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marzo 2001
Nº 75

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Una escuela de la literatura al ras del suelo
Julio Villanueva Chang

Las biografías cuentan que Dostoievski escribió su novela El jugador en veintiséis días para poder pagar con ella sus deudas de apostador impenitente. Los periódicos jamás contarán que mis alumnos, asistentes a un curso sospechosamente bautizado Periodismo Literario, escriben en cien días las vidas reales de extraordinarios personajes al borde del olvido. Las escriben a plazos, con la misma urgencia de Dostoievski, con la diferencia de que en el libro de éste duermen juntos la autobiografía y la ficción, y de que mis alumnos nunca sienten que han acabado de pagar su deuda. Un escritor de perfiles será siempre moroso con la verdad sobre sus personajes. Y las páginas con acné de mis alumnos tienen todavía una deuda con la veracidad: son una prueba irrefutable de que el periodismo literario es una extraña carrera en la que llegar primero es casi siempre perder. Los diarios y las revistas han olvidado que la mejor historia no es la que se publica primero sino la que se cuenta mejor.

Lo primero es decir que llevar la literatura al periodismo no es llevarla a un salón de belleza. Los libros de periodismo literario se han escrito en gran parte para denunciar las omisiones y los errores de la prensa diaria. "El mejor recurso literario es la verdad", sentenciaba García Márquez en un taller de reportaje. Y Norman Mailer elogiaba una biografía de Marilyn Monroe así: "Un trabajo periodístico hecho con amor, pues en periodismo la labor de comprobación (de los hechos) equivale al amor". Es decir, un escritor de la información no se convierte en periodista literario sólo por ejecutar las acrobacias verbales de un escriba sentado. No se trata de escribir novelas en los diarios ni de que el escritor se convierta en un protagonista de los hechos por un malentendido en el uso de la primera persona, o en un fabricante de palabras pirotécnicas por el pretencioso ejercicio de hacer literatura en el lugar equivocado. Los escritores de la información han demostrado que la realidad puede ser más sorprendente que la ficción cuando partieron del principio de que una gran historia no puede fascinar sin una honesta y exhaustiva investigación.

Lo primero es hacer una subasta de personajes. El trabajo de mis alumnos será escribir un perfil de cerca de cien páginas sobre uno de ellos, elegido a la carta, habiendo utilizado las técnicas del relato documental para narrar su historia de vida. Si un par coincide en querer contar la vida del mismo ser humano deben pelearse por él convenciéndome con argumentos de información e interpretación sobre a quién debo encomendarle el reportaje de esa persona. De inmediato todos los estudiantes se convierten en detectives, persiguiendo cada huella dejada por sus personajes en pruebas documentadas (testimonios orales, escritos o audiovisuales) desde el nacimiento hasta la muerte. En el caso de que el personaje esté vivo, se debe ir ganando su confianza e intimidad y acompañarlo en su vida diaria hasta convertirse uno en parte del decorado, apuntar los hechos y las sospechas con sus seis sentidos, y pensar en escenas, paradojas y metáforas hasta edificar una aún borrosa pero completa silueta de su perfil en un índice virtual, un primer esqueleto del personaje.

La inmersión es el tiempo dedicado al trabajo y en mi taller se alcanza con tres ejercicios simultáneos: leer, reportar y escribir. Desde textos que ponen en guardia contra las tentaciones de la ficción (¿Quién cree en Janet Cooke?, de García Márquez, por citar a un latinoamericano) hasta poéticas de relato documental (la más completa es la de Ryszard Kapuscinski en Apuntes nómadas, que cree en la ensayificación de la prosa, una narrativa periodística donde haya, además de hechos escenificados, ideas propias y ajenas sobre el tema y así conseguir una mayor perdurabilidad). Y leemos también desde perfiles de la tradición anglosajona (más allá de los hoy cuestionados Truman Capote y Bob Woodward, los publicados en The New Yorker y Granta, los de Jon Lee Anderson, y el reciente The Orchid Thief, de Susan Orlean, por ejemplo) hasta los de la tradición latinoamericana (que a partir de la narrativa periodística de García Márquez, Tomás Eloy Martínez y Carlos Monsiváis, ha despegado en un vuelo más cosmopolita con Juan Villoro y Martín Caparrós). De este menú de autores tratamos de robar lecciones y puntos de vista para aprender cómo pueden funcionar las técnicas literarias en el discurso de la veracidad en vez del de la verosimilitud.

Pero la objetividad es para los Premios Nobel de Física y no para un periodista literario. Es decir, un relato de viajes no es tanto sobre el país que se visita sino de la persona que viaja. Se suele acusar cualquier uso de la primera persona singular de exhibicionismo, sobre todo entre los editores de América Latina, donde aún se conserva una histeria tal como si se tratara de caprichosos herejes. Mis alumnos tratan de ver el uso de la primera persona como una voz propia que es más un sello de honestidad, desnudez y precariedad frente al disfraz de neutralidad de esa voz institucional con la que lo público no alcanza ninguna sensación de intimidad. Así los alumnos llegan a sentir quién es su personaje y son arquitectos de su relato documental, después de haber recogido y mezclado cada ladrillo en su reportaje de calle y cruce de fuentes como obreros de construcción civil. A partir de este punto se dedican a un trabajo más fino en busca de la atmósfera y el ritmo de su relato, además de la erótica de las palabras, hasta terminar de cincelar el perfil casi definitivo de su visión del personaje. Y si hay un vuelo sólo es el de una literatura al ras del suelo.