia de escribir dentro de una disciplina reciente que el conjunto de los instrumentos ­técnicos, éticos y teóricos­ con los cuales un autor se aproxima a un tema. Wolfe dejó por escrito los cuatro ingredientes imprescindibles para hacer periodismo literario: construcción dramática, uso abundante del diálogo, descripción de señales de status y manejo literario del punto de vista. Sin embargo, dudo mucho que García Márquez tuviera esa lista a mano cuando decidió reconstruir, escena por escena, reproduciendo diálogos y emociones, describiendo la posición social de sus protagonistas e imitando el punto de vista de la víctima o de su familiar, una serie de eventos que nunca presenció: el secuestro, en 1990, de Maruja Pachón y otras nueve personas de cierta trascendencia política en Colombia.

De cualquier forma, el modus operandi suele ser de gran importancia para los practicantes del periodismo literario. La disputa banal acerca del uso de la primera persona ha quedado atrás; salvo en nuestra provinciana lengua hispánica, donde aún es asociada a la arrogancia o al egocentrismo, la narración personal o confesional o simplemente centrada en un punto de vista ya no es más que una de las opciones técnicas que tiene el autor a la hora de enfrentarse a su tema. Ahora, las inquietudes técnicas del periodista suelen basarse en el máximo aprovechamiento estético de la estructura ­en cuanto al momento de la redacción­ y el adiestramiento de los sentidos ­en cuanto al momento del reportaje­. Varias veces, dentro del reportaje previo a la escritura (tanto de una crónica como de un relato de ficción), mi preocupación básica ha sido aprender a reconocer el detalle que hace que el ambiente sea lo que es; por miedo a perder ese ingrediente crucial e irrecuperable ­a menudo se trata de lugares que no podré visitar dos veces­, suelo memorizar todo lo que sea posible; y con frecuencia he anotado visualmente datos que parecían nimios o banales, para encontrar después que era ahí donde se encontraba la emoción de la escena.

La disciplina del reportaje es única en cuanto a las exigencias que impone y las habilidades que desarrolla. Los practicantes coinciden en que un buen oído para el diálogo ­no sólo en cuanto a fidelidad, sino en cuanto a ritmos y cadencias­ es imprescindible. Capote solía decir que se había entrenado durante un año y medio en la labor de reproducir conversaciones de memoria, sin acudir a grabadores ni a cuadernos de notas, para ser capaz de llevar a cabo la investigación sobre el asesinato de los Clutter; les pedía a sus amigos que le leyeran textos que él, después, intentaba escribir con la mayor fidelidad posible; sólo cuando el acierto fue del 95% sintió Capote que estaba listo para salir a hacerle preguntas a la gente.

(Fragmento)